Querido diario (82)

© Ilustración: Mar Astiárraga.
© Ilustración: Mar Astiárraga.

Una periodista le pide cita al autor con el objetivo de hacer un reportaje sobre los libros con los que hay que iniciar a los niños en la lectura. El autor se lo piensa y se demora, empieza a darle vueltas al asunto…

Por AVELINO FIERRO

“Es más difícil hablar contigo que con Rajoy cuando tenía mayoría absoluta”. Este es el párrafo inicial de un correo electrónico que una periodista me envía pidiéndome una cita. La casilla del “asunto” de ese e-mail está rellenada con un “Mayday”. Sería mejor decir que se trata de una llamada de socorro de una mujer desesperada. Y me anotaba su número de teléfono. Todo ello conformaba para mí la imagen muy canónica de una reportera en ese trance de escribir, eligiendo con cuidado expresiones que titilan como boyas brillantes en el océano de las palabras. Aunque también pueden reducirse las dimensiones, ir del inmenso mar espejeante a una laguna de cañas y allí, en ella, la presa: un pato distraído, o sea, yo mismo. Y ese e-mail el señuelo perfecto para que uno mueva poco a poco las patitas y se deslice hacia la mamá pato de cartón: cuá, cuá…

Me disponía a contestarle y celebrar aquello que parecía el comienzo de una hermosa amistad, pero algo me contuvo. Me escribía a mi oficina, a mi sacrosanto lugar de trabajo, dando a entender que yo aparecía muy poco. Aquello me molestó: pensé en contestarle y decirle que no soy un fuguista. Elegiría, me dije, esa palabra que aparece en la obra Catedral de Blasco Ibáñez, pero no en el diccionario de la Real Academia, y que tiene su correspondencia inglesa en los términos más explícitos de “escaper” y “jailbreak”. Y también le diría que su señuelo, cimbel o reclamo no iba a dar resultado. Jugaría a su juego; elegiría las palabras.

No soy un fuguista. Es verdad que tengo un horario de oficina incierto, tampoco uso móvil; no les doy mucha cancha a las aplicaciones de geolocalización. Pero el que quiera puede saber de mí. Soy un hombre bastante rutinario: procuro dormir a diario la siesta e ir por los mismos bares. Y dado que estoy cumpliendo demasiados años, voy añadiendo a esas, otras rutinas: veo muchos días el amanecer al despertarme temprano y, también, con el crepúsculo me invade a menudo la tristeza.

Tardé un par de días en contestarle: estuve un tanto torero, le di una larga cambiada, niquesíniqueno, y nadé de nuevo a esconderme entre los juncos.

Aparenté que aquello me importaba un comino, pero caí poco a poco en la cuenta de que aquel asunto no era grano de anís. Porque toda aquella artillería que empleaba en su mensaje, esos fuegos de artificio, eran una maniobra de distracción para lanzar un torpedo provisto de una espoleta retardada que surcó el agua de la apacible laguna y que al llegar a su destino hizo “boom, boom”. Y las aguas apacibles se encresparon, los juncos se mustiaron y las plumas del pato se chamuscaron quedándose el ave, o sea, yo, un tanto desnortado: me pedía entrevistarme para hacer un reportaje acerca de los libros con los que hay que iniciar a los niños en la lectura, que si yo era la persona idónea, que si le habían dicho que yo… Era una petición especial, atractiva: lo normal es que a los periódicos les interesen –casi como a los políticos– las estadísticas y los asuntos chillones para hacer titulares. Y uno les contesta que de eso no tenemos, que queremos ir solucionando cada asunto de la mejor manera, partido a partido.

Con todo, pensé que estaba de nuevo muy equivocada: en mi oficina puede que tengamos algo de asistentes sociales, pero la mayoría de los muchachos que vienen son como los personajes barojianos de La lucha por la vida, pidiendo que hagamos algo con ellos para que desaparezca el “clic” de sus cabezas. Ya me gustaría a mí que salieran de allí prometiéndome que van a leer El árbol de la ciencia.

Pero el encarguito siguió hurgando. Si estaba atareado o distraído con algo no volvía a pensar en el asunto; relajado, todo era darle vueltas. El puñetero correo me arruinaba los momentos de placer, momentos en mí tantas veces asociados a la lectura (no digo que no haya algún otro). Leo estos días los diarios de Gil de Biedma. “Dejo de leer; abajo está el desierto”. El poeta sobrevuela el norte de África. Pero yo hago de ello una metáfora perfecta de las consecuencias mortales de la falta de lectura: Si lees te sentirás por encima de las nubes; si no lo haces, te arrastrarás por la tierra con una sed nunca colmada. Lee, hombre, y tendrás agua en abundancia, serás feliz como el pato de la charca: cuá, cuá… Lee (nos dice el poeta en un breve ensayo titulado “De mi antiguo comercio con los héroes”) como lee un niño –que es leer exactamente como las personas mayores– para intentar comprender la vida, imaginándola, y para consolarse de ella.

La pagoda de cristal, Los tigres de Mompracem, El Coyote… son libros de aquella infancia. Y habla del desencanto que también llegará, dejándonos –dice– en el surco, en la trinchera de nuestra edad de hombres, soldados de la guerra perdida de la vida, con nuestro viejo mapa de la isla del tesoro, con nuestra nostalgia de ser igual que fuimos, héroes, y, en las manos, quebradiza e inútil como la piel mudada de una culebra, la vaina de la espada del Corsario Negro.

Releo a Philip Larkin, “Cuando meter la nariz en un libro / me curaba de casi todo menos de la escuela, / valía la pena destrozarme la vista / y saber que podía hacerme el chulo / y soltarles el clásico gancho de derecha / a unos tipejos asquerosos que me doblaban en tamaño…”. Lo leo desde hace unos instantes. Me he despertado pronto, destemplado; ni siquiera amanece, vuelvo a la cama. Es ese poema que tanto me gusta, “Las bodas de Pentecostés”. El poeta lee mientras viaja en tren a Londres. Vemos la indecisa y tersa anchura del río; y amplias granjas, ganado de sombra corta, y canales con islas de espuma industrial; y un invernadero que centellea solitario. Me parece viajar con él. He dejado la charca y ahora voy en tren. Esa transferencia es la lectura.

Siento que mis días se llenan de libros y pequeñuelos, de frases: “La literatura no permite andar, pero permite respirar”. “La literatura resiste a la estupidez, no con la violencia, sino de una manera sutil y obstinada”. Le leo un cuento a Libertad, mi nieta. Un cuento en el que tengo que repetir, para que no proteste, las mismas frases y, casi, las mismas inflexiones de voz.

Pienso en el libro táctil La suave piel del tambor, que María T. me dice que ha comprado para su pequeñín. Pienso en el libro de Daniel Pennac sobre el miedo de los adolescentes a la lectura. En las ilustraciones de Juan Darién para La guerra de los números. En las teorías sobre la adquisición lingüística de Chomsky, Piaget y Vigotsky. Esto se complica, la charca está muy poblada y empieza a desecarse; es una obsesión. Tendré que recurrir a especialistas. A mi cuñada Teresa Corchete, que lleva desde siempre dándole vueltas a la literatura infantil y juvenil. O a Bea Sanjuán y sus amigas de la librería gijonesa “El bosque de la maga Colibrí”. Tendré que poner orden en todo este chapoteo, esta bulla, este guirigay. Confeccionar algunas listas de libros para patos, digo, para peques; y fijar algunas frases, recomendaciones. Y dejar de hacerme el chulito y llamar a la periodista. Cautivo y desarmado. Tengo que llamar a Cristina. Sí, voy a llamar. Cuá, cuá…

4 Comments

  1. Eloísa, Marta M. nos hace llegar este comentario sobre la ilustración de Mar.
    «Anoche sentí ternura y nostalgia al encontrarme con el dibujo de esas caritas en la pantalla del ordenador. Durante la infancia, esos dibujos representaban para mi a las «muñecas» (hoy seria anatema nombrarlo así, claro) de verdad, es decir, chicas  mayores con su melena al viento, sus morritos y su canesú. El resto me lo imaginaba; pantalón vaquero, botas camperas con tacón, camiseta lisa (sin los putos caladitos de las de perlé) y un foulard al cuello completando el vuelo de la larga melena. Así quería yo ser de mayor. Después, ya en la adolescencia, además de ese aspecto físico tan deseable, yo quería ser como, estaba claro, eran ellas: libre, independiente, con mi dos caballos a lo loco -entonces la vida, para mí, viajaba indudablemente en un dos caballos-, siempre allí donde sucederían  las historias que imaginaba (en ese mismo dos caballos, estaba segura, recibiría yo el esperado año 2000, ya ataviada con el mono intergaláctico color plata -tipo Afrodita A-, que para entonces sin duda llevaríamos todos)».

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  2. “Cuando meter la nariz en un libro / me curaba de casi todo menos de la escuela, / valía la pena destrozarme la vista”.
    Estos versos me devuelven a la infancia, a esa espera para que los padres fueran a la cama y pudiéramos seguir leyendo, con la luz del flexo encendida, a escondidas, bajo la sábana.

    Soy maestra desde hace años, y es descorazonador ver como hay tantas niñas y niños que aborrecen la lectura. Una hace lo que puede: que si libro viajero, que si lectura compartida, que si escribimos un libro juntos… pero ves que, mientra unos se convierten en piratas, magos adolescentes , recorren selvas o se embarcan en un viaje a través de los mares ,otros pelean a brazo partido para conseguir leer un párrafo. Se aburren ,pasan la página, cambian de libro porque “este no me gusta”, o se dedican a mirar las ilustraciones de atlas y libros de animales, sin pararse ni un segundo siquera a leer de qué animal se trata.
    El día que conoces a las familias, lo entiendes todo. He visto casos en los que de familias lectoras han salido hijos e hijas lectores/as, y viceversa, pero son los menos.

    Por eso me parece tan importante visibilizar la literatura infantil, hacer de ella algo destacado, darle el peso que merece, ser selectivos a la hora de escoger los libros que van a leerse en la escuela (en la mayoría de colegios se utilizan editoriales que dejan mucho que desear, y el apoyo a editoriales pequeñas de calidad es prácticamente inexistente). Conseguir que las niñas y niños amen la lectura desde su infancia es sin duda una de las mejores cosas que habremos hecho por ellas/os.

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  3. Hoy hay aire fresco.Esos rostros ajaponesados de adolescentes, que nos regala Mar, son imágenes de otro tiempo. Imágenes que eran admiradas por jovencitas (lo relata muy bien Marta M.) y, a la par, sus hermanos de menor edad se dejaban seducir por ellas y hacían resbalar sus miradas, poco inocentes, por esos labios carnosos y sus escuálidos cuerpos. Se estaban anunciando cambios importantes.
    Ave, en cambio, juega con esa ironía tan personal. La echaba en falta. Seguro que, cuando escribía, sus ojos volvían a sonreír. Una dosis de humor es necesario para sobrevivir en estos tiempos y te lo dice uno al que su dentista le descubrió que no sabía reír.

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