Antonio Pereira ya tiene placa en el 19 de Papalaguinda

La placa, en el 19 de Papalaguinda (León, España).
La placa, en el 19 de Papalaguinda (León, España).

El número 19 del paseo de Papalaguinda (avenida de la Facultad), en León, luce ya la inscripción con la que esta ciudad quiere rendir un homenaje y recuerdo permanente al poeta y escritor Antonio Pereira en la casa con vistas a Poniente donde vivió y escribió buena parte de su obra.

Pereira, nacido en 1923 en Villafranca del Bierzo y fallecido el 25 de abril de 2009 en León, es sin duda uno de los autores leoneses más queridos. Reproducimos un texto de la periodista Eloísa Otero, pronunciado durante el encuentro «Las mujeres leen a Antonio Pereira» (celebrado en León en 2011), para sumarnos así a este homenaje.

Antonio Pereira.
Antonio Pereira.

«Con el oído atento»

Por ELOÍSA OTERO

«¿Te asombras de que otros pasen junto a ti, y no sepan, cuando tú pasas junto a tantos y no sabes, no te interesa, cuál es su pena, su cáncer secreto?»  C. PAVESE

A mí no sólo me gusta la literatura de Pereira, sino que me gusta mucho Pereira, su genio y figura. Es el escritor auténtico, curioso, el observador atento. Es el viajero que anota, y que de todo saca provecho: de lo que ve, de lo que escucha, de lo que huele, palpa y saborea. Es un narrador con los cinco sentidos y uno más, el sexto, ese que le dice dónde puede haber una buena historia. Es ahí donde Pereira aviva el entendimiento y aguza todavía más sus cinco sentidos para percibir mejor y con más detalle. Pero, a eso, todavía suma un sentido más, el séptimo, tan importante en su obra y en su vida: el sentido del humor, que él siempre cultivó como un tesoro.

“¿Cómo crees que se puede vivir en un mundo tan absurdo como éste y tan lleno de penas, sino es con la ironía y el humor? Son armas para sobrevivir, para no pedir la eutanasia a voces”, decía.

Ahora bien, por encima de todo… Antonio era alguien que escuchaba. No que ‘supiera’ escuchar. Sino alguien que estaba ‘a la escucha’, que ponía atención a las historias que todos contamos, cuando contamos la vida.

Por eso es un maestro del relato. Y un maestro de la literatura oral. Era un conversador inigualable, todo un seductor con la palabra y aún más con su simpatía… A su lado las horas pasaban sin darse cuenta, entre risas y anécdotas que daban muestra de una vida plena, marcada por la poesía y por el amor al lenguaje sencillo de las gentes, al lenguaje capaz de tocar el corazón.

¿No cree que los cuentos nos aportan la dosis de imaginación y fantasía que hacen la vida más soportable?, le preguntaron en una ocasión.

“Absolutamente cierto, y esto vale para todos los géneros literarios e incluso para el arte en general”, contestó Pereira.

Escribir, viajar, relacionarse con las personas y conocer mundo confluyen en él en mágica armonía. “Confieso que he volado, pero que esa libertad de las alas avivaba la nostalgia de mis raíces”, escribe este aventurero cuyas raíces en Villafranca se extendían hasta Galicia y Portugal… territorios mágicos a los que él sentía pertenecer, y que forman parte de su manera de estar en el mundo y de mirar el mundo.

Cuenta que empezó a escribir para conquistar a las chicas de su pueblo “y a las forasteras que llegaban a pasar el verano”. Pero la escritura le caló hondo, y su huerto más íntimo fue la poesía.

Con nueve o diez años ya escribía poemas como este:

Lagrimitas de mujer,
perlas de mi corazón,
que venís a entristecer
las delicias del amor.

A los 13 años, precisamente cuando empezó la Guerra Civil española, ya quería ser periodista, y envió un artículo y una carta al director del Diario de León, ofreciéndose como corresponsal. No era su destino. Pero de alguna manera, a lo largo de su vida y en su literatura practicó algo que es la esencia del periodismo, y que se puede resumir así: contarle a la gente lo que le pasa a la gente.

“Cuando amo a una ciudad compro periódicos”, escribe Pereira en el Cancionero de Sagres.

En Cuentos de la Cábila, por ejemplo, hay un capítulo, el X, titulado ‘Definición de la guerra’ (pag. 41) del que extraemos algunos fragmentos. El capítulo comienza así:

“Una mañana de julio me pilló la guerra. Me pilló con trece años recién cumplidos, en pantalón corto y volviendo a casa con el botijo de agua fresca de Trevijano. Los militares entraron por nuestro barrio. Era el ejército sublevado en Galicia, y al toparse con el cartel de entrada a nuestra ciudad, que es una ciudad nombrada y con juegos florales, se bajaron de las camionetas y recompusieron los uniformes, puede que se pasaran un peine, era la misma escena de las bandas de música forasteras cuando venían a las fiestas. (…)”

El relato sigue, pero llega a un punto en el que el narrador (y éste es un libro de memorias de Pereira) dice:

“(…) Yo quería verlo todo con mis ojos y abrir bien las orejas. Me moría de ganas de ir a la plaza, allí estaba el Ayuntamiento y la Casa del Pueblo, le dije a mi padre si quería que fuese a por el periódico.

—Quietos en casa, que a ninguno se os ocurra cruzar el puente.

Quedarse fue muy duro, era como saber que estaban dando una película histórica y ver sólo un trozo por un agujero. (…)”

Hay muchos tipos de escritores. Los libros de Pereira yo los coloco cerca de los de Peter Handke, Chejov, Raymond Carver o Marco Polo, por citar algunos autores que me gustan mucho y que tienen algo en común.

Se trata de escritores que salen a descubrir mundo para nosotros, que beben de la realidad y toman notas, al hilo de la existencia, que viajan y observan y escuchan mucho. Si en algo nos diferenciamos del resto de los animales, es en que los humanos somos animales que contamos historias.

Y Pereira las contaba muy bien, sabía ganarse al público, mantener su atención, y si la historia era divertida uno se podía reír muchísimo, con lo cual aquello se convertía en una descarga de adrenalina, absolutamente liberadora.

Pereira es un escritor que vive y se cruza con otras vidas, y empatiza, escucha, nos cuenta lo que nos cuenta pero también lo que los otros cuentan… su literatura funciona como un transmisor de consciencia, y de conciencia, social y humana. Nos habla de cómo somos, y de cómo son los otros. Y aunque bebe de la realidad, ejerce el derecho de todo narrador a cambiar la historia para dejarla como más le guste.

“Lo importante en todo libro es la ficción, pero ciertamente está urdida sobre un bastidor claramente memorioso”, dijo él de su propia escritura.

Ese niño de Villafranca aficionado a la literatura, en cuanto terminó sus estudios empezó a trabajar como viajante de artículos de ferretería, y así fue incorporando ciudades, pueblos y personas a su vida y a su literatura. Es fácil imaginarle con varios cuadernos en su maleta, apuntando las anécdotas que merecen ser recordadas, recorriendo ciudades y pueblos del noroeste español en los tristísimos años 40. En esa maleta iba creciendo también su colección de chistes, imprescindibles para ser un buen viajante, como ha contado en algún relato.

¿La experiencia de la vida es importante en su obra?, le preguntaron una vez. “Claro, mi obra está hecha de experiencias pero enriquecidas por las intuiciones y los sueños”, respondió.

En 1949 decidió establecerse en León y montó un almacén de electrodomésticos y artículos para el hogar, que se convertiría en un próspero negocio. Empezó a frecuentar a poetas y profesores de la capital, que era algo que le atraía. Asistía tertulias…  Pero la literatura era otra cosa.

Al margen de los negocios, empezó a realizar otro tipo de viajes enriquecedores, en compañía de Úrsula, con quien se casó en 1951. Viajes como el que realizaron a Buenos Aires para conocer a su admirado Jorge Luis Borges.

Antonio, antes, le había escrito desde España: “Maestro Borges, voy a Buenos Aires, y me gustaría, si usted tiene un momento, que pudiera recibirme. Procuraré ser breve y no darle la lata, es un deseo que tengo, conocerle….”. No hubo respuesta. Pero cuando llegó a Buenos Aires le llamó por teléfono, y Borges le respondió encantado: “Sí, venga cuando quiera, he recibido su carta…”.

Así me lo contó el propio Pereira en una entrevista que le hice en 2008:

“Llegamos a la casa de Borges en la calle Maipú, y ahí estaba el ciego genial que justamente acababa de recibir la noticia del premio Cervantes. La asistenta le acababa de leer un telegrama con la noticia del premio, y el decía: “Está firmado por tres personas, Juan, Carlos, Sofía… ¿Y quiénes son éstos?”. Pero lo que le tenía horrorizado —vivía en un piso muy modesto, y por cierto, puesto con muy poco gusto— es que también le habían mandado un mensaje de Espasa Calpe, diciéndole que, como sabían que era muy amigo de diccionarios y bibliotecas, le iban a enviar el Espasa completo. Y estaba horrorizado… “¡Pero dónde meto yo eso!”, repetía”.

La vida de Antonio Pereira está llena de anécdotas verdaderamente curiosas. Sobre todo por cómo las contaba él, siempre tan divertido de viva voz, con su retranca y su dulce acento del Bierzo. Porque, como bien explica María Rodríguez, en el libro titulado ‘El Bierzo de Pereira’, “lo que encontramos en la obra de Pereira es el mundo visto por un berciano”.

Aquí va otra anécdota, relacionada también con sus viajes, y con el gran poeta brasileño Lêdo Ivo, que el día 25 vendrá aquí, a León, para recoger el premio Leteo. De Lêdo Ivo a Pereira le había enganchado un verso: “Piensa en la lluvia cayendo sobre los huertos hipotecados”.

Así lo recordaba Pereira:

“En Brasil conocí a un poeta extraordinario, Lêdo Ivo, alguien me había dado su dirección en Río de Janeiro, me recibió muy bien, aunque un poco cauteloso. Pero nos vimos, hablamos, hicimos amistad y al final nos invitó a su hacienda en el Mato, a Úrsula y a mí, a una finca impresionante. Allí todo es inmenso, los árboles son altísimos, las hormigas tienen un dedo de largo… y me fastidió un poco, porque estuvimos de paseo, charlamos mucho, mucho, y al llevarnos a la habitación, nos dijo: bueno, ahí está el cuarto de baño, aquí tienen de todo, y en este armarito está el antídoto contra el veneno de las serpientes, que hay que dárselo rápido y avisar que venga un helicóptero…”.

Se quedaron varios días con Lêdo Ivo, con quien hicieron una amistad grande, aunque no vieron ninguna serpiente. Pero de ahí salió,  por ejemplo, un cuento, Los ojos luminosos, que Pereira publicó en el diario El País, al verano siguiente.

Un escritor es alguien atento a la manera en que vivimos. De ese material, y no de otro, se nutren las historias.

Pero, para escribir, hay que tener oído, la literatura es cuestión de oído. Las palabras suenan, y lo que cuentan… resuena.

Y eso es lo que tenía Pereira, oído. Atendía a las historias que parecen pequeñas, anotaba las anécdotas curiosas, prestaba mucha atención a los diálogos.

Su narrativa tiene algo que ver con eso que recetaba Pavese para escribir novelas: «Uno se va y anda por ahí. Luego vuelve y cuenta alguna cosa. No lo que ha ocurrido. Un poco menos y un poco más. Así se escriben las novelas».

Pereira llamó “flecos” a esos cachitos de conversación que se quedan prendidos a veces en el oído, flecos de una vida, de un suceso, de una historia. Como en este poema, titulado, precisamente:

FLECOS

Te lo juro, hermanico, por mucho que me pagues
yo no puedo estar quince días sin verla, las sencillas
palabras quedan flotando. Tú sigues. Son feriantes.
Las vidas dejan rastro.
Eso tu madre debió decírnoslo antes de la boda,
la que habló tiene la voz delgada y ella es delgada y viva,
él va agachado de la cabeza, torpe,
se alejan, cruzan otros. Qué va saber el pobre
si le ocultaron los análisis, y este fleco es más grave,
ves a un hombre asomado a su ventana
que da a un jardín y acaso el hombre
hace sus planes sobre las rosas.
Son palabras al viento.
Pero acaso habrá una que prenda en la conciencia
del relator y quién sabe qué historia.

 ANTONIO PEREIRA
(Del libro ‘Meteoros’. Poesía 1962-2006. Calambur, 2006)

Me gusta Pereira porque es un escritor que escucha y nos escucha a nosotros, lectores y lectoras, capaces de entrar en complicidad, en conversación, en la reconstrucción de una historia que nos pertenece.

Su literatura es pan de todos, en el sentido de aquel poema de Octavio Paz del que les voy a leer unos fragmentos:

“(…) —¿la vida, cuándo fue de veras nuestra?,
¿cuándo somos de veras lo que somos?,
bien mirado no somos, nunca somos
a solas sino vértigo y vacío,
muecas en el espejo, horror y vómito,
nunca la vida es nuestra, es de los otros,
la vida no es de nadie, todos somos
la vida —pan de sol para los otros,
los otros todos que nosotros somos—,
soy otro cuando soy, los actos míos
son más míos si son también de todos,
para que pueda ser he de ser otro,
salir de mí, buscarme entre los otros,
los otros que no son si yo no existo,
los otros que me dan plena existencia,
no soy, no hay yo, siempre somos nosotros,
la vida es otra, siempre allá, más lejos,
fuera de ti, de mí, siempre horizonte,
vida que nos desvive y enajena,
que nos inventa un rostro y lo desgasta,
hambre de ser, oh muerte, pan de todos (…)”

OCTAVIO PAZ

(Del poema ‘Piedra de Sol’, publicado en 1957)

Antonio Pereira nos dejó su legado, a través de la Fundación que preside su compañera Úrsula Rodríguez, un legado que guarda sorpresas aún por descubrir.

Sé que escribió un diario durante 40 años, aunque nunca tuvo intención de publicarlo. Fue en 1969 cuando comenzó a anotar sus pensamientos y avatares, cada día, y él decía que era una lástima no haber empezado antes con esa tarea. A él le servía, pero dudaba de que esos cuadernos le pudieran interesar a nadie más.

“Esta es una incógnita que tengo que ventilar conmigo mismo. Qué hacer, si hago algo, con este diario”, me dijo en una entrevista. “Yo no salgo en la televisión, no voy a las tertulias de Luis del Olmo, no he salido del armario, aunque también es verdad que nunca entré… Y lo único que podría encontrar un lector, un comprador de mi diario, es que escribo bien, que estará bien escrito. Pero eso no basta hoy día. Además, mi diario funcionaría mejor si yo no fuera tan cauto, tan tontamente bondadoso. Soy incapaz de herir a nadie. Un rasguñín sí, pero lo que se vende y tiene éxito en un diario es morder, al estilo de Paco Umbral. Y yo tengo pocos lectores, vendo poco, soy un autor de culto…”.

Y añadió algo más:

“Me interesa mucho el rescate del mundo de la memoria, de lo que uno ha vivido… Lo que pasa es que también es un diario de intimidades, un lugar donde vuelco mis aprensiones, incluso de salud, de tal manera que si a veces me he encontrado intercadente —un término muy curioso que se emplea en Valladolid—, pues apunto allí que tal día pues tuve dos décimas de fiebre pero que al día siguiente ya estuve bien, y creo que eso no le interesará a nadie, y mucho menos si las confidencias de ese diario son ya un poco más escatológicas… Me pregunto si no será mejor dejarlo todo ahí, para que algún curioso del día de mañana sepa no sólo alguna cosilla un poco positiva y hasta me atrevería a decir brillante, que yo haya hecho, sino también mis miserias.”

Sin embargo, él sabía que uno siempre escribe para que otros le lean. Y que cada libro tiene una vida propia. Hay libros que vienen a ti, no sabes cómo, y se incorporan a tu biblioteca y a tus días.

Cuando yo tenía 15 ó 16 años, entre los primeros libros que compré está Contar y seguir, uno de sus libros de poemas. En aquel entonces yo no conocía a su autor, pero por alguna razón escogí ese libro entre otros, en la librería de Jaime Torcida, que tenía unos estantes dedicados a los poetas y escritores leoneses.

Años después tuve el privilegio de tratarle. Por eso Pereira está entre las mejores personas que he conocido y entre los poetas más queridos de mi biblioteca. Tengo Meteoros muy a mano, y de vez en cuando abro uno de sus libros de cuentos y lo disfruto de veras.

Desde aquí sólo puedo darle las gracias, al queridísimo e inolvidable Pereira, por su escritura y por cada una de las sonrisas que sigue dibujando en mí boca y en mi ánimo.

Pero yo voto porque se publiquen esos diarios en los que Antonio anotaba sus reflexiones cada día. Me interesa ese tipo de escritura, buscaría en ellos las palabras que curan. Y me reiría por algo, estoy segura, cada vez que los abriera.

¿Por qué se escribe? ¿Por qué leemos?

Yo creo que, entre otras cosas, para ser mejores, en el sentido de este aforismo de Hegel: “Cada cual cree y quiere ser mejor que este mundo (real) que es el nuestro. Quien es mejor a lo sumo expresa mejor que otros este mundo nuestro”.

Pereira está entre los mejores.

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NOTA.— Este texto fue leído en la mesa redonda titulada «La mujeres leen a Antonio Pereira», que se celebró en el salón de actos de Caja España, en León, el 4 de noviembre de 2011, en compañía de María Rodríguez, Amelia Gamoneda, Julia Barella y Carmen Busmayor. Posteriormente se editó un libro, «Las mujeres leen a Antonio Pereira» (Breviarios de la Fundación Antonio Pereira, León, 2013), en el que se reúnen las cinco intervenciones de aquel día.

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