Por VÍCTOR M. DÍEZ
Los que procedemos de zonas mineras (mi familia es del abandonado valle de Sabero, en León, cuyas minas se cerraron a principios de los años 90), sabemos lo que significa que “la empresa” llegue, ordeñe el terreno y se vaya con viento fresco dejando la tierra agujereada, los pulmones negros y pura desolación. Aparte de haber ejercido un mayorazgo que sojuzga a los habitantes, crea una población venida de muchos lugares, desubicada, como sonada al retirar su protección. A pesar del paternalismo de las compañías mineras del carbón de finales del XIX y principios del XX. Ochenta años en que parece que hicieron algo por la tierra, por la gente. Se les veneraba, eran dioses.
El destrozo paisajístico, físico y moral es tan grande que la población tiende (así ocurrió en mi tierra) a dejarse comprar por cuatro duros, promesas de nuevas iniciativas industriales que nunca llegan. Sólo silicosis, población envejecida y enferma, un medio ambiente que da asco y el saldo de los barracones. Una tierra sin alma y con el cuerpo “mancao” para siempre.
Ahora que la tecnología de la destrucción ha evolucionado hasta extremos inusitados no es necesaria la estancia de un siglo, ni el disimulo del economato ni el hospitalillo. Ni siquiera el costoso alojamiento de los colonos (Colominas, llamaban a los asentamientos). Llegan y en diez años lo destrozan todo y se piran con el oro, dejando arsénico por doquier, un paisaje lunar y si te he visto, no me acuerdo. Menos mal que la conciencia también ha evolucionado y, además de protestar por lo que ya ocurrió inevitablemente, la ciudadanía se organiza para alertar por lo que va o puede llegar a ocurrir de manera preventiva, como se puede ver en este vídeo gallego. ¡Olé! por ellos, por nosotros.
¡Que no arrasen Galicia!
Paremos la megaminería contaminante:
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