Querido diario (32)

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El cartel.

Crónica retrospectiva del «guateque» que tuvo lugar el pasado 10 de octubre para celebrar los 50 años del bar El Cuervo, en el Barrio Húmedo leonés, con Avelino Fierro y Eduardo Fidalgo pinchando discos en vinilo de los años 60.

Por AVELINO FIERRO

Ahora, unos días después, puedo pensar con más calma en ello. Y en el cuarto oscuro del pasado busco momentos semejantes. Entre ellos está aquella fiesta en los huertos, un solar en las afueras de la ciudad, un lugar que ahora ocupan las urbanizaciones. Recuerdo a alguno de los asistentes, el espacio vallado con árboles frutales, una pequeña piscina y una edificación con cachivaches y aperos. Y la noche. Y la música que sonaba en el tocadiscos. Eran, sin duda, discos pequeños de la época. Ya era muy de madrugada cuando la mayoría, muy bebidos, se lanzaron al agua.

Sí, los jirones que más destacan de esos momentos agazapados que ahora rescato de entre los pliegues de la memoria son la noche, el chapuzón de los invitados a la fiesta y una música.

Por esa época yo había visto en el cine “La Noche”, de Antonioni. Bellísimas imágenes en blanco y negro, mujeres hermosas en la casa de un aristócrata; y el baño en la piscina a altas horas. Los músicos –un grupo de jazz– tocaban como rayados, sin querer acabar nunca.

No vamos a compararnos, claro. Aquello era, en la distinción platónica, Esencia. Y lo nuestro, mera Apariencia. Aquello era un saber superior que servía de auxilio a las carencias de los mortales. No andábamos nosotros, chicos atolondrados de barrio en la España triste de los sesenta, desvelando, como en la película,  la crisis moral del neocapitalismo o una lacerante incomunicación.

Pero todo vuelve. Todo retorna, decía Nietzsche, la historia se interrumpe. Un par de fiestas de este  último verano en un pueblo cerca de aquí están en el origen del encargo. Volvía a haber en la finca un pequeño cenador y un trozo de cielo reflejado en el agua. Y momentos como en el poema de Biedma, “Vasos de vino blanco dejados en la hierba, cerca de la piscina, / calor bajo los árboles. Y voces / que gritan nombres.”

Eduardo y yo elegimos en esas ocasiones algunas canciones para “conseguir que la gente bailase y que acaso fuera feliz durante un rato (American pie)”.

A los pocos días Maite nos dijo que se cumplían los cincuenta años de que su taberna hubiera empezado a funcionar, y que pensaba hacer “algunas cosas” en los jueves hasta la Navidad. Nos invitó a que pusiéramos música uno de esos días. Vamos a ese bar a diario; somos, salvo los fines de semana, los mismos parroquianos. El equipo de sonido está en un cuartito, en la parte alta que no alcanzan a ver los clientes. Edu dijo, “venga, anímate, será un rato divertido, y vamos a ser los de siempre”. Dije que sí, con él al lado, que lleva toda la vida con todas sus noches poniendo música (“no pongo música, pongo canciones”, dice) en los bares de moda.

Cuando se iba acercando nuestro jueves aquello fue tomando forma. Pero ya no sería una música enlatada con los mismos CD’s de la fiesta del pueblo, ni nos adentraríamos de vez en cuando en el desván, entre cajas de cerveza y un tendal con ropa interior, para dejar otra selección de éxitos de la música pop: anularían el comedor de la parte de arriba y nos sacarían fuera (ya habían avisado al “chispas” para cablear y sanear), nos pondrían a la vista de todos. Íbamos a oficiar como los santones de las mejores discotecas neoyorquinas o ibicencas. Y era mejor, nos insistía Maite, que pusiéramos discos de vinilo, música española de los sesenta, como en los viejos guateques. Me temblaron un poco las piernas.

El mismo día de la fiesta tenía consulta en el hospital. Subí temprano con la esperanza de que algo raro apareciera en aquella revisión rutinaria y así quedar ingresado unos días en observación. La doctora se pasó un buen rato conmigo, en un examen minucioso después del cual me dio nueva cita para quirofanillo para el ocho de noviembre.  No tenía más remedio que acudir al sarao.

Soy un tipo ordenado. Me dije que una cierta preparación y organización me traería algo de calma. Cuando tengo que dar una charla de veinte minutos leo libros y preparo documentación para un seminario de un par de semanas de duración. Cuando voy de viaje repaso siempre la lista que mi mujer ha confeccionado. Las tiene para un fin de semana o para siete días en la playa o para safaris de un mes con pantanos insalubres y mosquitos asesinos.

 No tenía demasiado tiempo, unas diez horas hasta las diez de la noche de ese diez de octubre. Me dio un pequeño ataque de glazomanía. Tenía que confeccionar una lista de canciones. De algunas selecciones anteriores que se hacen para llevar en el coche o regalar a los amigos, ninguna servía. Además, tenían que ser vinilos de los sesenta. Entre los viejos discos de casa, de Zadie, Mario y otro par de amigos, bastaría para las dos horas a las que nos habíamos comprometido. Conseguí unos cuantos (Eduardo llevaría los suyos), pero no sabía en qué orden tendría que ponerlos; me quedé atascado.

No tenía ningún trabajo previo que me ayudase con ello. Hace años, atendiendo a algunas peticiones de amigos que llegan a los cuarenta y empiezan a estar demasiado viejos para el rock’n’roll, seleccioné algunas grabaciones de música clásica. No me quedó mal. Una veintena de referencias que me llevó decidir unos días. Esta vez tenía unas horas.

Era una lista complicada, por supuesto, más que cualquiera de las que cuelgan en la puerta del frigorífico en mi casa, hasta hace poco habitada por una mayoría de mujeres: “Comprar comida para el gato, depilarme las cejas, pintarme las uñas…”

En los índices de los discos más votados de esa época aparecen Nico y la Velvet (después de mucho tiempo he sabido por qué me gustaban algunas canciones de la Velvet. Detrás de “All tomorrows Parties”, estaba el minimalismo de La Monte Young del que Alex Ross dice que pasó su niñez escuchando la música secreta del paisaje al aire libre: los acordes microtonales de los cables de alta tensión, los sonidos penetrantes de taladradoras y tornos, los gemidos de trenes lejanos, el zumbido de los saltamontes, el sonido del viento moviéndose sobre el Lago Utah y silbando entre las grietas de la cabaña de troncos de sus padres);  el “Revolver”, de los Beatles; Dylan con “Blonde on Blonde”; Hendrix; el “Let it Bleed” de los Rolling; el “Forever Changes”, de Love; Led Zeppelin… pero nada de eso iría bien para revivir el casposo tiempo musical de la Dictadura, los años –decía Max Aub– de incienso y plomo. Además, no podía olvidar la recomendación: “españoles de los sesenta”.

A eso de las ocho llamó Edu, “Vente para aquí un rato antes, sobre las nueve, ¿vale?, así nos ponemos un poco de acuerdo en cómo pinchar. ¿Qué tal? ¿Ya tienes preparado a Nino Bravo y compañía? Es lo que mejor va a funcionar.”

Nuevo temblor de piernas, pero empecé a escribir:

  1. Canarios – Get on your knees
  2. Li Morante – Guateque
  3. Lone Star – My sweet Marlene
  4. The Rocking Boys – Twist Internacional
  5. José Guardiola – 16 toneladas
  6. Mike Ríos – Popotitos
  7. Los Bravos – Los chicos con las chicas
  8. Pili y Mili – Un novio moderno
  9. Pedro Ruy- Blas – A los que hirió el amor

Me dijo que lo mejor sería estar en el púlpito un rato cada uno, nueve o diez canciones. Y bajar, subir, beber, bailar, ir al baño, fumar, mezclarse entre el público. Yo decía a todo que sí, primerizo como era, pero me angustiaba que me dejase solo. Quería estar arropado por él en aquel predicadero. Y cobijado por los vínculos de la amistad, de la costumbre, de la vieja moral de sacristía, de la que habla Nietzsche, que hace que los desheredados tengan consuelo.

  1. Los bravos – Bring a Little Lovin’
  2. Juan y Junior – La caza
  3. Los Sirex – La escoba
  4. Billie Davies – I want you to be my baby
  5. Tommy James & The Shondells – Mony, mony
  6. Ohio Express – Jummy, Jummy, Jummy
  7. Giorgio – Looky, looky
  8. The Shocking Blue – Venus
  9. Nilsson – Without you  ¿o Eloise, de Barry Ryan?)

Era complicado. Se me ocurrían otros, pero no estaban en la pila de los amontonados en la mesa del comedor. También había algunos discos sorpresa de Fundador. En la tercera serie había algo de funky, Rubettes, Nancy Sinatra con la canción esa de las botas que a Mar le encanta, el Mao-Mao de Nino Ferrer y horteras españoles. Hice cuatro listas. Las escribí bien alto y claro, en el reverso de papeletas para las elecciones al parlamento europeo de 2004 del Partido Cannabis por la legalización y normalización, de las que conservo varios tacos desde que aparecieron en una caja de cartón a las puertas del colegio electoral del barrio. Metí los singles en una bolsa doble de Mercadona y me dirigí al bar.

Y como estas cosas necesitan cierto atrezzo, al menos algún detalle elegante que quede para el recuerdo, el día antes pensé en un cartelito para la ocasión: dos fotos que Vicente nos había hecho a la puerta de un bar, servirían.

Me puse a ello en plan artesanal, pero no disponía de tiempo. Eché mano de Javi Cardo. Le dije “las letras como aquellas de los álbumes de Makoki, y tápanos bastante las entradas con motivos sesenteros.” Al rato había compuesto el reclamo. Imprimí uno pequeño, en tamaño folio, y se lo llevé a Sara, la niña de Maite, para que lo pusiera en la puerta del bar. Quedé en llevarle otro para el tablón de anuncios, donde se perdería entre avisos de pisos para estudiantes, “stop desahucios”, fiestas de juventudes comunistas y demandas de empleo.

Cuando llegué vi en el callejón, frente a la entrada, un cartel enorme colgando como una banderola, igual a esas que anuncian una exposición sobre el tiempo de Velázquez en el Museo del Prado. En el mostrador los había de todos los tamaños, hasta para llevar en la cartera: Sara había enloquecido al ir a la imprenta. También lo había metido en el Facebook y me decía muy orgullosa que ya estaba rulando sin parar.

El bar estaba bonito: sin luces en la parte baja, el ventilador del techo giraba lento con unos cuantos espejos de maquillaje colgados que reflejaban las luces de colores de dos focos que Peperra, que tenía su espectáculo de transformismo el jueves siguiente, nos había prestado. Un telón negro cubría la barandilla de la parte alta y sobre él habían colocado un cartel con grandes letras doradas (“GUAQUETE”) y otro  con nuestros rostros.

Subí esperando ver un tocata vintage y me encontré con cientos de cables, una mesa de mezclas, dos platos y dos lectores de CDs. Tuve un pequeño y controlado infarto. Quise huir pero las piernas me pesaban y Edu me tenía cogido del brazo y trataba de explicarme. Yo había llevado algunas cartulinas para rellenarlas con mensajes de ocasión, del tipo de “el propietario del R-8 LE-38043, que haga el favor de aparcarlo bien”, “en este momento somos trending topic en Twitter”…, carteles para distraer la tensión y aliviar los tiempos muertos en caso de imprevistos: alguien que se electrocutaba, un grupo de coristas rusas (llegaron a la semana siguiente) que nos arrastrase a bailar a la pista, algún espontáneo al que hubiera que espantar a tortas, la policía local… Aproveché una para hacerme un plano. Lo pegué sobre la mesa al igual que mis cuatro listas con cinta adhesiva a mi cuerpo y esperé.

Edu empezó primero, puso de aviso el disco de Gila sobre el violinista y lo que se le fue ocurriendo. Un plato fallaba, el altavoz que teníamos detrás empezó a chisporrotear, un amigo subió y dijo que donde mejor se oía era en los baños… Cuando me tocó el turno había tomado cuatro cervezas y no echaba de menos la piscina del imaginario de mis guateques, estaba bañado en sudor. Vi que Edu abandonaba el altillo para ir al servicio. Le supliqué: Oh, Darling, if you leave me / I’ll never make it alone / Believe me when I beg you / Don’t ever leave me alone…, pero siguió escapándose por la escalera hacia el cielo y dejándome en el infierno, algo que repitió toda la noche. Por cierto, pusimos poco o nada de los Beatles, y nada de los Rolling, era un recurso demasiado fácil. Estábamos empeñados en la música española de los sesenta, preferíamos a Los Gatos Negros, a Micky y los Tonys, o a los Stop (estoy seguro de que de estos llevaba el disco con “el turista un millón”, pero no estaba en su sitio. Y es que a nuestro lado subieron y revolvieron todos los que quisieron: Tacho, que con su mejor intención sacaba los discos de las fundas para limpiarlos con ginebra y los iba dejando por allí; alguna morena a pedirnos cosas, quiero decir, canciones; un par de amigos empeñados en …).

Mis listas me ayudaron justo hasta la mitad de la segunda serie. Ahí, con más cervezas y tanto revuelo, se acabó el orden. Pero abajo la gente bullía, bailaba y reía. Gus braceaba, cantaba y se hacía con el personal. Hasta uno de mis cuñados se había separado de la barra y tarareaba el “que se mueran los feos…”. La música, música de las esferas, matemática sonora, seduce con su belleza, con las leyes de la armonía, incluso a quienes las ignoran. Aunque sé que eso se predica de otras músicas menos ratoneras, menos simplonas. Pero no lo tengo claro, igual hasta el mismísimo Nietzsche, viéndonos en aquel fregao, nos habría dado la razón: “Excitar sentimientos: esto lo puede hacer también la mala música”.

Teníamos contratado de 10 a 12 (como en un viejo guateque adolescente para volver pronto a casa), pero seguía entrando gente. A las tres de la madrugada llegó un nutrido grupo de Astorga que comisionó al más grandullón, que subía dando tumbos y nos pedía insistentemente “Cartagenera”.

Sucedieron muchas más cosas, todas imaginables; algunas vamos a  callarlas.

Han  pasado unos días. Un rato antes de venir a casa a redactar esto, Marta Martínez me dice que en el Festival de Órgano han actuado Marcel Pérès y el Ensemble Organum. Edu y yo nunca actuaremos en la Catedral, pero nos han salido ya dos “bolos”: en un pub de Villablino el primer viernes de noviembre y una despedida de soltera de una niña bien en una gran casa de las afueras. Mira tú por donde: Un remake, otra vez “La notte”, con piscinas, mujeres como Lidia (Jeanne Moreau) y Valentina Gherardini (Monica Vitti) y músicas celestes. Todo vuelve, todo vuelve. Aunque nosotros hemos cambiado.

9 Comentarios

  1. Fantástico, querido Avelino, como siempre, en fondo y forma. Y por cierto, ¡de un guateque así se avisa…, guapo!
    Un beso.
    Pilar (Huidobro)

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  2. Os contrato!!.
    Brother Javier, preparó una selección para una fiesta: Cold Play, Munford and Sons, Radio Head, Belle and Sebastian….. exquisiteces. Conversación animada, palmaditas, canapés, poco baile (¿quién puede moverse con The boy with the arab strap?). Brother levitaba hasta que un invitado coló de rondón al fary con su torito. Creo que J. rompió relaciones.
    Qué bello es León
    Purification

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  3. Felicidades por sacar los vinilos del armario, hay cosas que hay que hacerlas así, a la antigua usanza. Yo escucho vinilos todos los días al levantarme, aunque de música clásica, lo de bailar no lo practico mucho (por el momento).
    Un saludo.

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  4. Avelino, esta entrada es una joya, como una buena receta de paella para el fin de semana. Un buen guateque es una catarsis, lo era en los 60 por otras razones, y lo es ahora. Todo vuelve, sí, tienes razón, lo peor, y también lo mejor.

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  5. Aunque era consciente de la existencia de tal evento, coincidió que andaba por tierras de ese Caceres tan bonito como desconocido, pero me acordé mucho de todos vosotros ese día. Felicidades para ambos por el exito obtenido, suerte con los bolos que no dudo tendreis y una felicitación a mayores para Avelino, pues con esta narración, me has hecho vivir y sentir como si hubiera asistido.
    Un fuerte abrazo para todos.
    Chefo

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  6. Me ha gustado el punto de partida de «La Noche», para narrar el evento. Estaba enterado, pero le he cogido encanto viajar a Valladolid y entre dejar tiempo para escuchar la lluvia y ponerle colores al lienzo del otoño se me esfumó la noche mágica del «Cuervo». Además la entrada era rigurosamente restringida si a la puerta estaban GUS y TACHO. Un abrazo. Sendo.

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  7. Recuerdo, a pesar de la pérdida continua de neuronas, las tardesnoches de besosabrazos en la oscuridad; de aquellas aportaciones individuales de singles. Los cándidos y romanticones venían con su Adamo atrapado por donde frunce el ceño la axila; otros preferían a Manfred Mann, algunos se decantaban por el entonces ya decadente Little Richard… Yo prefería ser pincha, al otro lado de la habitación… Era más interesante, siempre había una chica solitaria que se sentaba a tu lado… Pasados los años, cuando leí «El Jarama» de Rafael Sánchez Ferlosio, me dí cuenta que todos habíamos escrito en nuestro cerebro algunos «jaramillas». Unos se refugiaban en espacios al aire libre; otros, en cambio, nos ocultábamos en habitaciones oscuras prestadas. Todos nos dirigíamos hacia el futuro para escapar de aquel presente secuestrado por el pasado. para probar la dulzura de otros labios, de unir los sudores, de compartir los desencantos… Los que fuimos emigrantes sabemos que ese pasado nunca nos va a retornar, es más lo escondemos profundamente, allá donde nadie lo pueda revivir. Encontrarme con la resurrección de un «guateque», imaginarte rodeado de vinilos, de amigos que también lo fueron… me produce una tremenda envidia. El saber que no necesitas escudriñar para acordarte del nombre y apellidos de aquellos amigos que solo lo fueron… me produce desasosiego

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