
La séptima crónica del TESLA, Festival de experimentación sonora en tres jornadas y un epílogo celebrado en León del 19 al 21 de febrero es retrospectiva y lleva la firma de alguien que asistió como público pero que además intervino como participante en el concierto que ofreció Jaula 13 en el Museo de León.
Por VÍCTOR M. DÍEZ
‘Preferiría no hacerlo’, respondía el bueno de Bartleby* a cada nuevo requerimiento de su patrón, hasta dejarse morir. Así yo, les daba todo tipo de argumentos a los Teslitas (que en su idioma eran ‘excusas baratas’, parece ser): mal cronista sería yo, les decía, si hiciese crónicas de lo que no he llegado a ver, oír y sentir al completo. Y ése era, en verdad, mi caso. Alguien que participó en la promoción, que asistió más a los prolegómenos y al epílogo que al ‘mondongo’ central del asunto; que acaso se infiltró en el ‘off’, que fue ocioso en la barra del callejón, que gastó sus vales de comer sin hambre y pulió en la reventa su programa, que participó en un concierto como invitado… en fin, la crónica de un desastre mío al que se le pide que cuente un éxito de ellos, los Teslanos, habitantes de otro mundo cabal y laborioso hasta el paroxismo.

Sí, todos estaban allí, sin parar de trabajar, dejándose la piel: el pinzas, el pavo y el bizcocho de jengibre* y otros que no nombraré por respeto a sus familias. Comí su comida y bebí de sus caldos, traídos de ese planeta suyo que debe ser como un bazar mnemotécnico. ¿Marchandaising? No, tarjetas de visita, publicidad de su mundo. Un mapa con extraños nombres e indescifrables convocatorias, al que ellos llamaban ‘programa’, bolsas delgadas y con bigotitos que llevan tatuada la clave para poder volver, trajes espaciales que parecen camisetas para soportar la descompresión, fotos de otros seres que están entre nosotros como si fueran humanos…

Ahora empiezo a entender. La primera convocatoria me llamó la atención. ‘Ven con tu familia’, me dijeron, ‘y no lo comentes con nadie’, me dijeron. Otra getada secreta de estos, pensé. Pero solo pregunté ¿Dónde? A un camino en un descampado entre las viñas donde, ahora me doy cuenta, no vimos a ningún ser humano. Recibirás nuestras instrucciones en el mismo momento. Solo estaban ellos y yo llevé a mi familia. Tiemblo al pensar el peligro que corrimos, mi hija, mi compañera y yo. ‘Traed un balón’, me dijo el que parecía el jefe ¿No les parece sospechoso? Cómo no me di cuenta de que aquel era el lugar elegido para que aterrizasen sus naves. Ni siquiera puedo decirles el lugar exacto. Se las arreglaron para que tuviésemos que entrar en varios caminos con nuestro pequeño automóvil, vueltas y revueltas, explicaciones incomprensibles. Un verdadero laberinto, se lo aseguro. Lo que parecía una mala comunicación era una treta para borrar nuestra conciencia del camino, para cegar nuestra orientación. Lo que allí hicimos sobrepasa nuestro entendimiento. A la vista de los resultados, debimos estar allí mucho tiempo, quizás días. Lo que a nosotros nos parecieron apenas dos horas y media no se corresponde con todo el trabajo que se sacó adelante. Y en ese tiempo comimos chorizo, queso, salchichón y una tortilla que no era de este mundo. No se dejen engañar, ese clip que ustedes vieron, las fotografías, el vestuario, el sonido, los cuerpos desnudos… Todo aquello fue una alucinación, un mal sueño, cosas del maligno.

Vamos, una de Bradbury. El bueno de Ray sabía que nada podría espantarnos más, al llegar a otro planeta lejano, que encontrarnos las réplicas de nuestros seres queridos. Y eso exactamente fue lo que empezó a suceder en este llamado subrepticiamente ‘Festival de experimentación sonora’. Allí estaban todos, réplicas perfectas de Toño e Iriso, que daban el pego totalmente. Recién sacados de la inefable movida. ¿Cómo lo consiguen? A mi cara de cable pelado se le subió la palidez y me vi en el Toisón, en la Mandrágora, en la buhardilla del CCAN, en la Tropicana… ¡Oh, my god! Bailando y la coctelera agitando, llena de coca y vermú, una vez más. ¡Ajá! cuando les fui a dar un beso y felicitarles y agradecerles por el ‘viaje’, supe que no eran ellos. Toño no se acordaba que hace treinta años hicimos en ese mismo espacio una performance poético-musical en la que participó e Iriso estaba riéndose como si no le doliese el estómago y, además, no iba de negro. ¡Qué tongo! Pero he de reconocer que estaban muy logrados: temas propios, algunos de amor en fuga, psicodelia, el modelo de marquitos… En fin, los detalles muy cuidaos.

Los portugueses también eran de pega. A mí que no me jodan, que yo he vivido allí. Y nadie dice una palabra más alta que otra. ¿De qué planeta venían? Vamos díganselo a la gente: esas distorsiones, ese cambiarse de instrumento, esa iluminación, ese nombre: ¿Duas semilcolcheias invertidas? Un sin dios para los oídos más audaces.

¿Y Ainara? Conozco a Ainara (Legardon) hace años, he sido compañero suyo en orquestas de improvisación y compartido militancia en la clandestinidad. La conozco bien. Sé que, desde siempre, hace la peculiar voz de su madre como si fuese Anthony Perkins en Psicosis y cuenta historias sobre un novio imaginario que es muy vasco y sabe poner firme a las ovejas. Esa no era Ainara, vamos, a mí no me la dais. Por mucho que contrataseis a un novio y a una madre de pega. ¿Dónde estaba la guitarra?, ¿eh? ¿Dónde estaba su guitarra? Nunca separa de ella. Esa mujer llena de micros y que era capaz de transitar todas las voces como si fuese un puñetero sintetizador, no era mi Ainara. Cuando la fui a besar, pude comprobar que lo suyo no era humano, un concierto humanoide, eso era. Es imposible hacer eso, mujer, estando viva.

Y qué decir de Hara Alonso. Un puro invento. Ahí se os fue la mano. Venga, decimos que es de Astorga, total quién lo va notar. Un pequeño sentido de la verosimilitud en los guiones, please. Juan Luis –que no la conocía, era el que la había propuesto-. Tú, di que es muy buena y que la encontraste en Ucrania o en you tube, danos una justificación (¡colaboracionista!) Además traíais dos, por si acaso. Como se os rompió la del primer día con tanto gritito, tuvisteis que sacar la versión mejorada para el Albéitar. Buah, lloré en ese concierto. Qué delicadeza, qué intuición, qué danza sobre los teclados, qué escucha, qué reacción… De Astorga, dicen. Sí, cuando la voy a felicitar me dice. Hombre, mi ‘alter ego’ ¿Qué era, una clave galáctica? Salí huyendo despavorido y ella detrás (claro, como sales en mi cartel y mi madre me pregunta quién eres, que por qué no nos hacíamos otra foto juntos. Anda, tía, y vuelve a tu planeta).

Qué decir, sin embargo, de aquellas cosas que programasteis en las que yo me vi involucrado en primera persona o me tocaban de muy cerca. Un puro Mcguffin. Una maniobra de despiste para mantener a este cronista entretenido ante tanta falsedad. Jaula 13, bajo la dirección del maestro Rodríguez, Don Ildefonso, desmintió eso de que este Festi va solo de cables y enchufes. Encina mediante, aquello fue el jeroglífico que desmiente el orden y pacifica el caos. Nada más natural que el lenguaje desaprendido y libérrimo, aunado por ejecutantes responsables de su composición en una clave antiacadémica. Que celebra la vida, el humor y el arte libre. El concierto empezó con la ausencia de uno de los saxofonistas, que se dedica al transporte y que traía una maleta, y que llegó tarde porque se confundió de museo… Y así todo el rato, hasta crear una pieza llena de viveza, danza, poesía, vida y humor sano. Me gustó esta muchachada. Escribí la crónica desde dentro.

Lo del Mayal, un éxito. Hubo pitos, orejas y rabo. Todas y todos se entregaron a la droga que es su labor con Javier R. de la Varga y consiguieron que el tránsito fuese tan interesante como el proceso mismo. Había carne en la sutura, no solo por la ‘desnudez’ de las creaciones que abismaban y llenaban de extrañeza, sino por la selección de textos y situaciones. Muy nuestros, muy de la tierra éstos artistas, no como vosotros, Teslitas.

Qué decir de lo que ocurrió en el Musac el domingo in the morning. No pude asistir. Y no porque últimamente vea yo que no es mi lugar. Ese empeño mío por creer que soy un artista contemporáneo se me tiene que ir quitando. Si ya hasta los de seguridad, todos muy buena gente menos uno, me lo hacen ver con sus movimientos de cabeza: ¿Otra vez por aquí? Ande que… Y ¿qué le voy a hacer? Ya sé que no soy lo suficientemente femenino, ni lo suficientemente homosexual, ni lo suficientemente joven, aunque yo me sienta un poco de las tres cosas ¿Cómo explicarle, doctor? Que no, mira, que eres el típico varón, heterosexual, ya un poquitín mayor… No vengas más por aquí y quítate el pendiente. ¿O será que lo que hago es una puta mierda? Yo me lo digo todas las mañanas, pero luego me lavo la cara y… Ahí voy. Bueno, a lo que íbamos. Que no pude asistir por otra movida en la que andaba involucrado. Pero que no me hizo falta ir para saber lo que allí ocurrió, que son muchos años trabajando, admirando y aprendiendo de estas artistas: Chefa Alonso y Cova Villegas. Cuando has estado más de doscientas veces en escenarios de todo el mundo haciendo música con ellas (desde Huesca a Sao Paulo, desde Liverpool a Bucarest y desde Zamora a Toulouse) pues es fácil saber que, en el discurso percusivo mínimo de Chefa, encaja a la perfección la voz de cajas chinas de Cova, buscando una salida, que ella no quiere encontrar; la una teje la tela, la otra cae enferma de belleza y uno no sabe ya quién es una y quién es otra en el poema lleno de pétalos y de canicas.

Nada diré los Djs, muchos y buenos, que participaron porque es que no pude compartir su vacilón. Gracias a los bares por dejarme aun entrar a pesar de mi condición de género, sexual y de edad. Y con el poco dinero que me deja lo que hago, aunque preferiría no hacer. Gracias Colibrín, Santo Martino, La Galocha/Delicatessen, Dickens, Babylon, Gran Café. Gracias.

Preferiría no hacerlo, sí. Quizás ustedes también preferirían que no me hubiese molestado. Pero si lo he hecho, ha sido solo por dos razones. Me querían quitar la puta pulsera de Tesla (y Guadalupe me miró con esos ojillos) y para avisarles de que están entre nosotros y que amenazan con volver cada año. Como si fuésemos, nosotros, nuestras mentes, nuestras almas, una vendimia suya que vinieran a recoger cada tanto. ¿Qué, a humanos? Les he oído decir. Cierren sus puertas y ventanas. ¿No me creen? He visto al Canario, a David y a Genzo derribar naves más allá de Orión. Y a Carlos, Fandiño, Sonia Pacho, Manu, Andrea, etc, liarse otro a la puerta de Thanhauser. Pero todo esto son recuerdos que se perderán como lágrimas en la lluvia. Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii

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Nota: (*) Narra la historia de Bartleby, el escribiente, contada a través de un abogado de nombre desconocido que tiene su oficina en Wall Street,Nueva York y que, según sus propias palabras, «en la tranquilidad de un cómodo retiro, trabaja cómodamente con los títulos de propiedad de los hombres ricos, con hipotecas y obligaciones». Tiene tres empleados, apodados Turkey («Pavo»), Nippers («Pinzas») y Ginger Nut («Bizcocho de jengibre»). Turkey y Nippers son copistas, o escribientes; Ginger Nut, de apenas doce años, es el chico de los recados. Como los dos escribientes no son suficientes para hacer el trabajo de la oficina, el narrador pone un anuncio para contratar un nuevo empleado. Bartleby se presenta y es contratado de inmediato. Su figura es descrita como «pálidamente pulcra, lamentablemente respetable, incurablemente solitaria».
El narrador asigna a Bartleby un lugar junto a la ventana. Al principio, Bartleby se muestra como un empleado ejemplar. Sin embargo, cuando el narrador le pide que examine con él un documento, Bartleby contesta: «Preferiría no hacerlo» (I would prefer not to, en el original) y no lleva a cabo la solicitud. A partir de entonces, a cada nuevo requerimiento de su patrón, contesta únicamente esta frase, aunque continúa trabajando en sus tareas habituales con la misma eficiencia. El narrador descubre que Bartleby no abandona nunca la oficina y que parece que se ha quedado a vivir allí. Al día siguiente, le hace algunas preguntas, pero Bartleby responde siempre con la misma frase. Poco después, Bartleby decide no escribir más, por lo que es despedido. Pero se niega a irse de la oficina.
Incapaz de expulsarlo por la fuerza, el narrador decide trasladar sus oficinas. Bartleby permanece en el lugar, y los nuevos inquilinos se quejan al narrador de su presencia. El narrador intenta convencerlo de que se vaya, pero no lo consigue. Bartleby es finalmente detenido por vagabundo y encerrado en la cárcel. Allí, poco después de la última visita que le hace el narrador, se deja morir de hambre. En un breve epílogo, el narrador comenta que el extraño comportamiento de Bartleby puede deberse a su antiguo trabajo en la oficina de cartas muertas (las no reclamadas), en Washington D. C.
