
Avelino Fierro —autor de entregas agrupadas bajo títulos como “Querido diario”, «Calendario», «Desde mi celda», «El cuaderno naranja» o «Días de 2021» y «Días de 2022»… continúa con su sección «Días de 2023»…
Por AVELINO FIERRO
En el hospital. Notas dispersas.
28 de octubre. 16:30 h. No sé si es el tercer día. Aquí el tiempo se estanca a veces, juega al despiste, acelera o se pega a las horas como un coágulo de alquitrán. Llegan el hermano y la cuñada de Julia, nuestra vecina de habitación. Julia agoniza. He oído que le administran morfina. Él tiene Alzheimer. Coge a Julia de la mano. Ninguno de los dos parece enterarse de lo que pasa. Es una escena tierna, triste, casi absurda. La cuñada es una mujer enérgica, resuelta. Pasea nerviosa por la habitación. Me mira y mira mis libros sobre la pequeña mesa.
Durante todo el día ha hecho mucho viento, tanto que no ha dejado que las finas gotas de lluvia que han aparecido algunas veces lleguen a posarse; ha jugado con ellas, las ha zarandeado, ha dibujado remolinos en el aire.
17:25. Entra en la habitación una nueva cuidadora. Julia tiene un ejército de ellas. Me dice que se llama Radat. “Como Rabat, pero con d”. Me llega un wasap con un enlace a un artículo de J. Nistal. La ilustración es un Moisés con las tablas de la ley. Su título: “Cómo se produjo la humanización de la justicia divina: su trascendencia penal y penitenciaria”. En ocasiones, el Derecho positivo parece estirarse hasta tocar con los dedos la Divinidad pensando en que allí puede encontrar algo. Lo leeré cuando vuelva a casa.
17:58. He levantado a mi madre de la silla, la he puesto de pie unos instantes. La he agarrado fuerte. Estábamos abrazados. Le digo que podíamos echar un baile, despacito, como aquellos de las verbenas del pueblo. Ha sonreído.
Un par de minutos después soy yo quien sonríe al leer la definición que del Brexit hace Martin Amis: “…una mazorca de maíz peluda balanceándose sobre una calabaza de Halloween”. Esto justo después de un hilarante retrato de Donald Trump. Esos retratos podrían combinarse, y Trump bien podría ser esa mazorca peluda.
En un texto en cursiva, Amis advierte al lector de que está de gira en Alemania promocionando otro de sus libros. Es la Navidad de 2016. Y que a continuación vendrá un relato autobiográfico, Oktober.
En las veinte páginas siguientes cuenta que está en Múnich; se celebra el Oktoberfest, y la ciudad recibe a seis millones de visitantes y a cientos de refugiados.
Los asistentes al Festival bailan sobre las mesas pisando fuerte. A eso lo llaman schunkeln, y se cogen del brazo y se bambolean mientras cantan. Eso se lo explica el fotógrafo de la gira promocional.
También recuerda Amis su primer encuentro con Frau Merkel en la cancillería, donde llega acompañando a Tony Blair. “Angela había sido la primera capaz de gobernar como mujer”.
Y dedica algunos párrafos a Nabokov y sus cartas a Vera. Otros refugiados, en otro tiempo, huyendo de los bolcheviques a través de Crimea. La prosa de Nabokov, “llena de humor, flexible, ilimitadamente inquisitiva y enérgica”.
La ciudad exterior –sus calles– se muestra al final del relato, en una carrera apresurada hacia el ferrocarril que lleva al aeropuerto, con su guía y el fotógrafo, porque no hay ni un solo taxi en la zona.
He recordado nuestros viajes muniqueses. Las cervecerías, los museos, los escaparates, la zona del barrio chino cercano a la estación, donde nos alojamos en una ocasión; aquel restaurante hindú con tres o cuatro mesas, el diálogo Oriente-Occidente.
Releo una frase sobre el incierto destino de los refugiados: “Así pues, muchos posibles futuros hacían cola y maniobraban para nacer. A su debido tiempo, uno de ellos se liberaría y se elevaría desmarcándose de los demás…”.
En otra nota explicativa para el lector, dice que esa gira promocional incluyó a España. Sin duda sería de aquella fecha en que yo tengo firmado su libro La información.
Son las ocho menos diez. Han traído la bandeja de la cena: crema de calabacín, crema de bacalao, yogur.
El libro de M. A. me está ganando. Hace días pensé en hacer una comparación que hoy me parece obscena. Había visto en la televisión un documental sobre el grupo musical Oasis. Y por momentos pensé que los hermanos Gallagher hablaban como Amis escribía, comportándose y farfullando como ingleses “de toda la vida” que son. En las primeras páginas del libro todo eran conversaciones con una de las ex novias, mayor que él, que le mantenía a raya en las cuestiones de cama, le tenía semanas sin correrse. Y aparecían muchas notas intrascendentes a pie de página. No había hilo alguno que tejiera la narración, aquello parecía la prosa desquiciada de un adolescente. La llegada de Oktober –he tenido que esperar a la página 281– ha hecho que todo mejore.
Son las 21:45. Sigue el viento cimbreando –a veces muy violentamente– los prunos. Hay un árbol ornamental con radiantes tonos amarillos. Quedan ya pocos coches en el aparcamiento. Cierran a las diez, y hay que salir por la zona de Urgencias. Voy a dejar esto un poco recogido.
El libro está sobre mis piernas. Parece un objeto sexual, se mantiene abierto, sus hojas vibran levemente; voy leyendo por la mitad de sus páginas. Toda la vida cuidando de ellos y ahora veo que se adaptan a estas posturas –incómoda la mía, incómoda la suya– con una neutralidad que yo desconocía.
Pienso en el gasto de guantes. Se cambian en cada habitación. Dieciséis habitaciones sólo en esta ala, seis limpiadoras, seis buscadoras de venas (Ávida vena, Antonio Gamoneda), tres veces al día, dos enfermos por habitación. Pienso en los árboles: prunos, acacias pequeñas, y este árbol antiguo lleno de fulgor como un brillo de esperanza. Él y el depósito de agua que está en el centro del parking, de hermosa arquitectura, son nuestros dioses tutelares, una divinidad terrena que nos guarda.
Vamos a cenar con Ó. y M., a beber un vino rico y a comer castañas asadas. Su casa es abuhardillada, hay chimenea y objetos elegidos con gusto. Las gotas de lluvia tamborilean en el tejado, a veces agresivas, como nuestros bailarines bávaros del Oktoberfest.
El fuego de la chimenea nos ensimisma. Volvemos a casa. Rachas de viento y lluvia. En la plaza de la Colegiata unos tunos, ajenos al mal tiempo, cantan una canción que me gusta, una tonada sudamericana quizá.
Un recuerdo: L., que vivía lejos y visitaba ocasionalmente a su hermano en el hospital público, me contó que había llegado a confeccionar un archivo mental radiografiando la ropa interior de las enfermeras. Eso es cierto. Pues yo también tenía esas visiones en mi último ingreso con úlceras estomacales sangrantes. De esto hará ya casi treinta años. Ella era algo mayor que las otras, llevaba el bolígrafo sujeto por un cordón rosa zigzagueante, unas braguitas mínimas que se transparentaban por el pantalón azul de su uniforme. Era hermosa, elegantísima, de voz grave. Me daba mucho apuro cuando me ponía y retiraba la plancha para defecar.
Yo era una piltrafa, ella algo olímpico. No podía pensar ni en la posibilidad de enamorarme. Pero si la hubieran cambiado al turno de tarde, puede que en algún momento de algún anochecer, en esos últimos instantes antes de apagar la luz, inducido por el cansancio, la ensoñación y el cóctel de medicamentos y ansiolíticos –estaba deprimido, pensaba que nada saldría bien– puede que me hubiera atrevido a cantarle aquella canción de La Mode: “Tú eres mi enfermera de noche y siempre estarás a mi lado”.
Aquí los uniformes de las enfermeras, también de color azul claro, no dejan traslucir nada. Son, diríamos, más ásperos. La titularidad del hospital pertenece a una orden religiosa. Sólo puedo recrearme en su forma de caminar cuando se alejan por el pasillo. He elegido a una de ellas, pelirroja, creo que se llama Patri.
Hay otra diferencia; los baberos de los enfermos. En aquel hospital son de tela y se atan por detrás. Aquí son unas finas sabanitas de plástico que hay que rasgar por una línea de puntos para abrir un hueco por el que se introduce la cabeza. Dejan luego a los lados del cuello unos picos graciosos que semejan una pajarita. A veces le he dicho: “Te queda bien el babero, mamá; estás elegante”.
Al día siguiente, retomando a Amis, siento deseos de leer a Saul Bellow, cuando M. A. cita un párrafo de su novela Herzog, de la que Amis extrae un paralelismo entre la demolición de un edificio y los estragos que el Alzheimer está haciendo en la vida de Bellow.
Y en la página 333, dice sentirse mejor cuando se concentra en recuerdos concretos en vez de revolcarse en la aflicción. Yo también sentí esta mañana la necesidad de hablar y recordar. Había visto que en la primera habitación de nuestro mismo pasillo había un nuevo ingreso, y reconocí al acompañante, mi amigo R. No sé por qué comencé –después de darnos novedades médicas de nuestros familiares– a hablar de la época del colegio. Ah, quizá porque me acerqué a dejar bien alineado uno de los cuadros del pasillo, un paisaje de esos de mueblería, feo.
Sí, le dije que sabía ver cuántos eran los milímetros de la errada inclinación. Que en el colegio me ganaba buenas pesetas haciendo para otros compañeros láminas de dibujo lineal, algo que aborrecía porque me gustaba más el dibujo artístico. Era complicado; muchas veces una gota de tinta arruinaba toda la tarea y había que eliminarla rascando y rascando con una cuchilla.
Ocurrió que en una ocasión, uno de los alumnos, torpe en muchas cosas, presentó una de mis láminas. El profesor no se lo creyó. Le pegó varios tortazos, pero él insistía en que era obra suya. Al final confesó que no la había hecho él. Yo comencé a temblar pensando en que me delataría. A la tercera tanda de golpes confesó: “Me la ha hecho mi tío”. “Pues dile a tu tío que venga a hablar conmigo”. “No puede, profesor”. “Cómo que no puede”. “No, ya no está aquí”. “Cómo que no, dónde coño está”. “Está en América”.
Yo cobraba entre quince y veinte pesetas por lámina. El resto del Curso fueron ya gratis para él. Todas con algún pequeño defecto, pero suficientes para aprobar. Mi precisión técnica se ajustaba a la presión ambiental.
Ese pensar en cosas concretas no es por la enfermedad de Bellow, sino por la de su amigo Christopher Hitchens. En la página 337 he dibujado un avión que va y viene; en él comienza Hitch su tratamiento en Houston. Y en nota al pie aparece referenciado su libro Mortalidad: “Quizá el mejor libro escrito nunca sobre la muerte”, se lee en el fajín promocional. Finalicé su lectura el 20 de enero de 2013. “El nuevo país es bastante acogedor a su manera… tiene un idioma propio –una lingua franca que consigue ser insulsa y difícil y tiene nombres como ondansetron, un medicamento contra las náuseas–, así como algunos gestos perturbadores a los que hay que acostumbrarse”. Y en la página 344 se nombra la célebre teoría de las cinco fases del duelo, de Elisabeth Kübler-Ross (negación, ira, negociación, depresión, aceptación).
Hoy hay crema de arroz con verdura y crema de fogonero. Le doy de comer. Limpio con cuidado, porque la cara y labios están arrasados por un herpes.
Voy a la oficina a imprimir la ponencia sobre menores y redes sociales. Es domingo. Salgo del despacho a las 14:30 y en el bar de Agustín ya están los hinchas jóvenes de la Cultural con sus cánticos de guerra.
El lunes vengo a darle el desayuno a las ocho. Vuelvo a la oficina, tengo juicios. El primero de ellos lo es por coacciones a su ex pareja. Él había entrado a hurtadillas en la casa en alguna ocasión; en una de ellas le había dejado una botella de vino y una nota pidiendo que lo reconsiderase, que volviera con él, que la seguía queriendo. En otra, había depositado una nota en la cajita de productos de higiene íntima: “Ese culito y ese coñito que tantas veces he comido yo”. Brasileños blancos y guapos. Una pareja perfecta. No sé qué pintaba aquí el Derecho Penal, ni todos los demás que estábamos en la sala de vistas.
Vuelvo por la tarde al hospital. Llueve a ratos, luce el sol. El corazón del día tiene también sus altibajos. Se han llevado a la compañera de habitación. Abro puerta y ventana para ventilar, pero al rato una enfermera me advierte que tenemos que permanecer aislados –hay un cartel en la puerta que yo no he visto– y tengo que ponerme bata verde, gorro, mascarilla y guantes. No me explica el porqué.
Aquí estoy, mirándome al espejo. Un doctor Barnard cualquiera. Atuendo adecuado a mi lectura: Hitchens está en tratamiento en “Villatumor” y allí lo visita Amis. Tras el chute de sincrotrón de protones y la quimio se queda adormecido. Amis le dice: “Apoya tu cabeza dormida, mi amor”. En la nota al pie de página se dice que ese es el primer verso del poema “Lullaby” (Canción de cuna), de W. H. Auden. Hay dos poemas de Auden con ese título. Y yo no lo recordaba precisamente así. He ido a buscarlo, una vez en casa.
Duerme, amor, pon tu cabeza
tan humana, en mi infiel brazo.
Quema el tiempo con sus fiebres
la belleza irrepetible de
la niñez pensativa –la tumba
nos demuestra que es efímera–:
pero descanse hasta el alba
en mis brazos la criatura,
mortal, culpable. A mis ojos,
absolutamente bella.
El inicio del otro poema del mismo título, incluido en el libro Gracias, niebla, es como sigue:
Mitigado el estruendo del trabajo,
declina un nuevo día
y sobreviene la oculta oscuridad.
¡Paz! ¡Paz! Despoja tu retrato
de irritación. Descansa.
Tu rutina diaria está cumplida:
has sacado la basura,
has contestado algunas cartas engorrosas
y pagado el envío a reembolso,
todo frettolosamente.
Ahora tienes licencia para reposar,
desnudo y ovillado,
y yacer en tu cama, disfrutando
de su grato microclima:
Canta, Bebé Grande, canta una nana.
En los dos dibujé a durmientes. Lectores adultos que sobre una mesa llena de libros apoyan su cabeza, rendidos por el cansancio. Esas lecturas y dibujos son del año 2000; la niñez con todo su atractivo, su impronta fulgurante.
En la página 376 he subrayado el párrafo que sigue. Luego, he dado gracias a Dios y al Estado de Bienestar y a la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios.
“En el viejo país [Amis es inglés] apenas se habla del sistema de asistencia sanitaria, pues es gratuito; en el nuevo se habla sin cesar sobre el sistema de asistencia sanitaria, pues interviene en dos tercios de todas las ruinas económicas individuales”. Y un par de páginas más adelante escribe sobre los días previos a la aprobación del Obamacare (la Ley de Asistencia Sanitaria Asequible, de 2010).
Así que si todo sale bien aquí, antes de abandonar estas instalaciones dejaremos en el control de enfermería botella de champagne, caja de bombones y reverencias.
Ha menguado la luz exterior. La de la habitación es escasa y mis ojos están cansados. No puedo leer bien esta nota al pie, en la que se habla de Dickens y Updike. Me levanto, salgo al pasillo, vuelvo. Me fijo en los ojos del Cristo del crucifijo, hundidos en sus cuencas. Qué mala cara.
Nos hemos ido turnando para cuidar a mi madre. Y ha venido algunos días mi hermano Javier desde Salamanca. Es el que parece adaptarse mejor a ese dormir sin pegar ojo, a esas incomodidades. Ha seguido teletrabajando aquí. Mar se quedó la primera noche, y alguna mala postura la dejó casi imposibilitada. Le hemos asignado los turnos de mañana. Mi hija Marta acudió un día con una bolsa enorme rellena de mantas, pijamas y zapatillas amorosas. Yo la vi venir un poco antes de las diez de la noche y pensé que con aquel equipaje había abandonado para siempre su casa.
Porque falta el capítulo de los acompañantes; capítulo aparte. El de los familiares de Ángela, nuestra primera vecina de habitación. Sus nietos, uno que tenía un rebaño de cabras, y el agente forestal, con novia salmantina; Javier, el dandi, casi de mi edad, al que conozco de vista y que al parecer no pertenece a la familia y está dedicado a acompañarla. Las cinco cuidadoras profesionales que tenía Julia. Los que veo en los pasillos: el tipo que viene a la última habitación, de voz campanuda, que parece el dueño de esto y de todos nosotros; la rubia de enfrente, que parece rusa, y a la que he visto ayer con una camiseta fucsia que anuncia una maratón a favor de las mujeres con cáncer de pecho y que no saluda ni a dios; los dos gemelos de un poco más abajo; la chica alta con cara de soltera y de hija única y por ello la única que cuida a su padre, un hombre de dignísima elegancia en la mirada y en los pocos movimientos que le son permitidos, que lleva un batín “de esos de antes”, de casa con criadas antiguas y muebles de maderas nobles y armarios en sombra que huelen a alcanfor cuando los abres.
El hablar de todos ellos sería el ejercicio que más convendría a la escritura, donde se vería si uno tiene talla de narrador. ¿No hacemos quienes escribimos, fabulaciones a diario cuando paseamos por la ciudad y vemos personas y rostros, ventanas altas –Ventanas altas es el título de un libro de Larkin, el poeta, que está también muy retratado en este libro de Amis– iluminadas en la noche, una silueta tras las cortinas, una mujer que piensa en alguien que no es su pareja y sueña en tener a su lado una vida mejor?
Reparo en que estoy escribiendo en unas cuartillas sueltas que he arrancado de una libreta que había en casa con el anuncio de un medicamente impreso en su parte superior. Algo muy adecuado a este lugar y a este momento. Habitación 326, O9:00 a.m., martes, 31 de octubre.
Muchas de las páginas del libro de Mart (así le llaman su mujer y sus íntimos, así le llamo yo porque voy más allá de la cuatrocientos y me tomo ya confianzas) me llevan a libros y lecturas de otros autores que conozco bien. A Larkin, a Auden, a Evelyn Waugh…
En la página 426 aparece Lorrie Moore, mi Lorrie, y su libro Pájaros de América, que tanto me gustó. Compré luego sus cuentos completos, que están por leer. Ah, qué lástima que M. A. la traiga citada aquí para decir con ella que todos los niños con cáncer, de ojos enormes, asustados y cabezas peladas “parecen hermanos”.
Uno de noviembre. Todos los Santos. Traigo al hospital para revisar el texto impreso de mi ponencia sobre los menores y el mal uso de los cacharros digitales. Son casi noventa folios. Sé que tendré que reducirlos a unos veintipocos. En una semana abriré con esta conferencia el curso que codirijo con la letrada jefe de los servicios jurídicos de la Junta de Castilla y León. No me valía con dirigir, he tenido que complicarme. En este texto también hablo de enfermedades provocadas en la salud mental de los adolescentes por la sobreexposición a las pantallas.
Página 451. Lo que aquí escribe Amis sobre el populismo y anti elitismo en la literatura me ha recordado la última columna semanal de Julio Llamazares que alude a unas declaraciones del concejal de Cultura del Ayuntamiento de Astorga, que convertirá estos días la Casa de los Panero en casa de diversión, en castillo de terror para Halloween. “Lo que se ha venido programando hasta ahora es cultura elitista”, declaró.
M. A.: “Me pregunto si estos anti elitistas se sienten anti expertos cuando van al médico. O cuando se montan en un avión. O cuando contratan a un abogado… a un electricista o hasta a un peluquero. Muéstrame un ámbito en el que exaltemos lo ‘normal y corriente’, la impericia, el amateurismo, lo mediocre”. “De vez en cuando surge el deseo apremiante de aplicarlo con el mismo énfasis a las artes; de las cuales, la más vulnerable es la literatura, la literatura en prosa”.
Aletea también por aquí el último libro de Byung-Chul Han. He anotado alguna frase para llevar al pie del texto de mi conferencia sobre las redes sociales. Así: “En la década de 1980 todos salieron a protestar en Alemania contra la elaboración del censo demográfico nacional… Desde la perspectiva actual esta reacción es incomprensible, pues las informaciones que se recababan eran inofensivas, como por ejemplo, la profesión, el nivel de educación, el estado civil o la distancia al puesto de trabajo. Hoy no tenemos nada que objetar a que se recopilen, se guarden, se trasmitan o se vendan cientos o miles de series de datos sobre nosotros. Nadie sale a la calle a protestar contra eso. No habrá protestas masivas contra Google o contra Facebook… Hoy nos desnudamos voluntariamente sin ninguna coacción, sin ningún decreto. Subimos voluntariamente a la red todo tipo de datos e informaciones sobre nosotros…”.
Sigo enfundado en esta bata verde. Me dicen que han descubierto en la zona una bacteria. En un par de días tendremos los resultados. “El hospital”, de Carlos Berlanga, es una de mis canciones preferidas de la Movida: “Encerrado en este hospital, tomando pentotal y sin poder hablar”. Y “Perlas ensangrentadas”. Era el año ochenta y uno y yo vivía en Madrid, recién aprobada la oposición. Un día la cantamos a grito pelado por la calle unos cuantos que hacíamos el traslado de un frigorífico hasta el nuevo piso del Negro, en la calle Santa Engracia. Creo que esa misma mañana habíamos estado en el Retiro, celebrando unas justas deportivas y literarias que organizaba la Casa de León en Madrid. Estuvimos tirando de la soga. En ese año publican en Alfaguara Mateo, Aparicio y Merino. Por allí andaban. Yo pasaba las noches en algunos antros como El Sol de Jardines y el Rockola.
Iba a extender aquí mis recuerdos de entonces. Voy a dejarlo. No hablaré del piso en que yo paraba, donde me acogían Rosa –médico–, Emiliano –pintor– y Julio –escritor– en la calle Argensola. Ni del Campoamor. Ni de la librería Paradox. Ni del barrio de Argüelles. Ni del Nueve y sus salmonetes. Ni del No se lo digas a mamá. Me reservo. Lo dejo para mis memorias. Esos días madrileños serán relatados algún día a la manera de Francisco Umbral, al que recurriré llegado el momento. He pedido anteayer sus Historias de amor y viagra a una librería de viejo. Con otro libro de Rilke, Cartas sobre Cézanne, para compensar.
No he dormido nada. Al lado ha ingresado una agonizante; casi puedo ver cómo la vida se le escapa. Otras agonías: las de Ch. Hitchens y Philip Larkin, en las páginas de mi libro. La lluvia sigue cayendo sobre el mundo. Amaneceres y crepúsculos. Venas estrechas las de mi madre, difíciles. El fluir de la sangre. Hay un continuo siseo: plasma, sueros, respiraciones agitadas. El rumor de la lluvia. He mirado al venir hacia aquí el río. Viene turbio. Hoy no puede ser la conciencia –decía Unamuno–, no puede ser el reflejo del paisaje.
Se ofrece chica, veinticuatro horas. Desprendo del anuncio un trocito de papel con ese número de teléfono.
Un relato poético y emotivo. Enhorabuena!
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Los relatos que se desarrollan en ambientes sanitarios me resultan especialmente familiares. Entre tanta fragilidad el mundo se recoloca en nuevos espacios. La mente se mueve de un lado a otro como el pájaro que nunca sabe donde posarse.
Muy bueno.
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