Días de 2023 (20)

Avelino Fierro —autor de entregas agrupadas bajo títulos como “Querido diario”«Calendario»«Desde mi celda», «El cuaderno naranja»«Días de 2021» y «Días de 2022»… va poniendo fin a su sección «Días de 2023»

Por AVELINO FIERRO

Noches. Callejón. Frío de asedio.
Se extienden los Cárpatos por las aceras.
Los planetas se columpian como si fueran
candiles que, en su majestuoso culto,
Dios encendiera en el cielo…

Voy leyendo este poema de Josep Brodsky mientras trato de ordenar los recuerdos. Y para ello he tomado algunas notas. Creo que esta carta será un poco larga; no sé si tendréis paciencia para leer hasta el final. Voy escribiendo en el cuaderno de anillas que me fabricó Andrés en su imprenta, con folios desechados por la impresora de la oficina. Son hojas casi grises, pálidas, que no dan miedo como lo dan esas otras blancas, blanquísimas, inmaculadas, como si en el bloc de notas hubiese nevado y diera reparo ir dejando huellas.

Hoy es Navidad. Suena en el tocadiscos El Mesías, en esa versión que para los entendidos es una antigualla: Otto Kemplerer, la Schwarzkopf,  Gedda, la Philarmonia Orchestra. Pero esta música es para mí como una ola de azul oscuro en el mar de la ciudad, flota en una pena inexplicable, y así lo quiero.

Hace un par de semanas estuvimos cuatro días en Galicia con nuestros amigos Óscar y Marta. Pasamos una noche en La Coruña. A la mañana siguiente visitamos la exposición de Helmut Newton, ese fotógrafo de mujeres sofisticadas, elegantes, excesivas. Dicen los críticos que su estilo tiene mucho del espíritu libertario y libertino de la República de Weimar, de los años veinte. No me gustó nada ver a Naomi Campbell en una foto grande, en color, desnuda. Porque la tenía encerrada para mí en una cajita de ébano. Un deseo que vosotros ya conocéis.

Seguimos hacia la Costa de la Muerte, hasta ese pueblito al lado del mar, a esa casa a la que llegan las olas que vienen a salpicarnos con sus embates de efímera felicidad, como si el futuro hubiera dejado de importarnos. A veces he sentido deseos de seguir soltero para pedirle a estos bosques, a las rocas con moluscos pegados a ellas, a las suaves ondulaciones del paisaje, y a pulpos y sardinas, que compartan más tiempo conmigo, estar de novios.

También pasamos unos días en Madrid. No tomé notas en el tren, y eso no decía nada bueno de mi disposición de ánimo. Desde el taxi hice una foto de las luces de la ciudad, que quedaron alargadas y brillantes en la pantalla, como el eco de las voces de un coro de sonámbulos. Y en la acera, frente a la casa de Cecilia y Julio, vi de nuevo a aquel amante viejo y guapo.

Paseamos mucho. Y entramos en todas las iglesias, que aquí se te aparecen siempre de forma inesperada, en medio de las casas de los barrios. No sé por qué lo hacemos; sabemos bien que únicamente podríamos descubrir la eternidad en el vacío, en la nada. Y en el Reina Sofía vimos la exposición de Picasso, ese genio del que últimamente escriben reseñas algunas mujeres periodistas y licenciadas en arte para decir idioteces. Yo no quiero perder el tiempo en atender a eso, sólo dejar aquí esta frase que está en el libro de Jean Clair Lección de abismo. Nueve aproximaciones a Picasso. “Recordémoslo: Picasso, de niño, escondiendo una paloma bajo su camisa, por miedo a que su padre la olvide. Picasso y las palomas, en Málaga. Picasso durante la guerra, en Antibes, domesticando una lechuza”.

Y de nuevo en El Prado. Hay, como en el Reina, algunas excursiones de escolares atentos. Una exposición sobre el reverso de los cuadros, otra sobre judíos y conversos en la España medieval. Pero todo aquello me importaba poco y yo quería probarme otra vez, visitar de nuevo la sala de Velázquez  para comprobar si la vida seguía oscilando a derecha o a izquierda, o se abría de nuevo la senda de tramo recto, y eran para mí soportables la luz y esa especie de gloria que viene en silencio hacia uno como un regalo sincero.

Y no pudo ser tampoco esta vez. Un fracaso. Y mira que entré allí en escorzo, de medio lado, mirando de reojo, con mucho gentío en la estancia. Y hasta iba entornando los ojos, haciendo trampa. De nada me sirvió lo que dice Ramón Gaya de que la realidad en los lienzos de Velázquez es como una realidad de humo, humosa, neblinosa, delgadísima, y que sus figuras aparecen siempre yéndose.

No aguanté más de un minuto. Había alcanzado ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes inspiradas por las bellas artes y los sentimientos apasionados, como sabéis que dice Stendhal en su visita a la Santa Croce. Y antes de empezar a llorar y dar la nota, antes de que algún visitante o uno de los guardianes de la sala se acercase a mí para preguntarme el porqué de mi estado agitado, si alguna terrible noticia acababa de serme comunicada por el móvil, o si mi mujer, allí al lado, me maltrataba psicológicamente, abandoné la sala.

Y a pesar de que –como bien sabéis vosotros, sabios magnánimos– estos días de nuestro hoy están llenos de telarañas, sucedieron muy variadas cosas, todas pías, sólidas y virtuosas en los alrededores de la amistad y de la buena mesa y la laboriosidad y el ingenio humanos. No relataré sino algunas de ellas: vimos uno de mis libros en el estante de la librería Antonio Machado, ese delgadito que me editaron en Barcelona y que lleva en su portada la fotografía de una hoja de eucalipto; allí estaba, bajo techo, con la esperanza en todas sus páginas y orgulloso de no haber sido devuelto al depósito para ser guillotinado.

Vimos a muchas gitanas en la Puerta del Sol vendiendo lotería con recargo, al tiempo que unos mocosos ensayaban voces para cantar los números del sorteo. Y un rato después, la exposición de Alberto Corazón en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Y en el patio, un hermoso árbol navideño muy colorado.

Y en el cine, Anatomía de una caída, y otro film de Ozu, en el que habían restaurado las imágenes. En el envoltorio de un bombón italiano pudimos leer: “Nei sogni, come in amore, non ci sono cose impossibili”.

Y al otro día caminamos hasta la explanada del Palacio Real. Salió a recibirnos Pablo y nos llevó a su despacho en la Biblioteca. Era día laborable y no quisimos entretenerlo, ni a él ni a sus compañeros de trabajo. Pero pudimos saber qué se traían entre manos. Quizá rutinas para ellos; para nosotros prodigios y portentos, altísimos estudios entre aquellas luces de miel que reflejaban los lomos de los códices y el antiguo mobiliario.

Pablo Andrés maneja cuatro impresos griegos del XVI, dos de ellos en ediciones venecianas de Aldo Manuzio, príncipe de impresores. Husmea en su peripecia e itinerario, en el por qué han llegado hasta aquí desgajados de un lote hallado en un convento dominico y, antes, de la librería de García de Loaysa Girón, arzobispo de Toledo, muerto en 1599, y antes…

Luz Santos Rodero ordena las imágenes digitales de los manuscritos y las recrea con algoritmos. Luz es artista textil. Hace tiempo escribí en mi diario un texto para hilvanar impresiones de una exposición suya en la Escuela de Arte. Sigue tejiendo de otra manera aquí. Jacquard y su telar tienen algo que ver en el origen de las máquinas digitales.

Y el bibliotecario José Luis Rodríguez anda afanado en desencriptar las cartas cifradas que el rey Felipe III enviaba al conde de Gondomar, su embajador en Londres, que tratan del concierto de matrimonios dinásticos, de libros prohibidos o del auxilio a católicos residentes en Inglaterra, entre otros asuntos delicadísimos y secretísimos que convenía ocultar.

Allí quedaron, afanados en sus códices y pergaminos, yo diría que ensimismados. Recordé la frase de Borges: “Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana –la única–  está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta”.

De vuelta en nuestra ciudad, las rutinas no pueden traer sino –a estas edades con órganos de cristal– ciertos disgustos y contrariedades. Hice mi visita anual al dermatólogo, al que pedí que me dejara al menos quedarme con mi reloj, que tiene una correa de piel de avestruz, para sentirme vestido. Casi cuarenta minutos totalmente desnudo en aquel cuartito con el doctor y la enfermera, es una ocasión bien propicia para sentir el adelanto de futuro en que el paso del tiempo haga de nosotros mortificación, degradación, menoscabo y vasallaje.

Y acudí al neurólogo, que sigue investigando en esas circunvoluciones de mi hemisferio izquierdo. Me citó de nuevo para los primeros días del año próximo para unas comprobaciones rutinarias. Así que salí de la consulta esperanzado. Como enfermo dócil, uno se agarra a esas señales. Bajé por las escaleras desde aquel cuarto piso del ambulatorio, no siendo que el ascensor se desplomara y diera al traste con mi entusiasmo.

Y es que un suceso de dos días antes me hacía ser precavido, consciente de que las Desgracias son muy putas y están constantemente al acecho, que en cualquier momento podemos pisar la monda de plátano. Porque estuve a punto de morir atragantado. Un trozo de alimento se desvió de forma accidental hasta las vías respiratorias, provocando una obstrucción asfixiante. Un accidente que puede producir la parada cardiorrespiratoria.

Con brevedad. Veníamos de la presentación del libro de cuentos Yicarabú, de nuestra amiga Rosa: lecturas, y canciones infantiles compuestas por Tamara e interpretadas por ella y nuestra hija Marta. Paramos a tomar algo con Rosa e Ignacio. Y en aquel bar estuve a punto de morir. Hubo un momento en que él –licenciado en medicina– se puso tenso, dispuesto a practicarme la afamada maniobra de Heimlich. Yo intentaba toser, mis ojos iban a saltar de las órbitas, emitía sonidos que hubieran servido de banda sonora para película de terror. Y en un momento dado, ángeles, arcángeles y coros celestiales acudieron en mi ayuda y recuperé la respiración. Yo había reído antes de atragantarme –eso incrementa el riesgo mientras se come–, y ahora sentía ganas de llorar. Pero como a mi alrededor todos tenían dibujado el miedo en el rostro, con una lágrima en cada ojo fue suficiente. Ay, les dije, no os aflijáis. Estoy con vosotros de nuevo. Por momentos he visto ese Más Allá, un territorio que da cierto asco; era como un lago espeso de petróleo, la Gran Negrura. Si no hubiera vuelto tendríais que haber hecho algo para que los vivos tengan memoria de mí. Y haber colocado en un acto con intervención de la municipalidad una plaquita de “Aquí murió el famoso escritor local…”. Aunque es bien cierto que el nombre del lugar no acompaña, nuestro bar es poco fashion, se llama “Patatín, patatán”. Pero no dudo de que habríais reparado en ello y trasladado mis restos unos metros, bien a la iglesia de Renueva o hasta las escaleras del Archivo Provincial.

De camino a casa di en pensar que algunas otras señales me van diciendo que mi vida de escritor no acabará con cierta dignidad. Hace años –si bien uno por aquel entonces era inédito– acudí a Urgencias del Hospital General. El médico me preguntó por la causa de mis lesiones. “Me he caído en el Gusano Loco”. Él pensó que era un borracho más de los que aquellas noches, días de fiesta en la localidad, ingresaban sin cesar. Pero al ver la cara de preocupación de mi mujer me pidió que relatase lo sucedido. “Mire, estábamos con los niños en una de las atracciones de la feria. Mi hija que iba sola en uno de esos cubículos que suben y bajan y dan vueltas sin parar, se puso a llorar. Salí del mío para socorrerla, pero no se veía muy bien. Pisé mal y me precipité unos metros. Creo que me he roto varias costillas, me duele mucho”. “Ah, bien, vamos a ver. Se tiene que desnudar…”.

Así han transcurrido estos últimos días del año. He seguido siendo buen padre de familia y cumplidor como funcionario. Prácticamente no me han asaltado los pensamientos impuros. He dibujado la felicitación navideña de la Fiscalía Provincial. Y he cumplido con las tradiciones de la buena mesa (cecina de chivo con ensalada en El Caballo Rojo).

Estoy bosquejando esa imagen que servirá de logo para la colección Prúa de poesía (me piden una silueta femenina bajo la lluvia; no pienso ceder, la poesía no tiene sexo y la mejor poesía de los últimos tropecientos años –Chus Visor dixit– está escrita por hombres). Estoy leyendo los poemas de Señores pájaros, el libro que ha publicado mi también editor R. Girbau. Y ello me lleva a los otros poemas de Jiménez Lozano y ahora leo “La noche de la negación”: “Si abril no fuera un mes incierto, / si sus noches / no obligaran a encender el fuego, / la traición no se hubiese consumado…”.

Ah, me olvidaba de un pecadillo venial: me arrepiento de no haber leído todavía el artículo de mi amigo Pablo Bonorino sobre Don Giovanni. Esa ópera que nos agrada tanto a mí y al señor Kierkegaard. Ese aria que me gusta entonar cuando estoy un poco achispado, modelando lo bufo sin caer en excesos: “Notte e giorno faticar, / per chi nulla sa gradir, / piova e vento sopportar, / mangiar male e mal dormir. / Voglio far il gentiluomo / e non voglio più servir…”.

Y he pensado –todavía de forma incierta, sin mirar a lo alto para inspirarme– en las palabras que diré en la presentación de mi libro Días sin rostro, el diario de los años 2020-2021. Posiblemente me dejaré llevar por la tristeza, esa canción que uno se sabe de memoria.

No sé si estas buenas acciones de los últimos días compensarán los escasos desmanes de todo un año. Puede que –como en ese poema de Brodsky– olvidéis mi dirección, quede el calcetín vacío, acaso sólo venga el ronco bramido del viento y todo eso me obligue a perder la mirada en la lejanía.

Algo más quiero deciros. Y no me tratéis de oportunista ni os sintáis obligados por ello a visitarme. Simplemente sucedió: en la noche del veinticuatro, escuchando el Tercer movimiento de la Sonata para piano op. 132 de Beethoven, solo en casa, ocurrió algo. Seguía leyendo, “el vacío es absoluto. Pero al pensar en ella, ves de pronto una luz que viene de no se sabe dónde…”. Y escribí sobre una estrella, que no sé si es la misma que vosotros visteis aquel día y que hizo que sintierais grandísimo gozo. Está en Mateo 2:9-12: “Ellos, habiendo oído al rey, se fueron; y he aquí que la estrella que habían visto en el oriente iba delante de ellos…”.

El aire se empapa de una pena espesa
que se arrastra hasta aquí año tras año.

Nadie nos dijo que fuera fácil resolver
los misterios del alma, y las ambigüedades.

Viento rociado de arrugas; grumos y dátiles.

En unos momentos se acercará con algún
que otro traspiés –hoy un poco borracho–
el dueño de las tardes.
Y hará extender la niebla entre los prunos
y los bulldozers que durante estos días
trabajan en el parque.

Dos adolescentes pasan cogidos de
la mano. Uno se detiene para tomar
la foto de una estrella
que ha empezado a brillar demasiado.

La noche se serena; un mundo aguardando.

Yo miro sin sentir vergüenza alguna,
contento de apreciar estas señales.

 

1 comentario

  1. No se me ha hecho largo, y me ha intesresado hasta el final, es decir, que me ha gustado. Veo que el siguiente artículo esperable de ti tiene que ver con el Japón desconocido de un fotógrafo. Estoy disfrutando mucho del último librode la escritora francesa Muriel Barbery, que está basada en Kyoto, idonde estudió, por lo visto, gual que la anterior, «Una rosa sola». Me está haciendo llorar, lo que no es fácil. Una delicia eamocionante.

    Carolina Larrosa

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