Bares y tabernas (4) / CANCIÓN GRIS

Ilustración: Avelino Fierro.

Avelino Fierro —autor de entregas agrupadas bajo títulos como “Querido diario”«Calendario»«Desde mi celda», «El cuaderno naranja», «Días de 2021», «Días de 2022», «Días de 2023», «Diario 2024»— nos envía el capítulo 4 de un libro inédito, en torno a bares del mundo —del que ya hemos publicado aquí otro capítulo, el 24 (dedicado a la despedida de Paco Gómez, propietario de la librería leonesa Alejandría, con motivo de su jubilación)—.

BARES Y TABERNAS (Capítulo 4)

CANCIÓN GRIS *

Por AVELINO FIERRO

Lo cierto es que nunca me había caído demasiado bien. Ya desde la escuela de doña Tecla, en la que nos conocimos cuando teníamos nueve años, me resultaba antipático. A esa edad en la que el atolondramiento y el disparate continuo nos definen y conforman, él era un ente distinto, y distante. Tenía además un tono de piel especial, cuando lo habitual era ir del blancucho al sonrosado, un fondo ideal para que resaltasen los granos y espinillas. Lo suyo era el gris perla. Su padre tenía una carbonería en el barrio, y recuerdo que un día Miguel me dijo que era así porque tenía la carbonilla pegada a la cara y no se lavaba bien. Maldades de críos.

Ah, no era mal estudiante, era un tipo listo. Introvertido; casi el único que no jugaba al fútbol en el patio.

Hace un par de años su hermana me paró en la calle, me saludó y yo aproveché para preguntar por él.

—Ya sabes, no ha cambiado mucho, sigue igual de rarito. Ha estado muy enfermo, pero ya está mejor. Sigue soltero, nos vemos poco. Hace unos años se jubiló anticipadamente. Vive en una casa vieja al final de San Esteban, pintada de rosa. Ya me dirás si no tiene un sitio mejor… Al pequeño mío, ni lo conoce.

La semana pasada, siguiendo con mi manía de pasear por el extrarradio los días navideños, reconocí la casa. San Esteban es un barrio que marca el final de la ciudad. Más allá hay desmontes y prados estériles, el antiguo hospicio –hoy reconvertido en Escuela Municipal de Hostelería– y un parque abandonado en el que nunca hay nadie, donde sólo crece hierba burda y densa. Ese día había un regusto de cilantro en el aire, que puede ser que se debiera a que un rato antes una panda hubiera estado fumando unos canutos de maría.

La casa era muy modesta y desprendía una sensación que yo diría como de escalofrío; estando cerca de ella los músculos se encogían y las piernas flojeaban y empezaban a temblar, algo que no sucedía en el resto de la calle. Era la última casa, al lado de un solar lleno de cascotes, botellas rotas, una bañera, azulejos con costra, neumáticos, un bidón…

Vi que había luz. Luz agrisadamenguante. Como el tono que yo recordaba de su piel. Tenía las cortinas echadas, la televisión puesta.

Anteayer volví por la zona, tuve que volver. Me habían dejado un aviso en el buzón porque no estábamos en casa y había pasado un repartidor con un envío de Vinoselección. Todos los años pedimos para estas fiestas las seis botellas de la colección Thyssen. Si se hace el pedido adelantado salen bien de precio, y las entregan en una caja muy apañada y cada botella lleva como etiqueta una reproducción de un cuadro del Museo. El almacén de GLS está al final de la antigua avenida 18 de julio; desde allí hasta su casa habría unos trescientos metros en cuesta. Había ido en coche. En el local tenían puesta la radio. Hablaban los tertulianos y uno de ellos recitó un villancico que pude oír.

A los niños que duermen
Dios los bendice,
y a las madres que velan
Dios las asiste.

A dormir va la rosa
de los rosales;
a dormir va mi niño
porque ya es tarde.

Me acordé de cuando éramos niños en la escuela. La caja Thyssen tenía su cierre con un asa bien diseñada para pujar por ella. Debió de sobrevenirme otra vez el aturullamiento de la niñez, porque amarré las botellas y empecé a subir la cuesta. Había una neblina lóbrega, densa, medio congelada y que se derretía dejando caer partículas, como un chaparrón lento que me iba empapando la ropa, el pelo y el bigote.

Allí estaba la luz anémica del otro día y el colorín de la tele, mortecino también. Era un color –si se puede decir así– en blanco y negro. Llamé, y al momento apareció. Me reconoció.

—Coño, qué haces aquí, vaya sorpresa.

—La culpa la tiene tu hermana. La vi el otro día y me dijo dónde vivías. Como estaba cerca, haciendo un recado, se me ocurrió pasar a felicitarte la Navidad.

El techo era muy bajo y el pasillo tan oscuro que si se hubiera aparecido el fantasma de Morley o cualquier otro de los que visitan a Scrooge en el cuento de Dickens lo habría visto como algo muy normal.

—Buenas noches, señor fantasma, aquí estoy visitando a un amigo de la infancia–, le habría dicho con naturalidad.

A través de una puerta entreabierta pude ver parte del dormitorio: una cama turca en la que no cabía más que alguien de pocas carnes, y un cuadro con la pandilla de actores de la última cena repujados en estaño.

Me pasó a la salita de estar. En el techo, una bombilla desfalleciente era la reina. Vibraba el polvo por toda la estancia, es probable que debajo de la mesa camilla anidase un brasero de carbón. Pensé que ese era su ambiente, su atmósfera de siempre, su modo de vivir; desde la infancia, desde la casa familiar y el negocio de su padre. Aquella memoria oscura era él.

Me di cuenta de que estaba incómodo. Tras la salutación inicial aquello no iba a dar para mucho más. Estábamos mudos, de pie en la habitación, como si esperásemos a alguien que rompiera el hielo, alguien que tuviera que presentarnos. Pero el fantasma –que habría servido bien para aquel papel– no apareció.

—Ah, la Navidad. Todo el mundo se conmueve demasiado por estas fechas. Hay que prevenirse contra ello.

Entendí que eso era, eso seguía siendo. Su mayor posesión, su botín, el de la rareza, el de la introversión, el de la soledad, seguían adheridos a él.

—Mira, se han liado los de la agencia o los del Club de Vinos, no sé bien. El caso es que me han mandado dos cajas. Por no pujar por las dos, te dejo una aquí. Bueno, y porque me hace ilusión saber de ti, haberte vuelto a ver. ¡Felices fiestas!

Creo que las cortinas amarillentas, el sofá desvencijado, las pelusas de polvo, todo aquel mundo moribundioso que había asistido al espectáculo, se ruborizaron un poco, sintieron vergüenza y agradecieron la visita más que él.

No estuve fino, no conseguí –o no quise– enmendar nada, no me arrepentí a tiempo de aquello que había ideado como una buena acción, una inversión que pensaba que me daría algunos grados de gloria más para alcanzar algún día el cielo. Tampoco es que supiera en ese momento en qué parte de la realidad me encontraba, lo confieso. No podía coordinar muy bien.

Me di la vuelta. Tenía prisa por venir al más acá, salir de aquella atmósfera turbia, antigua, casi dañina. Si hubiera seguido allí estoy seguro de que habría vislumbrado algo del más allá. Bajé la cuesta mientras me despedía en silencio de mi Tinto Pesquera, mi Viña Pedrosa, de mi Matarromera Prestigio 2020…

Seguían perorando los tertulianos cuando recogí el coche que había aparcado frente a la puerta de la agencia. El pesado de los villancicos continuaba haciéndose el enterado, recitando estrofas más viejas que la tos, canciones que desde hace lustros ya nadie entona.

Es tan estrecha la cama
donde Jesucristo duerme,
que por no caber en ella
un pie sobre el otro tiene.


— — — 

Nota:
* Basado en Cuentos de fin de año, Ramón Gómez de la Serna, 1947.

 

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