TOMÁS SÁNCHEZ SANTIAGO: “Nombrarlo todo de otro modo”

Tomás Sánchez Santiago. Foto: Juan Carlos Benéitez.

Una entrevista a Tomás Sánchez Santiago:

“Nombrarlo todo de otro modo”

Por VICENTE DUQUE

Hace años, en un inusitado e infrecuente ejercicio de admiración, Emil Cioran se refirió a Borges como “el último delicado”; subrayaba Cioran del escritor argentino la sonrisa enciclopédica y la visión refinada como rasgos que legitimarían el apodo. Hoy se nos ocurre que valdría la pena rescatar la delicadeza como categoría estética –pero ahora se trataría de la delicadeza en los nombres y en las evocaciones, en la memoria de ausencias y en las palabras que las nombran− para ensayar un acercamiento a la obra de Tomás Sánchez Santiago, el autor de Calle Feria y Años de mayor cuantía, el prosista de El murmullo del mundo, de La belleza de lo pequeño, el poeta de Este otro orden, que acaba de publicar otro libro de versos que lleva por título El que menos sabe (Eolas Ediciones, 2024). Con motivo de la aparición de este libro hemos conversado con Tomás, sin apremios y −¿por qué no?− con una no disimulada admiración.

V.D.—El oficio del crítico debe de ser un oficio un tanto enojoso, y más cuando se trata de comentar una obra poética elocuente, que, en germen o ya desarrollados, ofrece en sí misma tantos itinerarios de significado. Creo que tus palabras tienen esas cualidades de plenitud, intransitividad y delicadeza que convierten en ocioso cualquier comentario. No obstante, al calor de una lectura muy reciente de ‘El que menos sabe’ no me resigno a dejar de plantearte, Tomás, algunas preguntas que podrían contribuir a rescatar, aunque sea probablemente de una forma fragmentaria, parcial y empobrecida, ciertos recorridos lectores.

Se diría que tus poemas constituyen una meditación sobre las cosas que fenecen, cosas a las que corresponde una palabra que las invoca antes de su olvido y que, de alguna manera, las representa en la memoria en el corto instante de su enunciación. Ya en ‘Este otro orden’ hablas de “lo que se pierde y duele” como objeto de tu quehacer poético. ¿Sería lícito, pues, hablar de una dimensión elegiaca de tu escritura?

T.S.S.—Puedo aceptar esa acepción pero con reservas. A mí me parece que en lo que he sabido escribir hay también involucrado en muchas ocasiones un amor insobornable a la vida. Es verdad que hay en mí una irremediable tendencia a retener al menos en los nombres aquello que se va, aquello que se pierde. Siempre me ha dado miedo y hasta angustia esa sensación de que la vida está trufada de innumerables actos de despedida. Nos estamos despidiendo de continuo de cosas, personas, experiencias… ¿Qué otra cosa es cumplir con la vida? Durante mucho tiempo no vi más que una estela mortuoria de adioses. Pero la propia vida se ha encargado de demostrarme que, como dijo Octavio Paz, es “un absoluto quizás”. Donde no se esperaba ya, llegan nuevos brotes que nos impulsan a seguir viviendo con confianza, con alegría. En este último libro, poemas como “Exigua”, “Territorio”, “Canción de ánimo” o “Fervor” estarían de ese lado. Quiero pensar que tienen su peso en el horizonte de mi modesta escritura poética.

—Precisamente “Territorio” es un poema que alude a la grandeza con la que el poeta entra en contacto todos los días, según la cita de Imre Kertész que precede a tus versos, solo que haces referencia a una grandeza inversa, a un “respeto a lo encogido” que yo diría que tiene mucho de celebración de las cosas pequeñas, y en eso ‘El que menos sabe’ participa del mismo espíritu que alimenta las prosas de ‘La belleza de lo pequeño’. Ese amor insobornable a la vida, esa apreciación de los seres que te rodean, aun de los más nimios, parece una suerte de panteísmo poético…

—Más bien del resplandor del materialismo, sin más. Lo inmediato, tan cerca de nosotros, suele perderse en la inadvertencia cuando suponemos que lo que hemos de esperar de la vida está lejos de nosotros, en otra órbita superior a esa pequeña escenografía diaria de “andar por casa”. Se nos educa para suponer que nuestras aspiraciones se encuentran necesariamente en una jerarquía superior y a la que debemos saber acceder. No nos basta lo cercano. Pero no es cierto. Eso lo vieron de manera meridiana siempre los místicos. Yo, que no soy místico naturalmente, prefiero proponer una mirada política sobre ese mundo de menudencias que, al modo de una transgresión inesperada, termina por encerrar en sí mismo esa grandeza de la que habla Kertész, la única grandeza a la que hay que aspirar. Valorar lo pequeño y lo inmediato es, seguramente, la mayor subversión que puede llevarse a cabo en este mundo tendente a la grandilocuencia y al rendimiento en todos los órdenes.

Tomás Sánchez Santiago y Vicente Duque, durante el encuentro POEX24, el pasado mes de marzo en Gijón. Foto: Elsa Fernández.

—No obstante, incluso ubicados en ese resplandor materialista, esos elementos de la cotidianeidad que cobran dimensión poética parecen estar sometidos a un principio general de incertidumbre; de hecho, ‘El que menos sabe’ rehúye las certezas de las nominaciones convenidas y aceptadas por el uso. Hablas de una “deshuesada sabiduría de la confusión”; ¿es la labor poética de Tomás Sánchez Santiago un particular elogio del caos?

Más bien una desconfianza en el orden que regula el mundo. El orden de las apariencias. En otro libro mío que titulé El que desordena ya dábamos cuenta de esta invitación a no aceptar la realidad como se nos presenta por los sancionadores del mundo. Quien puede y debe ejercer ese papel de rebelde, que incluye un non serviam, es el poeta. Él (o ella) es quien debe considerar inaceptable o insuficiente el supuesto rostro verdadero de las realidades; por eso sabe que ha de nombrarlo todo de otro modo, para no coincidir con la lengua falaz de quienes dominan el curso de las vidas.

Pero, como tú recuerdas en tu pregunta, en lo que afecta a la gestación de un poema hay también una desconfianza en la lógica, en la deliberación; más bien uno se adentra en un itinerario regido por intuiciones, por excursiones temerarias, por extravíos felices que hay que respetar como si fuesen instrucciones misteriosas. Chillida decía en una entrevista que uno de los caminos más fértiles del creador era el de la desorientación. En El que menos sabe se habla de eso mismo, de la convicción de que el poeta debe llegar a la precisión por caminos verbales que pueden ser intransitables, confusos, inverosímiles… pero certeros.

—Pero volvamos sobre la “mirada política”. “Resistir, abordar por entero / la dimensión horrible de la Historia / en esta hora de semillas negras, de serpientes” dicen unos versos del poema “Ante una ventana de febrero”. La subversión de la que hablas y que atañe al mundo de lo inadvertido, de la menudencia, también es una palabra crítica aguzada y nada complaciente. La lírica es antídoto de las “palabras ominosas”, de las palabras del odio y el desprecio −tan frecuentes en este tiempo, y no solo en discursos políticos reaccionarios−. ¿Sirve la palabra poética para rescatarnos de ese lenguaje envilecido?

—Claro. Siempre recordaré a Tomás Salvador González, que en su libro Favorables País Poemas, construido a base de amalgamar diferentes titulares de noticias de prensa hasta hacerlos desembocar en un poema, decía que había tratado de restablecer así el valor de las palabras, desprovistas de su verdadero sentido cuando los usurpadores las habían utilizado sin escrúpulos para la propaganda, la información sesgada…

—Es curioso… Un empeño poético el tuyo que recuerda al Victor Klemperer que denunciaba en ‘La lengua del Tercer Reich’ esa distorsión de vocablos y la creación sutil de una neolengua como mecanismos propagandísticos de la empresa totalitaria… ¿Puedes poner ejemplos de este rescate del valor de la palabra?

—Uno de los recursos del poder (y empleo aquí esta palabra en ese sentido lato de dominación del pensamiento) es precisamente apoderarse del sentido de las palabras, darles uno nuevo acomodado a la medida de sus intereses en una gestión perversa del lenguaje. La palabra “popular” se asociaba históricamente en un contexto político a la izquierda (se decía Frente Popular, Casa del Pueblo…) pero ya vemos cómo se ha usurpado su sentido; y lo mismo ocurre con la palabra “libertad”, utilizada últimamente en campañas electorales de Madrid de manera banal. Esas son las palabras ominosas que el poeta debe cuidar para devolverlas a su inicial sede con toda su densidad.

—¿Algún poema concreto de esa poesía de −¿cómo llamarla?− restitución, poesía de rescate en ‘El que menos sabe’?

—Tú recordabas ese poema, “Ante una ventana de febrero”, cuyo embrión estuvo en el día que Rusia invade Ucrania y comienza esa guerra que aún no ha acabado. Yo estaba verdaderamente consternado, quizás porque veía el horror ahí, a nuestra puerta, donde se suponía ilusoriamente que nunca más iba a suceder algo así. Y hay otros poemas en esta órbita: “Viene otro tiempo”, sobre esta ola de xenofobia azuzada desde la extrema derecha en todo el mundo y que se ha inoculado increíblemente hasta las clases populares; o “Un país de nombres propios”, sobre los entresijos secretos del poder, que deciden qué debe sobrevivir y qué no en la vida social española. También “Día por día” tiene que ver con esa enajenación lamentable que provocan las condiciones infames de competitividad laboral que terminan con la dimensión espiritual de un ser humano… En fin, uno siempre ha escrito poesía sin dar la espalda a la realidad que nos circunda a todos.

—Hay en tu libro cinco poemas, si no he contado mal, que adquieren cierta autonomía, cierta corporeidad diferente respecto al resto. Me refiero al ciclo de “Almanaque desconcertado”, un conjunto discontinuo de versos cuyo título global bien podría explicarse a partir de tus respuestas previas: poemas gozosamente ligados a la servidumbre de lo cotidiano y con ella a las temeridades y extravíos. En el acto de presentación del libro en el festival POEX de Gijón me comentabas que se trataba de los poemas más “confesionales” del libro. No tuvimos oportunidad entonces de ahondar en el significado de este adjetivo…

—Como todo el resto del libro, también estos poemas nacieron sin vocación de conjunto. Surgió el primero de ellos, “Mercado de abastos”, quién sabe si por ese suceso de la muerte de mi madre en 2018; el poema iba a quedar así, pero su propia estructura narrativa, por una parte, y esa aparición de un recuerdo suelto de mi vida que había encallado en mí hasta hoy en toda su profundidad emocional me llevaron, por analogía, a sacar casi chorreando otros episodios de mi vida que me habían afectado en su momento tanto que ya se quedaron conmigo para siempre. Fue entonces cuando me propuse hacer esa serie, “Almanaque desconcertado”, respetando ya una misma compacidad casi narrativa que les podría conferir a todos cierta hilazón rítmica. Y me salieron esos cinco. Seguramente podrían haber sido más. Todos tienen, en efecto, esa crudeza confesional que parece contestar a la cuestión de cómo soy yo. Sí, esos cinco poemas acaban por desvelar un carácter.

Tomás Sánchez Santiago. Foto: Mar Astiárraga.

—Hay un poema “Ana Blandiana y una mujer del barrio de San Lázaro” que, por evidentes razones cronológicas, no tiene esa antigüedad biográfica que se revela en los otros cuatro. ¿Por qué lo has incluido en esta serie?

—Es cierto. Ese poema se aparta en algo importante de los otros cuatro. Estos tienen un espesor biográfico, una pátina de años que les ha pasado por encima y les aporta la verdad de la persistencia. No se me ha olvidado el día que de niño me perdí de mi madre en el mercado de mi ciudad o las bofetadas programadas de aquel cura en mi travesía colegial. Pero en el caso del poema de Ana Blandiana todo fue reciente -hace tres o cuatro años- y además es un suceso con protagonistas exteriores a mí. Pero las cosas fueron así, tal cual como se cuentan; yo me sentí muy sacudido por esas dos mujeres, una poeta extraordinaria como Ana Blandiana y una mujer humilde del barrio de San Lázaro de mi ciudad de Zamora, a las que conocí casi a la vez. Cuando surgió la intuición o la necesidad, no sé, de escribir sobre eso, se me impuso por su cuenta la misma estructura del resto de los poemas de “Almanaque desconcertado”. Y decidí dejarlo ahí, entre los demás. Eso bastaría, supongo, para que ya lo considere como algo decisivo en la carga emocional de mi vida a partir de ahora. Me piden que lo lea y yo lo paso mal, vuelvo con dolorosa facilidad a aquella mañana, a aquel encuentro en el autobús, a aquella lectura imprevista de Ana Blandiana en una pequeña librería…

—Te pido disculpas, pues, por haber pedido que lo leyeras públicamente el otro día. Pero es que, a mi juicio, este poema es uno de los que mejor manifiestan una de las constantes de tu escritura: la profunda imbricación de lo literario y lo vital. La palabra poética, ya sea en Timisoara o en San Lázaro, elaborada y reflexiva o cotidiana y espontánea, habla para todos el común “idioma de las desapariciones”, sabe expresar y sabe mitigar nuestro dolor.

Y, ya que hablamos de palabras poéticas, me gustaría saber qué papel desempeñan las citas en El que menos sabe’. Hay versos de Max Blecher, Miguel Marinas, el ya mencionado Kertész, Jacottet, Kavafis, Miyazawa, Olga Orozco… ¿Hablamos de una deuda de gratitud, de una construcción del sentido con palabras ajenas? ¿Cuál es la función de la última cita de José Ángel Valente?

Bueno, las citas tienen siempre algo de escolta, de amparo en palabras de otros; como si la desnudez del poema necesitase a veces un abrigo exterior donde apoyarse. Al menos, yo siempre las he empleado así, con ese sentido. Por lo general, provienen de lecturas que me han ido acompañando a través de los años de gestación de los poemas de un libro. Hay que dejar claro que leer es uno de los actos que manifiestan que uno sigue vivo. Así que para mí la experiencia de la lectura -de determinadas lecturas- forma parte sustancial de la vida, como oír a los pájaros, besar o sonreír. Puede suceder que un poema esté ya suficientemente dispuesto (o suficientemente abandonado, como decía Valéry) y entonces surge una cita tomada de una lectura reciente que, sin mucha deliberación por mi parte, va de inmediato a él. Se posa y ahí se queda para siempre. Forma ya parte natural de él, lo completa a menudo con más fuerza que los propios versos del poema al que se aplica. Respecto a la cita final de Valente, ya en el exterior del libro, quiso aludir a esa necesidad de la desaparición del autor de los versos (o sea, moi-même). No solo a la desaparición física, cosa evidentemente irremediable y cada vez más próxima, sino a la desaparición como figurante social. El deseo de que el discurso poético se sostenga solo es algo que tienta a muchos poetas, más allá del ensalzamiento de su nombre propio. Francisco Pino lo expresaba así: “¿Habrá algo más hermoso que quedarse sin huellas?”.

—En efecto, parecería que la palabra poética está ligada a la desaparición de quien la formula; el brillo de las palabras que revelan su ser eclipsa a quien las dice. La cita de Valente –no puedo evitar recordarla− es todo un programa poético: “caer del aire, disolverse como / si nunca hubieras existido”. Podría decirse, entonces, que los versos de Tomás Sánchez Santiago prevén esa singularidad, su propia ausencia.

—Bueno, digamos que es una aspiración más que un certificado de mi inexistencia. Insisto en eso: el poeta -o al menos ciertos poetas- desearían disolver su identidad en su propia obra. ¿Recuerdas ese poema final que corona la obra del propio Valente?: “Cima del canto. / El ruiseñor y tú / ya sois lo mismo”. Eso es: confundirse el yo y lo dicho, renunciar a dominar desde el exterior el alcance de lo expresado y tratar de ser parte de ello. Un poeta no es una estrella del rock ni un comisario más de los entresijos literarios. Su ego debería residir en la transparencia para dejar que su escritura hable por sí misma.

—Me gustaría hacer referencia a la sección “Acotado del ojo”, de ‘El que menos sabe’, diez poemas que son un auténtico diálogo entre las artes, el tributo a unos nombres y formas con los que el poeta advierte calladas analogías e isomorfismos: “la majestad del desvalimiento / como única certeza” afirmas a propósito de Giacometti, una idea que redunda, sin ir más lejos, en aquella “grandeza” de la que hablaba Kertész…

—Son artistas con los que he establecido vinculaciones desde la admiración sin reservas, como es el caso de Giacometti, que para mí es el gran artista del siglo XX, o bien desde la amistad que incluye también la admiración, aunque a veces sea una admiración silenciosa. ¿Qué más puedo decir? Son fotógrafos, pintoras, escultores, poetas de la materia… He tratado de levantar una especie de perímetro con palabras alrededor de sus obras. Me parecía que así compensaba de algún modo la compañía, el consuelo que ellos han obrado sobre mí con sus creaciones durante mucho tiempo. En la mayoría de los casos hay también esa convergencia en lo pequeño, lo desatendido, lo recogido en los márgenes… Fernando Zamora trabajaba con desechos que él devolvía como una restitución amorosa, Encarna Mozas fotografía un mundo de cunetas y márgenes apartados de los intereses previstos, Benjamín de Pedro rescata tal cual maderas de árboles de Sayago que entran en nuestros domicilios como una compañía o una acusación, quién sabe… Y es bien sabido que Giacometti se afanó en dejar casi reducidas a la nada esas piezas filiformes que hacen dudar sobre la importancia de la persona en aquel momento horrible de Hiroshima, del holocausto judío… He tenido, y tengo, una relación muy especial con todos esos artistas. Y me siento muy orgulloso de ser amigo de algunos de ellos.

Tomás Sánchez Santiago. Fotografía: José Ramón Vega.

—’El que menos sabe’ concluye con una serie, “Quieta casa ya”, formada por un conjunto de prosas poéticas, un pequeño diario –cada poema va precedido por una fecha− que anota escrupulosamente los recuerdos de la madre, de nuevo ligados a los objetos, a las cosas de una casa que se “deshuesa” –“Ahora que te has ido resulta que todos los objetos están aquí, pendientes de sí mismos, como si su destino se hubiese detenido para siempre”. De nuevo el fetichismo de los objetos habita una casa que se convierte en caja de resonancia de una nana inversa.

—Sí, esa parte final es un territorio estanco que se aparta de los ritmos anteriores por su apariencia evidente de diario. Y es que el desmantelamiento de la casa familiar, que es el motivo de “Quieta casa ya”, pareció exigir ese registro precisamente. Fue un proceso cuyo voltaje emocional yo no me esperaba. Ya sabes: una operación rápida -duró esos pocos días que ahí se consignan- a favor del vacío, donde el pasado va imponiéndose continuamente sin concesiones para desaparecer de inmediato porque había que deshacerse cuanto antes de él. La aparición de objetos inesperados, los recuerdos que van asaltando a quienes deben deshacerse de ellos después de saludarlos… y, sobre todo, ir desmantelando el orden de ese espacio después de tantos años hasta dejar un solar vacío, sin temporalidad. Un ejercicio de desposesión. Cuando cerré la puerta por última vez -yo ya sabía que jamás iba a volver a entrar allí- tuve esa sensación ingobernable de que adentro se quedaban también los seres queridos con quienes habíamos convivido. Era como si los hubiésemos abandonado a ellos allí, a su suerte. Esa sensación se apoderó de mí y fue el detonante de toda esa parte en la que, como tú dices, el espesor de los objetos cede el paso a un vaciamiento irrefrenable.

—Me llama la atención que esta sección no tenga la coartada del verso –aquí la prosa tiene algo de desvalimiento, de desnudo ofrecimiento −. Hay muchas metáforas de la orfandad, pero la analogía de la casa deshuesada y la madre muda es especialmente conmovedora, y más cuando procede de una dicción natural, no estilizada, cuando se acompaña de un ritmo similar al de la palabra cotidiana.

—En realidad, este libro participa de esa intersección de registros que ya ha aparecido en otras cosas mías anteriores. En Calle Feria, en Años de mayor cuantía… incluso en Pérdida del ahí, el libro anterior de poesía, había modulaciones diversas. Ahora ocurre algo parecido. Hay poemas de aliento narrativo (los de la serie “Almanaque desconcertado”), otros de cierta economía expresiva en la sección dedicada a los artistas… Y esta parte consignada como un diario; es que fue así: día por día iba viendo ese “deshuesamiento” de la casa poco tiempo después de la muerte de mi madre, de nuestra madre. Demasiados signos de orfandad, sí.

—“Tú ya ocupas otro continente del que yo no sé nada”: una frase en la que late el recuerdo de Hamlet cuando se pregunta por ese continente de cuyas riberas nadie ha retornado. Un cierre poético que −permíteme decirlo−, junto a la cita de Valente que ya hemos comentado, parece preparar al lector para el enmudecimiento y el final del libro. “The rest is silence”.

—Hay algo que me ocurre siempre. Cuando doy por terminado un libro tengo la certeza de que ya no habrá otro. El último poema de cada libro de poesía funciona como una invitación al silencio: hasta aquí he llegado. Algo así, sí. Y me ocupa por completo esa certeza de que no volveré a saber escribir. Hay una anécdota un poco pedante al respecto. Publiqué un libro en 1985 titulado La secreta labor de cinco inviernos. Hice una lectura en la universidad de Salamanca precedida de un texto titulado “Fin de trayecto” que leí en público y que iba en ese mismo sentido del abandono de la poesía. Cuando acabó la lectura, me estaba esperando un profesor mío que me echó una bronca tremenda por coquetear con eso. Tenía razón. Yo no había cumplido aún treinta años. ¿Cómo podía hacer aquella afirmación de que nunca más iba a volver a escribir poesía? La juventud tiene esas poses insolentes como actitud natural. Pero en El que menos sabe ese final con la cita de Valente, tan radical y significativa, tiene otro alcance, al menos en mi intención. La desaparición del autor, en correlación con otra cita anterior que hago de Cavafis, va en el sentido de no imponerse a su obra, tal como ya he respondido a eso mismo en pregunta anterior. Por lo demás, he de confesar que sigo creyendo una vez más en que será imposible para mí volver a la poesía. Miro este libro, que tiene un grosor inmisericorde, y me pregunto a mí mismo: “Pero, ¿cómo he podido hacer todo esto con fe, con ánimo suficiente?”. Entonces vuelvo a concluir que nunca más lo conseguiré. Supongo que es parte del puerperio del poeta, quien aún convive dentro de sí con la resonancia de esos poemas con los que tuvo trato durante años. Es extraño pero es así.

:: CINCO POEMAS DE ‘EL QUE MENOS SABE’

VIENE OTRO TIEMPO

Pongo el oído.
En las conversaciones arenosas se advierte
ahora el cambio de compás del mundo.
­                                                                        Es un café
modesto, enquistado entre dos fachadas
que muestran la apoteosis de sus escaparates (y eso
empobrece aún más el local). Hay hombres que conversan, dicen
palabras tirantes, con peligro asomado
por las barandillas de sus sílabas.
­                                                            Dicen “negros”,
dicen “moros” y luego, encabritado ya
el lenguaje que los demás clientes dan
de paso, caen afirmaciones que encienden
como fósforos secos -a la primera- otros rostros
agitados por la desazón.
­                                            Esa mujer,
por ejemplo: deja un momento de lanzar
monedas al vientre de la máquina y se vuelve
y entra en la matanza verbal. “Nos revuelven
lo nuestro”, dice. El bufido
de la máquina del café lo invade todo, impide
oírla bien; entonces ella sigue
insistiendo: “Que se larguen
por donde vinieron”.
­                                      Por donde vinieron: un mar
encomendado a divinidades sin crédito
que poco, nada
pueden hacer por encalmar el viento,
por desmontar la furia de las olas
desmedidas como los sueños que los trajeron hasta aquí,
donde los esperaba el hierro caliente de los adjetivos
del desprecio.
Los hombres del bar siguen hablando
ya de otros asuntos.
La mujer
deja caer más monedas, una
tras otra,
con la desesperación contenida
de los que fían a un dios innominado
la roída sustancia de su vida.

­         *

BASTÓN

Es un bastón. El suyo. Ha venido
a parar aquí, un lugar
que aún no existía cuando él se fue.
Y eso lo hace todo
más extraño. Es como si el mundo
estuviera de pronto cosido
de otra manera: nuevos estambres,
nuevo recado de hilar
entre las cosas.
Y eso lo pone a él más lejos,
en un juego remoto de borrones perdidos.
Entonces aparece, irreal y brusco,
ese bastón -el suyo-
sujeto entre dos ángulos de pared
como una novedad
pero que estaba antes que lo demás
en la vida, dejándose usar por sus manos,
capaces de empuñarlo
y luego frías
mientras iban de la duración a la quietud
como única solución blanca
y final.

Lo miro desde lejos y me salen preguntas
en los ojos: el número de pasos
que aún cabrán en sus anillos de madera seca,
las brozas impertinentes libradas
de las calles y aún pegadas
en la contera de caucho

y, también, si aún cuenta conmigo,
si me está esperando ahí como un pájaro
discreto y por ahora
sin dieta.
Paso junto a él y oigo, me parece
que lo oigo, un estertor.

¿Y qué atestigua?
¿O qué garantiza?

­         *

METEORO

Un nombre pasa ardiendo
en medio de la noche.
Un galope de caballos heridos por sorpresa.

Sobre el corazón caen
frutas rojas

y pañuelos sin calma,
arrollados por todos los adioses.

­         *

TODO LO QUE ÉL PODÍA LLEVAR

(Tomás Salvador González )

¿Ni un triste óbolo con que pagar
al barquero si se acerca?
Philippe Jacottet

en los bolsillos solo algunas hierbas
y unos cuantos botones
muy gastados,
mordidos por el uso

¿así fuiste a cruzar? ¿sin saldo ni defensas
en las manos?

quiero imaginarlo

era mayo
¿aún sabías canciones de resurrección? ¿las oíste
otra vez levantarse
y salir de tu memoria
despertando de lejos la boca de los niños?

al menos
eso pudiste llevar contigo al viaje:
un cargamento de pequeñas decisiones
-quién sabe si algo más:
miguitas de pan quieto, monedas sonámbulas, cabos
de lápices-
y un silbato frutal
de hueso
para convocar tú a quien ya te esperaba
con la primera merienda
al otro lado

en el confín

yo sé oler los sueños, eso dirías también allí
con tu voz de licores oscuros
para salvar la última aduana, la de la nada

(igual nos dijiste una vez en Galicia,
en aquel viaje de juventud sin cáscaras
y de pensiones húmedas)

y luego
abrirías tus manos para pasar,
enseñarías
lo simple y lo indefenso

todas tus pertenencias

esto es lo que me nombra, algo así dejarías
de recado final

te fuiste solo,
ninguno te sentimos salir aquel día último,
lograste evitar los ademanes de las despedidas,
solo el chapoteo de los remos estrellados
contra esa agua de la vida, el agua
donde quedó flotando para siempre
la clara menudencia de tu caligrafía,
un alfabeto blanco que nadie más conoce

sémola mínima

­         *

disidencia y escándalo

(Juan Rafael)

esta es la hora:
honras menudas y licores súbitos

qué lejos la gárgara del orden, sus avíos
estrellados de pronto contra el régimen
de los calendarios

es la alegría de las desavenencias

entonces, enviciada de luz, empieza a actuar la mano

un brillo silvestre de betunes
atraviesa el taller

de ahí viene el aullido total de tu pintura

mundo de signos quietos como lenguas frías,
baile oscuro de fermentaciones y de sedimentos
y el álgebra violenta
de recados que salen de tu mundo
contra el general bienestar insoportable

es tu idioma, es tu único himno
para firmar la paz con lo que siempre buscaste

la incansable llamada a lo insumiso,

a lo desazonado

Deja un comentario con tu nombre

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.