
Por ILDEFONSO RODRÍGUEZ
Cayó la primera helada, las calles están endurecidas. El delgado cristal que piso esta mañana es el mismo que ya pisé otros inviernos en la ciudad de los fríos visigodos. Con el sentimiento muy firme de que las calles cambian sus direcciones, los pasos varían sus pulsos, pero la primera helada de cada año es siempre la misma: la música del rito invernal.
De legiones y legionarios va este cromo heroico.
Arrasar, hundir, quemar, derrumbar: Gernika, Lleida… Los elegantes cóndores del cabaret (“Baile, baile, baile…y morfina alemana en los apartes”, como dice el verso de Víctor M. Díez), fantasmas siempre hambrientos, sombras que nos siguen todavía. Es la fundación de la ciudad, ab urbe condita, anno dei MCMXXXVI, la ciudad moderna del pleno siglo veinte, por la Legión Cóndor, aviadores heroicos nazis, animando las noches (León era Babilonia, me decía el padre de un amigo zamorano), gastándose las pesetas nacionales. El mismo cabaret que, ventitantos años después, fue la primera discoteca, una de las más modernas del norte de España, el Club 12 (pipermín con ginebra y luces estroboscópicas: cómo relumbraban las camisas de las guapas y los guapos en la pista, dónde andarán las chicas flapper de mon âge).
Resumiendo y para las clases de historia: la ciudad de León fue fundada, sucesivamente, por dos legiones…
(Y añadiendo: Los nuevos legionarios de la banca, lacayos del capitalismo en la denominación clásica, paso a paso están apagando la ciudad, hasta volver a los años oscuros. Pero sin un Lamparilla, un Crémer en la radio diaria: Luces de la ciudad, por Victoriano Crémer…).
Un nuevo suplicante de las ciudades tiene ante sí un cartel enorme; en letras mayúsculas se lee un mensaje que empieza así: QUERIDO PÚBLICO. Él no padece la culpa, no baja la cabeza.
Me cruzo con uno de mis espectros. El aparecido va con su sonrisa de campesino, aquella que mostraban las visitas del pueblo, parados en la puerta, risa sin palabras, reconocimiento familiar.
Un paisano al que no veía desde hace años, ahí va, mira. Lleva los calcetines a la manera de polainas antiguas, por encima de los pantalones. Consumado borrachín, con cara de chico pillo; no sé cuánto hígado pueda quedarle, pero toda su destreza la sigue poniendo en las dos cuestiones decisivas del beber y el vivir. Y sobrevive bebiendo.
Se ha parado bajo la marquesina del autobús, en una tarde de lluvia. Le veo dirigirse a una señora con pieles muy encopetada, señalando con el dedo le decía: Señora, aquí, aquí mismo encontré yo el otro día veinte euros caídos. Y se reía con toda su alma.
Imagen mix: en la calle peatonal una poderosa voz de bajo canta con acompañamiento de fondo grabado. Canta en ruso y pide limosna. Cianótico, aguardentoso, un gigante de las estepas.
Unos metros más allá, el chaval africano, un batusi fino como una espátula bosteza con todo el relumbre de su dentadura ante la top-manta.
“La ciudad es escritura; el que se desplaza por la ciudad, el usuario de la ciudad (todos lo somos) es como un tipo de lectura que según sus obligaciones y sus desplazamientos, retiene fragmentos del enunciado para actualizarlos en secreto”, ha escrito Roland Barthes.
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