
Por AVELINO FIERRO
Sí, como conté hace unos días, no esperaba la carta del hospital. Cuando llegó —¡idiota de mí!— no me atreví a abrirla y anduve todo el día con la vista nublada, muy preocupado. Me habían dicho que avisarían rápido si los resultados de las biopsias no eran buenos. Por suerte era una carta de la inspección médica contando algo que casi no leí, porque la hice trocitos y la tiré al aire. Dejé que cayeran, como confeti, sobre mi cabeza, mientras cerraba los ojos y daba gracias a alguien, respirando profundamente. El temido zarpazo del destino había resultado una caricia.
En esos estados de incertidumbre y de piernas temblando, hay momentos en que la simple visión de los seres queridos resulta dolorosa. Tranströmer lo cuenta en el poema “Ensamhet” (“Soledad”) y tiene otra referencia en el inicio de “Citoyens”. Conduce una noche de febrero, cerca de Enköping, y pierde el control al patinar las ruedas sobre el hielo. Mi nombre –escribe–, mis hijos, mi trabajo, se desprendieron de mí y quedaron atrás en silencio, cada vez más lejos. Era anónimo como un chico en un patio de escuela, rodeado de enemigos. Daba volantazos en un miedo transparente que flotaba como clara de huevo.
¿Qué imágenes vendrán en ese último momento? ¿Se darán codazos unas con otras para ser las primeras en desfilar, en aparecer en esa breve proyección, desenfocadas y mudas? ¿Como será esa película con nosotros como espectadores únicos?
Toño Amado me habló una vez de que no hay que cesar ni un solo día de acarrear algo para el libro de la vida, de procurar que todas las páginas estén escritas cuando les demos un último vistazo. Pero ¿cuáles veremos? ¿qué es lo que sucederá? Puede que algún neurocientífico esté ya tratando de fotografiar lo que pasa por las cabezas que acabarán al poco en la morgue. Igual caemos y caemos en un túnel profundo –así lo imagino yo– mientras nos vamos durmiendo plácidamente (eso, si los recortes sanitarios no siguen y aún contamos con unidades de cuidados paliativos). En ese caer y caer, ingrávidos, nos iremos despidiendo y ordenando las cosas: Adiós, fulano; adiós, mengano; oye, ya sabes que el disco doble de los Rolling es para ti; adiós, adiós, no te olvides de llamar a Sara para que venga a recoger los libros; hola, no llores, mujer, sigue tan rica… En el cine lo retrató muy bien Bob Fosse en “All that jazz”, ese travelling que nos lleva al regazo de la hermosa muerte.
No lo tengo claro. No sé qué aparecerá sobre ese sembrado de nervios a flor de piel, quién actuará para nuestra mirada acuosa y sienes febriles. Puede que haya una clara de huevo, o una niebla densa, o fogonazos que aparecen como temblores con recuerdos o imágenes. Yo, para mí, creo que veré de nuevo un sol rabioso entre la hierba y los huertos en un verano de la infancia, o recordaré el canto de los gallos, o la visión del mar mientras siento los pies hundirse en el margen de la playa, o un día en el patio del colegio con las rodillas ateridas, o algunas palabras que calman la sed, o un amor que partió tu vida en dos. Momentos de un tiempo, sobre todo el de la infancia, cuando todo parecía detenido. Imágenes que pasarán rápidas.
Imágenes y zarpazos que, en vida, también rascan en la memoria. Hace unos instantes traté de tomar algunas notas sobre recuerdos que reaparecen y pasan a la escritura. Me quedé en la primera. Años cincuenta, tras acabar el mercado entre semana en la plaza, “legumbres ofrecidas en los ábsides”, las viejas cortan pequeñas lascas de tocino apoyándolo sobre una rebanada de pan negro. Gamoneda lo lleva al poema, “murmuraban sobre las hernias de los hombres y los relentes venideros antes de recobrar el fondo inútil y regresar, madres del miércoles, al país desolado de los censos”.
De ese mundo de nuestra infancia, más pobre y miserable que éste, “y encima con Franco”, habla, para alumbrar con un farol nuestros vacilantes pasos en esta época de penumbra, Félix de Azúa en el periódico de hoy. Y de otras muchas cosas: el arte, el coraje, la universidad, el nacionalismo, y de Philip Larkin.
En un poema de Larkin sobre ambulancias pensé yo, atribulado, al oír una sirena, en mi día de congojas, “cerradas como confesionarios, se abren paso / entre el estruendo de la ciudad al mediodía / sin devolver ninguna de las miradas que absorben.”
Ese poemario comienza con una elegía a la ciudad de Hull, ciudad portuaria un poco más arriba de Manchester, todavía sin reconstruir tras los bombardeos de la guerra. Escribe sobre la lenta presencia del río, el brillo del barro pisado de gaviotas, calles salpicadas de grano y un agua poblada de gabarras.
El libro acaba con el poema sobre la tumba prebarroca de los Arundel, el conde y su esposa fríos. En el borrador, Larkin añadió un comentario que negaba esa fidelidad en piedra, al escribir: “El amor no es más poderoso que la muerte porque dos estatuas hayan estado cogidas de la mano seiscientos años”.
De paso, el hosco bibliotecario inglés, estaría pensando en quitarle la razón a nuestro Quevedo y su soneto (el mejor de la literatura española para Dámaso Alonso) del polvo enamorado. Quevedo recrea allí el non omnis moriar horaciano. “Ni la lluvia roedora ni el aquilón desatado podrán derruirlo, ni tampoco la incontable sucesión de los años ni la huida del tiempo. ¡No moriré del todo!”. Y, ya en nuestro siglo, no creo que nuestro amigo Javier, alias Quevedo, pensase en todo esto o en enmendarle la plana a nadie, cuando hace unos días, al paso de una rubia medio rusa por el puente de Los Leones, dijera “está para meterla a polvos en la tumba”. En fin…
Acabé de leer Las Bodas de Pentecostés –así se titula el libro de Larkin– el día antes de la nochebuena de 2007. Veo que, en la última página, anoté la fecha y dejé un dibujo de ese y otro libro apilados y, sobre ellos, una hoja doblada de papel, una reseña del mismo en el periódico.
*
No recuerdo quién escribió que los sueños no son buen material literario; creo que tiene razón. Del de hace unos instantes recuerdo que nos habíamos ido a vivir a las afueras, a la zona de la nave. La nave okupada en la que hacen el comedor vegano de los jueves.
Era la última casa del barrio, vieja y un poco apartada, de forma irregular, con varios patios y alturas, como la de Marcos en Valdesogo. De vez en cuando alguien entraba reventando la puerta. De vez en cuando mi padre se encaramaba al tejado para tapar grietas de la vejera o el hueco del último butrón. Porque, de vez en cuando, rascaban tanto en los ladrillos que nos dejaban un hueco por el que veíamos el campo o inmensos trozos de cielo. La última vez resbaló, pero se enganchó a un canalón, (cayeron cosas al patio, libros, una ensaladera) y pudo seguir trabajando.
Salí a dar una vuelta. Más al norte, no muy lejos, están los restos de la tejera con su chimenea altísima que siempre, desde niño, me impresionó. ¿Quién había colocado aquellos ladrillos con tanta precisión? Cerca de la torre, entre el barro y verduras estériles, hay una hoja de periódico con noticias sobre una casa de Mies, de cristal, en un bosque de la raya entre USA y Canadá. Está sumida, incrustada en el suelo, como esas conchas que en la ciudad marcan la senda de los peregrinos a Compostela. Hay más. Hay trozos de poemas. Leo “Somos huellas de arena en la marea baja”, y sé que es el verso final del poema de Manilla. Más adelante, una foto de Mackintosh. Más allá… Es otra ruta para caminantes que no sigo.
En un alambre que sujetan dos postes de madera se entrechocan sábanas tendidas y un enorme sujetador rojo; congelado por el frío de la mañana, el sostén parece un enorme ternero desventrado, como en los cuadros de Soutine.
Cerca está el árbol seco, de grueso tronco, en el que una familia de aborígenes australianos ha construido con tablas y sacos su vivienda. Llamo, pero no hay nadie. Vuelvo a casa y veo al ladrón. Parece marroquí. Está arañando el quicio de una de las puertas. Lleva una navaja grandota acabada en punta roma, como una espátula. Se la quito y la lanzo lejos. Queda perfectamente clavada, como una excalibur cualquiera, en la pared de hormigón del cuartel. Le digo que me ha enseñado el niño pequeño de los australianos, mientras él practica con el boomerang. Nos vamos juntos, charlando, hasta su moto ruidosa, atestada con hierba, con una cabra y cacerolas.
Aparezco en el bar de Chisco y Guzmán me da las gracias por La Información. Se refiere a la entrevista de Azúa. Él, dice, también tuvo un buen profesor de estética en el Erasmus, un tal Lombardo. Momo, el perro, no deja de olerme la entrepierna y me incomoda. Dentro del bar, gentes grandes, de pelos largos, con enormes jarras de cerveza, discuten acaloradamente sobre la corrupción.
Sigo el paseo. Me limpio constantemente una moquita que cae y cae en esta noche heladora. Veo a Edu, Áurea y Quiroga. Caminan como yo, ateridos, sin pisar el suelo, como espectros. Me acerco al Cid, para ver si en los árboles del parque pueden construirse vivacs. Pero la verja está cerrada. Hay una frase escrita como con humo en el aire, “giardini chiussi, appena intravedutti”. Es una frase que está en la página 253 del libro de Azorín “Clásicos y modernos”, en la edición de 1919. Lo abro con cuidado y sale una polilla. El bolígrafo que hasta ahora se deslizaba sin problema por el papel se queda quieto. Ya amanece.