Querido diario (13)

Ilustración de Avelino Fierro.
Ilustración de Avelino Fierro.

Por AVELINO FIERRO

Hoy ha sido día de huelga en el mundo de la justicia. Yo soy funcionario de ese gremio. Anoto esta obscenidad biográfica para las generaciones venideras; los cuatro amigos que leen estos diarios lo saben.

Escribo cuando lo que queda del día es ya una pobre vibración de luminarias. Estoy agotado. No he formado parte de ningún piquete visitando oficinas judiciales ni he corrido delante de los guardias. Salir de la rutina puede ser muy cansado para los que hemos cumplido tantos trienios en el beato sillón. Sí, porque puede trabajarse mañana y tarde, pero en un ambiente ergonómico y con la pausa para el café. No es la zanja ni el andamio, no se estiba ni se conducen reatas de animales, no hay cadenas de montaje.

Me había despertado temprano. Leí a Bloom y eso me llevó a Shakespeare y al soneto 87, ese que termina “poseerte fue como la caricia de un sueño”. Mar escucha su pequeña Sony, que lleva por toda la casa, y habla para sí, apostillando, indignada, las noticias.

Hablan de un hospital valenciano que pasó a manos privadas; cuando todo empieza a ir mal, vuelve a ser público; ya reflotado, lo vuelven a gestionar los mismos que lo hundieron. Así harán con nosotros, y con todo, estos fantoches neoliberales. Lo cuenta bien Tony Judt en Algo va mal, cuando habla de las medidas tatcherianas iniciadas hace treinta y tres años y mantenidas sin demasiados cambios, de los trust de hospitales ingleses, el metro o los ferrocarriles, empresas privadas apoyadas indefinidamente por fondos públicos. “Además –escribe– un servicio social proporcionado por una empresa privada no se presenta como un bien colectivo al que pueden acceder todos los ciudadanos […] el resultado es una sociedad eviscerada […] la densa trama de interacciones sociales y bienes públicos ha quedado reducida al mínimo y lo único que vincula al ciudadano con el Estado es la autoridad y la obediencia”.

Salí abrigado. En el kiosco, a la vez que yo, entran dos iguales para hoy, bien vestidos y de la misma talla. Uno resulta tonto y otro, sensible. Dentro, está el abuelo que ya no trabaja, duerme mal y baja a ver la vida pasar esquinado en su taburete. Uno le dice “parece que estás ahí puesto por el ayuntamiento”; el otro, “Manolo, buenos días, estás muy pendiente del rododendro”. “Sí, le contesta–, tiene una hoja nueva”.

No se ve la montaña nevada, porque sobre el río y hacia el norte hay una niebla brumosa. Un ánade real resbala en un tramo helado de la orilla. Paro en el puente un instante para saludar a Erdozain, que debe de escuchar la emisora que escucha mi mujer, porque se dirige a mí y me hace los mismos comentarios con rostro malhumorado. También me habla del espionaje de los políticos. En casa, yo había oído dos nombres: Borreguerón y Peribáñez, y pensé en utilizarlos en el cuento que quiero escribir sobre Luis Getino y la Memoria Histórica.

En la oficina, los ordenadores no van bien. Consigo encender el mío para ver el correo. Salimos a la concentración en las escalinatas del palacio de justicia. Ismael, el procurador, me cuenta de otro asunto estrambótico, detectivesco: En Barcelona, donde, según sus gobernantes, todos los oasis convergen, unos tipos avispados enredaban a la peña subsahariana simulando juicios en un pisito alquilado, decorando la sala de vistas con una balanza de latón, un par de fotos, la bandera y el mazo. Si alguien se extrañaba, les hablaban de la tradicional carencia de recursos.

Luego, paseo por la ciudad. Veo escaparates, comercios, una tripicallería… Pregunto por una camisa bien de precio. Pago mis deudas en la librería. Subo hasta la explanada de la catedral; allí se encabrita el cierzo. Bajo hasta la plaza donde se celebra el mercado. Al lado de un puesto de escarolas encuentro a Santi, el gitano. Me resume bien todo esto del Nuevo Orden Mundial diseñado por las élites improductivas, del final de un tejido social necesario para la democracia y del ocaso de la clase media, cuando dice: “el barbas ese está haciendo dos clases, la alta y la baja”. Los tomates de Vidanes están a 1,29. Una vendedora grita: “Vamos, vamos, la caja de fresones a 1,99, acabamos de bajarla”. Luego lo repite, lo canta dándole el tono de los niños del Colegio de San Ildefonso. La florista tiene sobre ella un rayo de sol, mira hacia el cielo con los ojos cerrados y balancea su corpachón con la melodía del teléfono móvil.

Bajo hacia La Rúa. En el Rincón del Conde Rebolledo ya no está la fuente, hay un agujero negro tapado con una jardinera estéril. Encuentro, al volver la esquina, a Piedi, que lamenta que el libro de Gide que le regalé tenga una letra diminuta.

A la una y media ya estoy tomando vinos. Encuentro a Javi Arraiza. Llegan Tacho y Blas, su perro. Varias cañas más adelante, en un grupo más amplio, alguien dice que Strauss Khan es su ídolo.

En casa, me apaño con algunos restos caducados que hay en la nevera. Me voy a la siesta con el periódico. Un idiota, que organiza una feria del teléfono móvil en Barcelona, dice: “los niños no quieren hablar, sólo escribir SMS”. Después de la burbuja inmobiliaria nos han metido de cabeza en la digital. Duermo media hora. Leo otra más.

No es adecuado, tal día como hoy, ir a trabajar –y a descansar– por la tarde a la oficina. Subo hacia el norte, hasta el barrio de la infancia. Ya no se ven abuelos traídos a regañadientes de los pueblos, ni gallinas en los patios; hay una gran colonia marroquí. A las ocho cruzo hasta el Albéitar, donde Gus Berrueta inaugura la exposición de fotografía. Pepe Tabernero, que lo organiza, ha conseguido burlar los recortes y tenemos a una pareja bailando tangos y vino español.

De allí, camino hasta el extremo noroeste, hasta el Club Cultural de los alternativos, para hacerle una visita a Aurita, que ha empezado a dar clases de baile. No sé cómo no se desespera con algunos alumnos que pretenden seguir sus pasos con botas de montaña y enredándose entre las rastas. Tomo unas cervezas y salgo a fumar con Antonio, que acaba de llegar de Berlín. Me habla un buen rato de cementerios judíos, de El Lissitzky, del que ha comprado un grabado pequeñito, y de Spinoza. Cuenta de él lo mismo que John Berger, que no divide lo físico y lo espiritual como Descartes, sino que considera que son inseparables, y eso afecta a la política, a la religión, a la moral y a cómo miramos la naturaleza. Cuando se despide, ya dando pedales y adentrándose en una senda entre árboles del arrabal, me pongo en camino otra vez hacia el norte, fatigo de nuevo la ciudad solitaria, mohína, desesperanzada.

Es la una cuando llego a casa. Vuelvo a la rutina, a la vida beata. Leo un texto de Emerson sobre Shakespeare: “… Escribió los aires de toda nuestra música moderna, escribió el texto de la música moderna, el texto de los modales, retrató al hombre de Inglaterra y Europa, al padre del hombre en América; retrató al hombre y describió el día y lo que se lleva a cabo en él: leyó los corazones de los hombres y mujeres, su probidad y su segundo pensamiento, y los ardides; los ardides de la inocencia, y las transiciones por las que las virtudes y vicios pasan a ser sus contrarios: podía dividir la mitad de la madre y la mitad del padre en el rostro del niño o trazar las hermosas demarcaciones de la libertad y del hado: conocía las leyes de la represión que forman la policía de la naturaleza, y todas las dulzuras y todos los terrores del destino humano descansaban en su mente tan verdadera, pero tan blandamente como el paisaje en la mirada. La importancia de esta sabiduría de la vida deja fuera de la vista la forma del drama o la épica. Sería como interesarse por el papel en que está escrito el mensaje de un rey.”

Luego trato de memorizar el soneto 116 (”no es juguete del tiempo, aunque estén al alcance / de su corva guadaña las mejillas de rosa; / no se muda al pasar de las horas tan breves”, pero estoy tan cansado…

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