Por LUIS GRAU LOBO
Antes lo llamaban continente y ahora es sólo un carrefour. Y en esas estamos, metidos en una encrucijada sin saber para dónde tirar. Sin tener sentido no solamente como región del mundo, sino como forma de verlo, como una manera propia de hacer las cosas y de llegar donde hemos llegado que, ahora, con toda esta sobrecarga de pesimismo, se revela una más. Y no solamente eso, también una bastante mediocre. Europa…
Pero no ha sido siempre así. Ahora que los petulantes europeos hemos condescendido a que todos los pueblos de la Tierra tengan historia, que todos tengan pasado, que todos reclamen un presente y se atrevan a conquistar su futuro, ahora que, al fin después de tantos siglos de eurocentrismo miserable y altivo cada rincón de este mundo caótico reivindica su derecho a una parte del pastel que entre todos dejamos pudrir sin complejos, ahora vamos los deprimidos y deprimentes europeos y renunciamos a lo único que merecía la pena de este viejo apéndice continental que un día de estos, como le pasó a Plutón, dejaremos de llamar continente, porque la geografía a primera vista no engaña a nadie.
Durante los últimos cinco siglos, con más culpas que penas, Europa ha estado a la cabeza del cotarro gracias a productos de dudoso gusto. Primero el armamento y la tecnología; después, la industria; más tarde, las finanzas; al fin… nada más. Se acabó. Globalización, deslocalización, y otros congéneres del notorio carácter apátrida del dinero han logrado que hoy día, cuando ya hemos vendido todo el pescado en lejanas lonjas, lo único que resista del viejo ideal europeo sea el sistema de valores sociales que llamábamos estado del bienestar, con un nombre que ya anticipaba su funesto destino, pues los estados son transitorios y los bienestares efímeros. Era, ya saben, ese modelo de sociedad que protegía al más débil, que garantizaba derechos, igualdades, libertades y un régimen de vida amparado en seguridades y en la disposición de oportunidades para todos. Educación, sanidad… esas cosillas. Un ideal que había recorrido la historia como un río subterráneo de lava bajo las pomposas fechas y los fatuos nombres de lugares o de personas que zarandea como hojarasca la brisa mudable del tiempo. Aquella quimera forjada con el aliento de muchos hombres y mujeres cuyos nombres no es preciso conocer en las clases de historia, pero sí sus conquistas: porque son las de todos. Las únicas de todos.
Sin embargo, en los demás rincones del planeta el capital se iba abriendo paso como siempre, a golpe de fábrica maloliente y de jornada laboral esclavista, a golpe de salario ridículo, de atropello y de miseria. Y no había un Dickens para contarlo, como mucho un Sebastiao Salgado para ilustrar los libros encuadernados en cartoné que se venden en los grandes almacenes de Occidente. Occidente; etimológicamente “el que cae, el que muere”…
Porque… ¿que nos queda? Pues nos queda para vender, para malvender, lo único que no habíamos vendido, ese modelo de bienestar y de protección de todos que, ay, aún estábamos puliendo. Pero no lo vendemos como se usa a veces esta palabra y como deberíamos hacerlo, esto es, alabando y avalando su grandeza de miras y su utilidad para lograr una sociedad más justa y, por tales motivos, procurando extenderlo, que los demás lo “compraran” o sea, que lo compartieran y lo aplicasen, en busca de esos ideales que todos reclamamos y todos olvidamos a conveniencia. No, lo vendemos literalmente. Procuramos arrendar los servicios que proporcionaba al mejor postor, pues así los que tienen dinero podrán seguir haciendo dinero con éste, que era el patrimonio de quienes no lo tenían. Los cauces económicos, tan secos, reclaman estas aguas tan puras para baldear sus albañales. Y he aquí que el negocio, el único negocio y quizás el último negocio, ha llegado a ser la venta de lo que somos, de lo que hicimos para ser lo que somos, de lo poco que nos hacía sentirnos orgullosos de los que fuimos. La pregunta es ¿y después qué? Ese era el único producto que Europa monopolizaba. El único que puede vender aún. Y lo estamos vendiendo. De saldo. De liquidación. Como un viejo continente.

¡Ah, la vieja Europa!, como decía el listillo Bush (hijo, padre y espíritu santo).
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