
Por AVELINO FIERRO
En el hospital, en la gran sala de espera para análisis clínicos, encuentro asiento en la última fila del patio de butacas. Van cayendo los números en el marcador electrónico. Algunos pacientes entran en las puertecillas del ala derecha y salen al poco malvestidos, apretando con sus dedos un algodón sobre el brazo. Tengo el número 315, hay un ir y venir constante, seremos ahora unos sesenta. Miro y miro; no conozco a nadie. Sólo algunos viejos se saludan. Las palabras, el tono y los gestos, son de resignación. Quizá porque no somos de los más vivos, sino de los enfermos, de los ya un poco muertos. Y estamos soñolientos y mal peinados, por la hora tan temprana y la falta de café. En los mayores predomina un tono ceniciento, con grandes claros en el bosque anémico de los cabellos; van sembrando copos de piel que se descascarilla, como si en ellos se hubiera quedado a vivir un ácaro de sarna imposible de fumigar. Sus pasos son cansinos e indecisos.
Se ve que hay gente de los pueblos que se desorienta un poquito en este salón de luces y pitidos y andan resignados, como terneros en el matadero. Tomo algunas notas sobre la vejez, el paso del tiempo y el polvo que somos, con el lápiz en una pequeña hoja que marca la lectura en el libro de Gracq. Y veo en la página 154 que de esto, de la lluvia ácida de los minutos y los días, de la erosión de la edad, no se libra ni la piedra ni el hierro ni las deidades: “Por lo demás, no tardaría la corrosión del viento y de la sal en llamar al orden a las florituras, basta con mirar a contraluz el crucero de Trónoen, que se proyecta sobre el friso funerario de las dunas de La Torche, con esos muñones que la sal se ha comido a medias como se come el óxido los aparejos de un pecio, para hacerse cargo de la succión profunda que la roca en bruto, el escollo lavado, aplica aquí a todos los encajes de piedra, como si fuera un vientre al que sueñan éstos con regresar.”
Cuando al rato espero en otra zona, la de las ecografías, veo llegar, al lado de la camilla que empuja una enfermera, a una mujer guapa, elegantísima; la enferma es, sin duda, su madre. Mientras meten la camilla en uno de los cuartos para radiografías, ella se sienta cercana a mí, huyendo de una joven rubia que habla altísimo de estas penurias con unos conocidos y ríe con estrépito. Andará por los cuarenta y tiene la piel de mármol siena, ojos negros, el pelo también negro, recogido; lleva chaqueta y pañuelo en tonos verdes y las botas por fuera del pantalón vaquero. Saca del bolso un libro y lee. No soy capaz de imaginarle el futuro, la caída de la piel, el apagarse del aura de su serena belleza. Hay dos asientos por el medio y cuando he decidido que voy a preguntarle por el libro que tiene en sus manos se levanta al ver que la camilla vuelve al pasillo. Oigo que tiene una bonita voz y la miro mientras se aleja. Dulce pájaro exótico.
Eso sucedía ayer. Hoy son cerca de las dos del mediodía de jueves santo. Me han dejado solo en casa. Ha clareado un poco; la piel gris del cielo tiene ahora ampollas blanquecinas y algunos trozos de azul aparecen y desaparecen, deprisa, caprichos del viento en este techo encapotado. Dejo que se repita, que dé vueltas, el disco de The Clientele; he bajado el volumen: la noche de ayer fue intensa, apasionada, y todavía noto pequeñas descargas eléctricas a través del fino alambre de cobre que recorre algunas circunvalaciones del cerebro.
“My Own Face Inside The Trees” comienza con árboles y pinos que tiritan con fiebre en la oscuridad. Los que veo ahora en el parque, abetos y plátanos, tiene la compañía alborozada de las primeras flores de los prunos, de un rosa leve.
Mar, Héctor y Soraya se han ido hacia el norte, a anotar en sus cuadernos de campo y cuadrantes, los lugares a los que han vuelto las cigüeñas: árboles, troncos muertos, campanarios… El valle que recorren estará encharcado, salpicado de breves margaritas y verónicas. Saldrá a veces el sol y las frondas, los prados y los caminos cerrarán los ojos, respirando lento, para enjugarse las mojaduras del chaparrón y entre las briznas de hierba rebrotará el cuchicheo de algunos insectos. El vuelo lento de un milano mide el tiempo de la mañana.
Pensando en ellos he tomado de un estante el último libro de ensayos de Franzen, Más afuera. No he leído otras cosas de él y éste lo compré al ver en una entrevista que el autor defendía la energía de la ficción, el mundo de las novelas, frente a la adicción a las nuevas tecnologías. Estaba yo escribiendo esos días sobre ello y pensé que algo encontraría en él para, al menos, poner alguna cita a pie de página. No tuve suerte, avisté algún párrafo, inservible para mi artículo entre técnico y jurídico, sobre el interfaz sexy de Facebook, o la transición de la cultura de la nicotina a la del móvil, del bulto en el bolsillo del paquete de Marlboro al del Motorola o los ciudadanos imponiendo a la comunidad sus banales vidas de alcoba con la nueva telefonía y la nueva epidemia nacional de “tequieros”.
Pero el personaje me resultó simpático. En la solapa interior se había retratado, en medio de un camino de tierra bordeado de hierbajos y que parece acabar en una zona de monte bajo, con unos prismáticos colgando del cuello y un trípode al hombro. El libro hablaba más de pájaros y días, que de teorías literarias. Y nuestro hombre viaja al Pacífico Sur, a una isla volcánica “de imponente verticalidad”, a ochocientos kilómetros de la franja costera central de Chile, a la isla de Alejandro Selkirk, “más afuera”, a esparcir las cenizas de su amigo, el escritor David Foster Wallace, y tratar de avistar al rayadito de la isla, de mayor tamaño y plumaje menos vivo, que el rayadito coliespinoso del Chile continental. Va también a Chipre, a reunirse con miembros del Comité Contra la Matanza de Aves, recorre emplazamientos con redes y varas enligadas en la zona suroriental, anota que divisa un escribano cabecinegro (“una joya de tonos dorados, negros y castaños”), liberan un papamoscas collarino y un mosquitero silbador, corren para evitar –algunos no lo consiguen– la ira de los furtivos que los descubren fotografiando sus trampas. En China las aguas del Yangsté contaminadas son del color del cemento húmedo y ve vertidos de fábricas que llegan al humedal donde se refugia la grulla de Manchuria. Y, entre medias, nuestro hombre escribe sobre extraños novelistas americanos y va puliendo su estilo: se nota una mejoría entre los artículos del libro escritos entre 1998 y 2011. Yo creo que le ayuda a ello su afición a la ornitología, a mirar con calma las aves, a describir sus colores, su hábitat y sus peligros. A la postre, describir con minucia el vuelo de un moscardón (o de un insecto enorme, como hace Kafka) es un buen ejercicio para quien escribe, tanto como tratar de nombrar los recovecos de un corazón enamorado. De esas anotaciones y ejercicios de redacción sobre los procesos de la naturaleza y de las enseñanzas de sus moradores saldrá, al menos, una guía práctica y puede que hasta algún decálogo para remanso del espíritu. Faltan, para la literatura, lo sé, otras cosas: un tono adecuado, el compromiso del pensamiento en la forma… y, como dice Mainer, contar las historias con la probidad del testigo emocionado, más que con la facundia del que se lo sabe todo.
Está empezando a anochecer y llegan a casa los pajareros. Han estado horas recogiendo datos sobre las cigüeñas. Me dicen que la mayoría han vuelto a sus casas de campo y sus apartamentos, algunas con familia, algunas eran conocidas e iban anilladas. Al parecer, no han tenido problemas con los créditos hipotecarios (la naturaleza tiene leyes menos perversas que las que rigen en el mundo de los avariciosos).
Todo eso se añade a otras salidas al campo e irá a parar a libros futuros, proyectos de investigación, al limbo de los pájaros muertos o al pozo sin fondo del amor a la naturaleza… Y me muestran su otro botín de los nombres del día: elanio azul, verdecillos, triguero, paloma torcaz, tarabilla, escribanos soteños, montesinos y cerillos, cornejas, pegas, milanos reales y negros, ratonero, cernícalo, las primeras golondrinas del año, lavandera, verderón, colirrojo, mitos, estorninos, mosquiteros, gorriones, pinzones…
No se puede escribir sin estar pendiente de las variaciones en el aire, de una mínima nube del verano, ni de las rosas que se secan en un vaso, ni de los pajarillos que picotean y dan saltos en tu jardín. Con esas briznas de la naturaleza, modestas flores huérfanas en las orillas de los caminos, hizo Emily Dickinson poemas para vencer la muerte y el tiempo:
Si no estuviese viva cuando vuelvan
los petirrojos, al de la encarnada
corbata, en mi memoria,
echadle una migaja.
Y si las gracias no pudiese daros
porque profundamente ya me hubiese dormido
bien sabéis que lo intento
con labios de granito.
Franzen en «las Correcciones» es un testigo compasivo. No sé si los pájaros enseñan eso. Tú eres el más grande. Consuelo Madrigal
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