
Crónica de un viaje cultural a Portugal. «Puede parecer extraño, pero en lecturas y viajes como algo salutífero pensaba yo cuando, hace unos días, miraba a mis amigos en el pub: se comportan así, me decía, porque son buenos lectores…».
Por AVELINO FIERRO
“El aire, en aquella tarde de otoño, era de una gran dulzura, y las sierras lejanas se recortaban con una claridad fría. Sin embargo, no pensé mucho en ellas, sino solamente en mis pensamientos…”
Me he rodeado de algunos libros de autores portugueses para, tocándolos, hojeándolos, sentir el impulso de una frase, la compañía de su aliento, un murmullo o una intuición precisa, nítida como una marca de cantero, que me sirva de estímulo para redactar la crónica de un viaje breve por aquellas tierras.
He tenido algunas ideas que permanecían poco tiempo, que no alentaron bastante una emoción o no avivaron ningún impulso o pundonor o ese algo de amor propio que quizá esté en el fondo del acto de escribir. Ya digo, cuatro ideas que se hundieron pronto en el escrúpulo de la precisión, que no han desatado o azuzado nada…, una brisa tan leve que no dejó rastro, como esta que he percibido hace un poco en los árboles del parque mientras se preparan para anochecer. Y con eso nada se construye; nada se aviva, ni un esbozo, sólo se aguija el abandono.
En el fondo, esta inseguridad tiene que ver con algo que me ha sucedido. Desde hace tiempo sé que la literatura nos ayuda a vivir mejor, que “la lectura atenta y constante proporciona y desarrolla plenamente una personalidad autónoma”, o, al menos, como dijo Barthes, “la literatura no permite andar, pero permite respirar”. Pero, a veces, como ahora veremos, sucede lo contrario.
Puede parecer extraño, pero en lecturas y viajes como algo salutífero pensaba yo cuando, hace unos días, miraba a mis amigos en el pub: se comportan así, me decía, porque son buenos lectores. Eran ya las dos de la madrugada. Yo había pasado la tarde con M. Cerebro. Lo había recogido en un bar céntrico y luego callejeamos un rato. Llevaba con él su bolsita de siempre, los libros comprados esa mañana (sólo recuerdo uno de Alice Munro). No había parado en casa al mediodía; había estado en su antiguo barrio de Puente Castro. Me contó la conversación oída en una taberna entre un gitano grande y otro con aire de conocido. Hablaban de pegarle dos tiros a alguien o romperle algunos huesos. “A mí, me dijo, me salvó de no andar en esas la lectura y el fútbol. Las dos cosas me tuvieron entretenido y con obligaciones desde que era mozo”. Habíamos encontrado, pasadas ya unas horas, a otros amigos. Después de un par de bares fuimos todos juntos al pub. Cuando yo volvía de la barra con la segunda ronda de bebidas, alguien me dijo: “Nos preguntábamos si tú eras de Chaves Nogales”.
Hasta entonces no había aparecido la literatura. No recuerdo de qué habíamos hablado; un poco de todo, sandeces o hasta puede que de algo trascendente, de si a Ignacio le había dado por aplicarse a los asuntos del paso del tiempo o el más allá. Posiblemente alguien, entre copa y copa y baile y baile, habló de sus últimas lecturas. ¿Tú eres de Chaves Nogales? Vaya pregunta a las tres de la madrugada. En aquel instante sonó la canción de Dylan que Miguel había pedido y eso me salvó. Un poco tambaleante, pero sin sentirme todavía como una piedra rodante, contesté: “A mí me gusta más Gaziel”. Aquello siguió un buen rato. Volví a casa por aceras que extrañamente se estrechaban y acordeonaban.
Al día siguiente recordé la escena y busqué los libros de Gaziel. Allí estaba el Diario de un estudiante en París (yo estuve con él tirando de un mísero carretón con su equipaje por las calles parisinas, un miércoles 2 de septiembre de 1914, en vísperas de la batalla del Marne, tratando de cargar unos baúles en el tren que nos llevaría hacia las regiones del mediodía), Narraciones de tierras heroicas, En las líneas de fuego o El ensueño de Europa, en sus primeras ediciones.
También su Portugal lejano, ya muy posterior. Como el fin de semana siguiente, con un viernes festivo, teníamos el viaje, decidí releerlo. Y de ahí vienen los problemas. La ruta del escritor era muy parecida a la nuestra, un poco más amplia. Y qué va a anotar uno, escribidor de recortes de tiempo y tristes tardes de ocio de los viernes, después de la lectura de párrafos como éste:
“Hoy era un día de éstos. Acodado en la borda del pontón fluvial a pleno viento, respirando la bocanada salobre que viene del Atlántico, en dirección contraria a la corriente del río, me he quedado embobado como ante un escenario. Había sobre nosotros una inmensidad de atmósfera, tan pesada, que aplastaba la tierra y parecía que ensanchaba más aún el río. Los barrios accidentados de Lisboa ondeaban sobre la ribera, a caballo de sus innumerables montículos y a medida que nos alejábamos se convertían en una especie de inmenso pesebre tendido junto al agua, con los puñados de casas colocados de costado. Todo el celaje estaba encubierto por una leve bruma, tal como si una fina capa de cola lo cubriera, sobre la cual el sol iba colocando chapas de oro estridente que brillaban como toques de corneta. A la derecha del panorama el encumbrado castillo de San Jorge, la fortaleza medieval de Lisboa, parecía pintado con fuego, mientras la torre de Belem plantada a ras de agua en el otro extremo de la población, resaltaba como un agua fuerte, muy entintado, sobre la brillantez pegajosa del río que agarraba ya al bies la luz amarillenta de la tarde. Los tonos pastel de las casas lisboetas –verdes, azules, rosadas y sienas– brillaban también a etapas, según fuera el lametazo del sol que las encendiera o amortiguara dulcemente la sordina de la niebla.”
Leemos eso y quedamos atenazados, amenazados –diría Bloom– por la perspectiva de la muerte imaginativa, de quedar totalmente poseídos por un precursor. No nos atrevemos a dar un paso, nos tambaleamos de nuevo en la literatura como ayer, de madrugada, en la vida. A todo llegamos tarde. ¿Por qué caminos, por qué aceras seguras discurrir? ¿Qué nos sirve de cayado? Vamos a escribir y sentimos a veces tan fuertes los golpes de las voces ajenas en nuestro rostro que bastante tenemos con apagar su eco, nos invade la desazón, “la acerba certeza de no ser necesarios”; la angustia de no ser más que un pálido reflejo, la sombra, la silueta, la niebla de los precursores. La ansiedad de la influencia, una humillante derrota.
Pero alguien me vino a recordar que me había comprometido a escribir sobre este recorrido de tres días en autocar, a encerrar en una campana de vidrio algo de humo, niebla, sensaciones, las sombras del recuerdo.
Es esta una buena época para pasear por la ciudad. Todos los tonos del aire y de la tierra se van extremando: puede saludarte una mañana limpia y un vientecillo hirsuto que arrastra y mezcla ráfagas puras y, a la vez, el aroma enrarecido de las hojas que se amontonan y descomponen en el pudridero de los parques. Las calefacciones lanzan invisibles pompas de calor y quizá, de repente, te sorprende el olor de alguna chimenea de leña, te desorienta, te encierra en un desván de nostalgia. Pueden enmarañarse algunas nieblas en las márgenes del río, que luego el sol dispersa. Al anochecer el cielo deja ver fulgir a Júpiter y poco a poco un aire más cálido seca las gotas del aguacero; la calle se va quedando sin reflejos, como un rescoldo que se apaga. Bajas la cremallera del tabardo y metes las manos en los bolsillos del pantalón. Te comportas un poco como este tiempo menopáusico.
Y vale este mundo tornadizo para cualquier tipo de viaje. Es el momento de los colores del campo y de las luces más sutiles. Los huertos están más desmayados, pero los castaños, las hayas, robles y encinas, llenan el paisaje de radiantes colores apagados.
Era aún de noche cuando salimos en autocar. Iba yo adormilado hasta llegar a las dehesas salmantinas; es un trayecto sabido y algún misterioso reloj orgánico nos avisa de los lugares de más provecho. En Ciudad Rodrigo hicimos la primera parada y a partir de allí el camino fue de una agradable monotonía, de vaivenes por tierras bajas y verdes. Nubes, aguaceros y rayos de sol hacían brillar los prados y las verduras tardías: puerros, calabazas, coles… Los huertos se veían cuidados y los pueblos vividos y enlazados al entorno sin intermitencias. Era un tobogán amable por lugares –y así fue todos los días– de incontestable modestia, pero asistidos por la razón y la sensatez, la vida de unos hombres con los pies en el suelo, apegados al latir de la tierra. Sucedía también con las construcciones, los tejados, los colores; sólo algún sobresalto mínimo y blanco de esos volúmenes cúbicos de la nueva arquitectura. Nada era abrupto; todo destilaba una entrañable tristeza risueña. Como un vivir sensato, sin apariencias, sin estridencias, sin aspavientos.
Dice Unamuno: “No hay modo de penetrar en el alma elegíaca de la poesía portuguesa –y en Portugal toda la literatura es poesía–, no habiéndose dejado ganar del hechizo, un poco triste, de su paisaje mimoso.”
Como el nuestro es un viaje cultural, guiados por José Luis y Ana, se hace la primera parada en la Iglesia de Santa Cruz, en Coimbra. Al parecer vamos a recorrer iglesias y monasterios en los que las piedras hablan del origen de la nación portuguesa. Han pasado siete días y soy incapaz de recordar algunos itinerarios. Copio notas de la libreta de Mar.
“Iglesia de Santa Cruz. Azulejos. Túmulos de Alfonso Henríquez y Sancho I. Claustro del Silencio. Paloma posada en una hornacina ¿el espíritu santo? Después, vino verde y olivas aliñadas, un poco a la carrera.
Buçaco. Vueltas y revueltas hasta que el autocar consigue entrar en el recinto. Comemos un bocadillo resguardados de la lluvia. Paseo por la senda de helechos y árboles. Abandono. En el Convento de Santa Cruz nos llama la atención el corcho en puertas y techos. Exvotos con fotografías. Cansancio. Ganas de venir con más tiempo.”
De vuelta en Coimbra unos erasmus nos indican la subida a la Universidad. 125 escalones. Ya es noche cerrada; desde el mirador sólo vemos luces sobre la colina y adivinamos por los reflejos en algunos tramos el cauce de aguas lentas del Mondego. Callejeamos en busca de nada, o, si acaso, de una tasca para cenar. Al día siguiente partimos temprano y no hay tiempo ya de un pequeño recorrido urbano para repetir los pasos de Eça de Queiroz –a quien se aparece el diablo–, o de Antero de Quental –que invoca a un Dios que niega–, o de Eugenio de Andrade –que encuentra aquí el amor–, ni de ir en busca de algo que aún vibrará a cambio de aquello que ha ido desapareciendo: O Mandarin, el Café Arcadia u otros lugares que hacen enfermar de melancolía a los amantes de la ciudad, como mi amigo Martín.
Con Miguel y Sali, después de comprobar que la pequeña taberna Ze Manuel estaba llena, recordamos haber visto, cerca de un solar céntrico y muros en ruinas, un par de casas de comidas. Entramos en la Cantinha dos Reis y pedimos vino verde y las tres clases de bacalao que ofrecía la carta. El idioma portugués es indescifrable, pero no importa aguardar las sorpresas –son siempre un regalo– para nuestras torpezas. Somos los únicos turistas; nadie pide bacalao: salen fuentes con carne y se bebe vino tinto. Un viernes por la noche puede que sea para ellos un día un poco especial. O lo son todos los días y no hemos caído desde hace tiempo en la cuenta. Miguel Torga, anotación de su Diario: “Coimbra, 11 de marzo de 1993. Almuerzo con Jorge Amado. Perdiz cazada en Montesinho, ternera de Miranda do Douro y tinto del Duero. Menú de rigor, en homenaje a la humanidad del escritor que en mi admiración parece haber aliado armoniosamente, en su vida y en su obra, el calor de la urbanidad de Bahía a la grandeza del alma trasmontana.”
Para Gaziel, en su viaje de 1954 por esta zona, es difícil comer bien en Portugal. Habla de un restaurante, A Democracia, cuyo nombre no le parece ya adecuado. Les sirven tal cantidad de bacalao con patatas, y costillas de cordero, verduras y unas masas amorfas sobre lonchas de jamón en dulce, gruesas como colchones, que sólo con verlas quedan empapuzados. Dice, sin embargo, que la pastelería, como tantas otras cosas de “este pueblo pulcro, ceremonioso, barroco y lleno de viejas costumbres” es excelente, y hay que buscarla en el fondo de los siglos, cuando estaba dominado por el espíritu monacal. Que es fina, muy azucarada y tirando a angelical, tiene mucho de frailesco.
Cuando salíamos hacia el hotel, tras el madrugón y la caminata hasta la Universidad y otras empinadas callejas, la cerveza, el vino, el bagaço y las fuentes de comida, íbamos embotados, sin hablar demasiado. Yo me preguntaba qué es lo que incita a viajar. Creo que el viaje tiene que estar alimentado o provocado por algo que tenga que ver con la cultura. Está bien que queramos conocer Florencia y sus puentes sobre el Arno, un cuadro de Katsushika Hokusai, el burdel de Bella Cohen al que acude Leopold Bloom, ese trozo de cementerio en el que se posan las urracas en el poema de Miguel D’Ors, la tumba de Walter Benjamin…
Lo demás son paseos por el monte, rutas para biólogos, hazañas de exploradores, auroras boreales, récords para combatir la ansiedad… otra cosa. Así que cuando hace un par de días, Bea Menéndez Barcia me decía que le encantaba el desierto y que un momento emocionante fue abandonar la ruta de la caravana y subir a una duna, y fumar hasta que el sol se puso, yo no la entendía, ni siquiera veía aquello como un viaje hacia el interior de uno mismo.
“Batalha: recordábamos haber estado con Ángel Miguel y Pilar. Me gustan las Capelas Imperfeitas. Nidos de aviones roqueros. Alcobaça: Monasterio de Santa María. Cisterciense. Simplicísimo y precioso. Túmulos de Inés de Castro y Pedro I. Cocina impresionante, tanto por la altura, como por los azulejos “suaves”. Comimos en un bar moderno. Potajes muy ricos. Óbidos: En un alto. Amurallado. Turistas y tiendas cuidadas, bonitas. Una de juguetes y libros infantiles y otra librería maravillosa, con estanterías de cajas de madera y una pequeña frutería en uno de sus extremos. Vemos una exposición de Pedro Calapez, al que Ave había seguido la pista hace unos años. Paseamos arriba y abajo y, fuera del circuito turístico, entramos en un bar solitario y subimos a la azotea. Rodeados de tejados rojos y chimeneas blancas. Llegó la noche y un silencio extraño.
A Nazaré: viaje con lluvia. Dormidos. Hotel Mar Bravo. Habitación con vistas a un verdadero mar embravecido. Paseo. Subimos cuestas y bajamos escalones [Gaziel en su entrada “Lisboa a pie”, anota algo que sirve para todos estos lugares que recorremos: “Los planos de Lisboa, para no ser engañadores, tendrían que tener cotas de altura y curvas de nivel como los mapas del Estado Mayor Militar]. Tomamos vinos en un bar de pescadores. Cenamos en el “Aleluia”, con luz triste, una fonda de siempre. La playa es muy negra al salir. Pisamos la arena. Hoy han tenido que rescatar a unos surfistas. Tomamos cidreira en una terraza cubierta, con música en directo. Buen cantante y buenas canciones (inglesas).
Domingo, 3. Ave y yo los últimos a desayunar. Se abre el cielo gris y el sol deslumbra en el acantilado. Nos vamos a Fátima, que queda en la ruta. Avello –ya lo había dicho– se niega a explicar. Mercadeo total. Gente “caminando” de rodillas. Velas encendidas y exvotos arrojados al fuego. Hay misa con un montón de curas en la Iglesia de la Santísima Trinidad, del arquitecto Alexandros Tombazis, con nueve mil asientos. La luz es bonita.
De allí, a Tomar. Convento de Cristo, junto al castillo templario. Edificio enorme, claustros y más claustros, cornejas disecadas, dormitorios de monjes, la célebre “janela” manuelina, la charola en obras…
[Dice José Luis, y recuerdo haberlo leído en Gaziel, que Portugal fue en aquellos tiempos feudo de los frailes. De los del cesto, de los de Cluny, de los benedictinos de todas clases, de San Benito y de San Bernardo, de los dominicos y otras órdenes puramente cenobíticas. Con seguro instinto, el Portugal naciente se inclinó, para resguardarse de Castilla, hacia Borgoña e Inglaterra. Y también se apoyó en otras órdenes pavorosas, de tan adustas y omnipotentes, como los templarios y los Caballeros de Malta.]
Bajamos a comer al pueblo. Un vino blanco en un bar modestísimo. Comemos en “El Infante”, caldereta –cataplana– de marisco, potajes en su punto, y carne a la brasa. Sin postre. A carrera hacia el autocar tras visita rápida a la sinagoga.”
Llego el primero y espero al grupo. Me he dejado el tabaco en el restaurante. José, el conductor, rebusca y encuentra un paquete que alguien olvidó en un viaje anterior. Llegan los grupos. Algunos han ido a comer a un restaurante junto al río. El más numeroso viene pastoreado por Félix. Somos catorce chicas y cuatro chicos. La divina proporción. Y ellas, jóvenes, elegantes, discretas, atentas a las piedras y las marcas de cantero, a las historias antiguas sobre el amor y la guerra.
Mientras deshacía la maleta, por la que se derramaban sueños dorados, sombras de invierno, caracoles de madrugada, lejanas estrellas, y poemas de Nuno Júdice, sentía deseos de volver a partir.
La fascinación del viaje, igual que el niño corre tras la pelota. Parar el tiempo, estar presente. Incorporar el espacio a través de los sentidos. A vueltas con la finitud, qué más podemos hacer.
Me gustaMe gusta
En el transcurso del viaje me prendo de una imagen. Está en Portugal. Se trata de la representación de una muchacha con vestimenta de la época. Se clasifica dentro del estilo gótico, a finales de la Edad Media. Llama poderosamente la atención la amplitud de su escote, y esa forma de apretar los senos y alzarlos hacia arriba, al igual que ocurre en las series históricas de TVE, o en los video-clips de las Azúcar Moreno en sus tiempos gloriosos… Tampoco es menester mencionar todo lo que se ha ido almacenando en mi mente con respecto a este tema. Es increible la modernidad de esta doncella de cintura oprimida. Cuando, recientemente, se contempla y admira, siempre hay alguna persona que barrunta sobre la posibilidad de que se trate de una obra reciente. No es el caso. No me voy a recrear con la maldad de mis pensamientos…
Voy a ampliar la información sobre esta doncella gótica del monasterio de Santa María de la Victoria, conocido por mosteiro da Batalha. En realidad no es una doncella sino que se trata de la virgen María que forma parte de la escena de la anunciación. La palabra virgen y doncella no poseen el mismo significado. Sin embargo, en el AT -Antiguo Testamento en su versión judía, la no retocada, habla de que el Mesías nacerá de una doncella, que no de una virgen. Los judíos no tienen NT, pero en este, los cristianos hablan de virgen que es un grado más, ciertamente negativo. En estas cuestiones yo soy muy permisivo pero ni la iglesia, ni los judíos, ni la Real Academia Española de la Lengua lo son. Pero todo esto, al fin y a la postre, no me interesa mucho. Lo que sí me resulta más importante es la modernidad de los góticos frente a los ultramontanos de nuestra coetaneidad. Colocar una imagen así, en la Sala Capitular de un país tan ultracatólico solo se le puede ocurrir al maestro Huguet, de origen catalán aunque no por ser de esta región. ¿Se imaginan ustedes que un escultor catalán hiciese una esculturilla así para ornato de la catedral de Granada? Pues superar el pensamiento medieval no es difícil, lo que resulta imposible es retrotraerse a él. Huguet era inteligente, supo preservar la virginidad de María y para ello solo tuvo que añadir un collar. El collar soporta colgantes en forma de mano que, al igual que la de Fatima y no Fátima, son elementos que siempre se han tenido por un sistema de alta protección para estos casos de alta sofisticación. De esta forma, la Virgen sigue siendo virgen y, a la vez, una doncella estupenda. Así es el arte y así se lo contamos, como siempre repiten los que han nacido en la primera parte de la década de los setenta; y las que, también
Me gustaMe gusta
Helen HANFF, 84, Charing Cross Road, Ed. Anagrama, Barcelona, 2008, 11º edic. p.11.
Carta de Helen Hanff a Marks & Co.
«Señores:
Los libros llegaron bien, y el de Stevenson es tan bello que abochorna un poco a mis estanterías hechas con cajas de naranjas…»
Óbidos: Livraria do Mercado Biológico es una librería ciuyas estanterías están hechas con cajas de fruta. Incluso hay venta de fruta en la propia librería.
¿Los que leen pueden apropiarde buenas ideas?
Me gustaMe gusta