La exposición «El jardín de senderos que se detienen” busca la mirada creadora del espectador a partir de obras de Elisa Terroba, José Luis Serzo, Laura Piñeiro, Ignacio Pérez-Jofre, Luis Pérez Calvo, Paloma Pájaro, Marina Núñez, Enrique Marty y Raúl Hevia y un cuento de Luis Grau Lobo (que se reproduce más abajo). Se puede contemplar, hasta el 12 de marzo, en La Gran, la galería que dirige Pedro Gallego de Lerma en Valladolid (calle Claudio Moyano 16, 2º).
“El jardín de senderos que se detienen” está formada por nueve relatos en forma de instalaciones o conjuntos de piezas –y uno en forma de cuento, que da título a la muestra– que a su vez contienen miles de finales, todos ellos abiertos y a menudo inesperados o sorprendentes. Los primeros relatos son las obras de Elisa Terroba, José Luis Serzo, Laura Piñeiro, Ignacio Pérez-Jofre, Luis Pérez Calvo, Paloma Pájaro, Marina Núñez, Enrique Marty y Raúl Hevia. El décimo relato es el cuento que Luis Grau Lobo ha escrito apropiándose de los arranques de doce conocidas historias (de la Biblia al Quijote, pasando por Moby Dick, La Odisea o La Isla del Tesoro) y continuándolas —más bien deteniéndolas— de forma inesperada; alterando, y en cierto modo traicionando, el relato que conocemos y por tanto esperamos.
Por la vivienda donde se ubica La Gran se distribuyen las obras, todas de fuerte contenido narrativo, abiertas y llenas de significados. Formalmente todas están compuestas por agrupaciones de piezas de pequeño formato, cada una de las cuales puede también ser dispuesta, leída y entendida individualmente, dando lugar a nuevas historias, que desgajadas del conjunto cobren vida propia.
Pero unas y otras piezas son relatos incompletos, pues necesitan de la lectura creadora de un espectador activo –emancipado diría Rancière– que perfeccione las historias que cada artista nos propone. En una época de relatos impuestos que buscan espectadores pasivos e ignorantes que consuman grandes historias de contenido único, absoluto; de blancos y negros pero no de grises, desde La Gran quieren «defender la mirada que el mundo del arte ofrece sobre la realidad. Una mirada que no se ajusta a los esquemas del pensamiento lógico y que aporta una perspectiva distinta y genera lecturas nuevas, realidades inéditas y por tanto, sin duda, un mundo diferente».
Reproducimos aquí el cuento de Luis Grau Lobo —licenciado en Arqueología e Historia del Arte, director del Museo provincial de León y presidente del Comité español del ICOM— que acompaña y da título a la exposición:

«El jardín de senderos que se detienen»
Por LUIS GRAU LOBO
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Jamás leyó una sola línea de libros de caballerías o andanzas inventadas y fantasiosas disputas. El cura que de niño atendía su alma se encargó de expurgar su casa de tales obras en evitación de vicios perniciosos e inútiles distracciones. El hidalgo vivió y murió haciendo gala de una proverbial cordura.
Cuéntame, Musa, la historia del hombre de muchos senderos,
que anduvo errante muy mucho después de Troya sagrada asolar;
vio muchas ciudades de hombres y conoció su talante,
y dolores sufrió sin cuento en el mar tratando
de asegurar la vida y el retorno de sus compañeros.
“No ha de hacerse tal cosa”, la voz del iracundo dios tronó
en medio de furia de vientos y azote de oleaje
“jamás ha de cantarse sobre aquel que osara ofendernos
y cuya astucia lidiar pretendiera con nuestra razón,
sean prevenidos todo bardo, todo rapsoda, los aedos todos”.
Llamadme Ismael. Hace unos años -no importa cuánto hace exactamente-, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. No obstante, las fuerzas desencadenadas de los meteoros se aliaron contra aquella resolución, y tras meses de un temporal inicuo que reprimió cualquier intento de navegación, decidí poner fin a mi vida, pues no otro sentido hallé para ella que el mar o la muerte.
Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo. Pero el tal Páramo no era mi padre, él mismo lo proclamó en cuanto hube descubierto sus intenciones: quería saberlo todo, decirlo todo, ensombrecerlo todo. No lo consentí. Huí de Comala como alma que lleva el diablo.
Mucho tiempo he estado acostándome temprano. A veces apenas había apagado la bujía, cerrábanse mis ojos tan presto que ni tiempo tenía para decirme “Ya me duermo”. Y media hora después despertábame la idea de que ya era hora de ir a buscar el sueño. Por ese motivo, andaba siempre somnoliento y embotado de mente, y de tan apurado por esas negligencias nocturnas, no gustaba de acompañar el té con nada que no fuera mi propia prisa. Lo tomaba nervioso, sin tiempo alguno para reflexionar o dejarme llevar por evocaciones, con el ánimo extraviado en un aturdimiento inmisericorde y desmemoriado.
El 24 de febrero de 1815, el vigía de Nuestra Señora de la Guarda dio la señal de que se hallaba a la vista el bergantín El Faraón procedente de Esmirna, Trieste y Nápoles. Como suele hacerse en tales casos, salió inmediatamente en su busca un práctico, que pasó por delante del castillo de If y subió a bordo del buque entre la isla de Rión y el cabo Mongión. Junto al piloto, el capitán Lecrec escrutaba el puerto con triste semblante; el fallecimiento del joven Edmundo Dantés en Nápoles, a causa de unas fiebres y después de terribles padecimientos, resultaba una noticia demasiado funesta para el buque y sus armadores, aunque aquel regresara con el cargamento intacto.
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. El disparo simultáneo de cuatro fusiles hizo añicos aquella evocación y sajó en canal la madrugada; pero el coronel no logró escucharlo, murió en ese mismo
instante.
Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: «Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias.» Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer. La quería. Ella me enseñó un sentido para esta vida sinsentido, me proporcionó una pauta, un camino, algo que nunca me fallará. No iré a su entierro, ya no me necesita; pero no traicionaré de ningún modo su memoria: eso la habría complacido.
A mitad del camino de la vida,
en una selva oscura me encontraba
porque mi ruta había extraviado.
Las puertas del infierno, las del cielo
y hasta las del pálido purgatorio,
hallé tan cerradas como ilusorias.
El squire Trelawney, el doctor Livesey y algunos otros caballeros me han indicado que ponga por escrito todo lo referente a la Isla del Tesoro, sin omitir detalle, pero no he de hacerlo ni hoy ni nunca. El secreto del emplazamiento de la isla y las riquezas que aún cobija, las andanzas en nada virtuosas que allí tuvieron lugar, y mi propia ineptitud en el arte de la escritura alimentan mi firme determinación de que esta historia sucumba conmigo, pues ningún beneficio brindaría para nadie que no contuviera meros morbo y molicie.
En el principio creó Dios los cielos y la tierra. Y la tierra estaba sin orden y vacía, y las tinieblas cubrían la superficie del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la superficie de las aguas. Pero nada más se movía, y vio Dios que la quietud era buena; y así permaneció todo por los siglos de los siglos.
Et ad libitum.
Luis Grau Lobo (et alii)