Viajes de ida y ¿vuelta?

Fotografía: Eloísa Otero.

Viajes de ida y ¿vuelta?

La búsqueda de la belleza y las inquietudes personales, en apariencia inofensivas, centran el texto de l@s componentes del grupo “Yo creatiV@ improvisando entre líneas”. Pero las piezas de arte, los símbolos –y las heridas– que deja el pincel en su trayectoria siempre trascienden y dejan grabados en los sentimientos enigmas que, a la larga, marcan el territorio del lienzo y sus fascinantes desenlaces. Viajes de ida y ¿vuelta? Recorre la peripecia interior de una vida, escrita a 14 manos, que a punto estuvo de dejar una huella irrepetible, aunque la historia colectiva traicionó otra vez al ser humano.

Tercera entrega para TAM TAM PRESS, creada online, antes de que sus creadores suelten a su imaginación de vacaciones.

→ Por ADRIANA ORTEGA, LUIS BARTO, SARA ORTEGA, ADRIÁN ROSSIGNOLI , ISAAC MACHO, LYDIA V. LORD y ANDREA CASADO.

Margara se encuentra sentada en su cheslon amarilo mostaza. La luz de las farolas dibuja el humo del café que invade la estancia. Agarrando con sus manos el billete de avión sin retorno se da cuenta de que ya no hay vuelta atrás. Es el momento de cambiar de etapa ya que considera que ha superado los distintos niveles en su vida: juegos de infancia interminables por calles seguras, amores pasionales de un solo verano, noches alocadas que terminan en lugares desconocidos con gente desconocida, trabajos polivalentes con sueldos precarios y abusos de poder e incluso el pack completo de matrimonio, embarazo con el extra de divorcio. Pero necesita hacer un alto en el camino, recobrar el sentido de su vida, ya que lo que más ama está a 7.996 kilómetros de distancia intentando satisfacer su vocación profesional.

Su hijo Marcos tan solo tiene 27 años y una vida por delante llena de ilusiones y sueños por cumplir. Se pregunta, «¿qué me queda en esta vida monótona y aburrida? Rodeada de gente que siento que ya ni me aporta y la verdad que ni me importa». Se dirige a su habitación con los pies descalzos. Encima de su cama únicamente quedan dos maletas y un sombrero. La nostalgia la invade hasta que al mirar el reloj se da cuenta de que son las 4:00 a.m. y solamente quedan 5 horas para tomar rumbo a su nuevo destino.

Con los primeros rayos de sol, Margara sale de su casa acompañada de Marcos, quien con tanta nostalgia ha decidido acompañar a su madre al inicio de un largo viaje en el que es posible que pase mucho tiempo sin verla.

Margara se gira por última vez para mirar a la casa en la que ha vivido tantas cosas. Y con sensación de prófuga tira de sus dos maletas para continuar su huida antes de que las bombas de su pasado continúen martirizándola.

Al despedirse de su hijo en el aeropuerto un último abrazo desgarrador, al saber que se aleja del calor de esos brazos que le han dado la vida en estos 27 años.

Siete horas seguidas de avión fueron suficientes para doblegar las últimas embestidas de una melancolía trufada de culpa y desencanto; ese instinto maternal protector expiró –¿para siempre?– en el avión que la había traído al país africano más devastado por el hambre y las guerras, de la miseria y la ignorancia, donde el tiempo y la memoria parecían haberse detenido hace siglos y donde esperaba ser rescatada de la indeseable condición de turista de la existencia.

Nada más pisar tierra, divisó, en lontananza, la figura de Óscar, rodeada de sonrisas infantiles agradecidas, que la esperaba para brindarle una segunda oportunidad, antes, incluso, de haber podido vivir la primera.

Pero el encuentro en el aeropuerto de Maputo resultó artificioso, física y emocionalmente. Incluso la fiesta que dio en honor de la recién llegada con compañeros de la embajada resultó pura zalamería innecesaria.

Una semana después, cansada de mentirse a sí misma, Margara decidió cortar por lo sano con su marido y optó por echarle un pulso a la vida. Se perdió unos meses por los campos al norte de Mozambique, exploró nuevas sensaciones en la naturaleza –que nunca miente– y tras hablar horas y horas y mirar serenamente a los ojos de las agricultoras que explotaban los minifundios, sintió la verdad de cerca y decidió comprar una vieja explotación de algodón que encontró a la venta en Nampula.

Guiada por Flávia, la capataza de la hacienda, reestructuró el cultivo, contrató a 23 mujeres y pronto las fértiles tierras empezaron a dar beneficios. La convivencia diaria con estas plebeyas de la nobleza le había regalado la calma que anhelaba desde joven y, extrañamente, intuía el despertar a otros afectos. Entre asientos y cifras, ella y la mayordoma solían detenerse, al caer la noche, en apacibles juegos visuales.

La verdad que era la primera vez en toda su vida que sentía tanta paz y a la vez tanto miedo. Sabía que nunca se había sentido igual. Flávia le transmitía calma y serenidad y con ella las horas pasaban estrepitosamente volando. ¿Cuántas veces habían conversado hasta el amanecer? Margara nunca pensó que un día sería una mujer quien le traería quietud y tranquilidad a su alma. Sentimientos en su interior nuevos que le daban vértigo. Pero tras tantos años intentando buscar un porqué, un cuándo, un dónde, decidió simplemente que era el momento de empezar a disfrutar.

Aquella insoportablemente bochornosa noche, bañada en sudor y vino de palma, Margara tomó a Flávia de la mano y ajenas a las miradas de la hacienda se escurrieron entre los barracones hasta el azud del río.

Allí abajo, la noche encerraba un tesoro, el viento era delicioso, dulce y salvaje, y traía promesas de placer. Flávia abandonó su ropa sobre una malva y su anatomía pareció desdoblarse para acoger cada rayo de la luna reflejado en el agua. Margara cerró los ojos, respiró despacio y se sumergió en el agua en un viaje hacia el interior de aquella piel de ébano.

La promesa de aquella primera noche de suma de contrastes, se desvaneció en cuanto fueron conscientes, en medio de la inconsciencia del éxtasis, de que estaban siendo observadas. El susurro se convirtió en murmullo, el murmullo en rumor y el rumor en bullicio. El calor de sus cuerpos dio paso al frío en cuanto fueron arrastradas a la orilla por la masa de seres vociferantes. Las rodearon, y con la violencia montada en las alas de la intolerancia borraron el reflejo de la luna en sus ojos… para siempre.

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