
Avelino Fierro —autor de secciones como “Querido diario”, «Calendario», «Desde mi celda», «El cuaderno naranja» o «Días de 2021»— continúa, con esta entrega, con su sección «Días de 2022».
Por AVELINO FIERRO
Las cosas son siempre las mismas y de su material no nos puede venir ampliación ninguna. Pero he aquí que el poeta las hace entrar en un remolino y como espontánea danza. Sometidas a ese virtual dinamismo, las cosas adquieren un nuevo sentido… He recordado esas palabras del filósofo al pensar en el jardín que Luz Santos Rodero ha desparramado en el patio interior de la Escuela de Arte, allí, en esa calle cercana a la plaza de la catedral en la que aparcan viejos caserones y colegios.
Con fibras vegetales (mimbre, bambú, yute) ha ido tejiendo alfombras, erizos, medusas, rosetones e ingenios biomórficos. Algunos de ellos vibran cuando los acaricia una leve corriente de aire, o se inquietan con las voces de los estudiantes que llegan desde las aulas; otros, en fin, no se sobrecogen y duermen en las deleitosas regiones de las ideas. Unos han recogido finas partículas de arena, otros, gotas del rocío de estas noches de invierno y niebla. Todos parecen meditar, han dejado atrás aquella vida, la de un mundo en que no eran sino naturaleza inerte antes de ser retorcidos, tejidos y transformados, nacidos para este paisaje de sensaciones.
Ahí están, inacabados, a medio trenzar, bullendo, como si su creadora los hubiera abandonado para que comiencen por sí solos a fundar su vivir entre el cemento gris de este patio triste, entre las lenguas suaves del viento, bajo la lluvia leve. Para que los días los acaricien o muerdan, para que –como en el poema de Wang Wei– escriban en ellos los líquenes verdinegros.
Así van transcurriendo los días en este jardín secreto. Gemidos y pensamientos que se esparcen. Sueños de sombra, polvo, cenizas y humo. La materia que se corrompe a la intemperie. Como nuestras vidas tercas o ingrávidas, encrespadas o melancólicas, siempre ensartadas por el lamento del tiempo.
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Cumpliendo con la tradición, observamos ahora las pinturas y fotografías de Miguel Ángel Campano, Luis Claramunt, Philipp Fröhlich, Markus Oehlen, Pierre Gonnord y otros en el stand de la galería Juana de Aizpuru. Luego iríamos a visitar los cuadros de Félix de la Concha, todas esas imágenes sobre balcones y ropa tendida que ha estado pintando en los últimos meses y que hoy expondría en la galería Fernández Braso…
La utilización de tiempos verbales contradictorios en el anterior párrafo indica que esa visita a ARCO no se produjo, que ese sábado 27 de febrero no estábamos allí. Esta es la edición 41 de la Feria. Resumiendo mucho, podríamos decir que asistimos a ella los primeros veinte años y dejamos de hacerlo los veinte siguientes. Después de la primera ronda de visitas comenzamos a conjugar el subjuntivo, nos planteábamos la posibilidad de ir, pero acabábamos no haciéndolo.
En esta ocasión quisimos propiciar ese reencuentro, que volvió a malograrse por pereza, nostalgia, falta de entusiasmo. Yo sabía lo que íbamos a encontrarnos. Ya lo había anunciado Ortega y Gasset hace tanto: de pintar las cosas se ha pasado a pintar las ideas. Y puede que nos hayamos quedado obsoletos, trasnochados, tanto como ese arte que nos apetece ver, esa actividad tan originaria como la religión y que sirvió de explicación a los humanos desde su comienzo, y que hoy se ha mudado en estética, en filosofía del arte. Todo esto lo dice muy bien Félix de Azúa, que en varios escritos nos ilustra acerca de cómo la profecía de Hegel sobre la muerte del arte se ha cumplido, cómo la teoría ha tomado el mando, cómo la obra de arte –Arthur Danto dixit– no es un ente material, sino un contenido mental.
Un párrafo expresa bien el momento actual de estos asuntos: “En resumen, la inestabilidad ontológica del objeto artístico, es decir, que no sea suficiente el examen óptico de la pieza material para acceder al significado o contenido de la obra (a lo que la obra es), y que sea imprescindible conocer la intencionalidad del artista dentro del lenguaje del arte contemporáneo, ha conducido a una pragmática de uso: consideramos arte lo que se juega en el mundo del arte. Y el mundo del arte es el mundo de los juegos lingüísticos de la artisticidad”.
Así las cosas, en las escuelas de arte –lo cuenta Nathalie Heinrich en su libro El paradigma del arte contemporáneo– se señalan entre los objetivos educativos para los futuros artistas, “la construcción de un campo de referencias culturales y teóricas apropiadas y coherentes”, y la necesidad –si es que se quieren destacar– de proporcionar a los críticos, galeristas y curadores “tomas” discursivas con las que delimitar su propuesta.
Así que ese sábado nos fuimos paseando desde nuestra acogedora parada (y fonda), la casa de Julio y Cecilia, hasta la Fundación Juan March, donde tenía lugar la exposición de Bruno Munari. Tengo anotada la fecha en que compré el primer libro de Munari, El arte como oficio, 28-XI-73. Publicado en la editorial Labor, en Barcelona, en 1968. Y veo resaltada en rojo la primera cita del libro, una frase de Máximo Gorki: “Artista es quien, elaborando las propias impresiones subjetivas, sabe descubrir un significado objetivo general y expresarlo en forma convincente”.
En aquella “Nueva Colección Labor”, había más títulos sobre arte. Y en esa época estaban de moda los autores franceses –con sus asuntos semiológicos y estructuralistas– y los italianos. Recuerdo bien la obra de Gillo Dorfles, Últimas tendencias del arte de hoy. En esos días llené algunos cuadernos con dibujos de aquella corriente informal, sígnica y gestual tan de moda, dibujos y manchurrones a la manera de Capogrossi. ¡Ah, los italianos! En ese libro de Dorfles utilizaba como marcapáginas una estampa de Virna Lisi.
Y no contentos con seguir ejerciendo de demodés, vintages y anticuados, nos fuimos de visita a la Academia de Bellas Artes de San Fernando para ver la exposición de Picasso. Una muestra reducida, modesta, de mesa camilla. Con un par de dibujos me hubiera bastado; consigo emocionarme con un ligero trazo, como ese que pasé un buen rato observando, que delinea el brazo de la modelo, ese brazo que rodea el pecho y reposa sobre uno de sus senos. Reclinada en esa atmósfera de silencio. La mirada de la mujer, semientornada, como si un sueño o un deseo largamente acariciado se estuvieran acercando. Un retazo de claridad, de creación, de belleza detenida y atrapada.
Volvimos mirando de vez en cuando el cielo azul y las hojas leves de las acacias de la calle Zurbano. Mar estaba cansada y fue a comer a casa. Yo esperé a José Miguel de la Rosa, que venía andando desde la zona del Retiro para irnos de tascas por Chamberí. Pensé que nuestra actitud de esa mañana de sábado había sido un tanto conservadora, rancia, nada postmoderna.
Me pareció no haber avanzado mucho desde aquel viaje en autostop con Luis Puente para ver pinturas en la galería Multitud o en la de Fernando Vijande. Puede que llevásemos con nosotros para leer la revista Triunfo, o Las tribulaciones del estudiante Törless, o algo de Borges, de Hesse, de Pavese o de Alfred Jarry. O aquel monográfico de marzo de 1974 que Cuadernos para el diálogo dedicó a las clases medias en España, que yo conservo bien a mano para de cuando en cuando volver a mirar los dibujitos de Layus.
Ni aquellos recuerdos, ni las mollejas a la plancha que nos acababan de servir en Casa Benito eran muy acordes con estos tiempos no analógicos, de museos multimedia, selfies, non fungible token, criptomonedas y gastrobares. Cuitas que a la segunda cerveza fueron mermando, dejaron de rondarme, de importarme demasiado.