Días de 2022 (9)

Fotografía: Mar Astiárraga.

Avelino Fierro —autor de secciones como “Querido diario”«Calendario»«Desde mi celda», «El cuaderno naranja»«Días de 2021»— continúa, con esta entrega, con su sección «Días de 2022»

Por AVELINO FIERRO

Ahora sé que mi padre vivirá eternamente. Hace unos días, H. M., el último de los compañeros destinado en nuestras oficinas, y al que yo conocía de hace años como alumno de la Facultad, me dijo: “Mi hermano, que este año trabaja en unas instalaciones de la Diputación, dice que le han hablado de unas semillas especiales de tomates que tienen algo que ver con el padre de un fiscal. Le llaman a esta variedad “Pave”.

Anteayer —no sé muy bien a través de quién— ha llegado a casa un marcador de plástico amarillo, de esos que se hunden en la tierra de las macetas para anotar y controlar la fecha y especie de lo plantado o sembrado. Viene con la siguiente inscripción en rotulador negro: “Tomate P.AVE. 26-04-22. Planta madre”. Entonces lo he comprendido. P.AVE: Padre mío —que estás en el Cielo—, padre de Ave.

En sus últimos años y antes de ir a la residencia de sus cuñados, cuando ya aparecía en él un cierto deterioro cognitivo, había trabajado un pequeño huerto en el pueblo. Lo hacía con tal cuidado que todos elogiaban sus labores. Él no había sido agricultor, pero sabía de las cosas del campo. De sus tiempos mozos o de ayudar en la casa de sus padres en los veranos. Cómo se hunde el arado, cómo llegaban las amapolas con las lluvias tardías de mayo, los destellos plateados en el álamo blanco, el crujir de los rastrojos, las luces de las tardes alargándose en el cielo del estío.

Conocía los pájaros, los que aleteaban nerviosos o los que describían lentos círculos allá en lo más alto. Me los señalaba. Y los que anidaban en las sementeras. Me gustaba cuando hablaba de las cogujadas y calandrias. Y de un pajarito, el rile, que no he vuelto a oír nombrar. Una vez me llevó con él hasta uno de los prados que tenía que segar. Lo recuerdo bien. Manejaba con destreza la guadaña. Cada poco la afilaba en aquella piedra alargada de sílice que remojaba antes en un cuerno de vaca que llevaba enganchado al cinto. Estaba empapado de sudor; de vez en cuando se secaba con un pañuelo blanco. Se movía armoniosamente, lentamente, girovagaba en aquel gran escenario verde. Yo lo seguía de cerca, asustado. Porque la abuela Ángela me había dicho que aquellos prados para la siega estaban “infestados” de culebras.

Su huerto era una obra perfecta —como los cuadernos escolares que conservo de él—. Estaba hecho a su imagen y semejanza. Ya jubilado, lo cuidaba y cultivaba con ternura. Se ataba a esa carga con amor. En una de las partes de la Ética de Spinoza, no sé si en la cuarta, que trata de la servidumbre del hombre o de la fuerza de sus afecciones, hay una proposición —tengo anotadas algunas de ellas— que así reza: “Cuando amamos una cosa semejante a nosotros nos esforzamos, cuanto nos es posible, en conseguir que ella nos ame a su vez”.

Todos los años preparaba aquel trozo de tierra. Roturaba, quitaba las malas hierbas, tendía una cuerda para dejar los “líneos” perfectos. Protegía de las heladas a las plantas cubriéndolas con plástico. Puede que hablase con ellas, sobre todo con aquellas que veía más enclenques.

Recogía los primeros y mejores tomates de la zona. Aunque él no los probaba. Prefería los pimientos, en todas sus variantes. Un día cambié con mi amigo Isidro, el informático, una caja de aquellos tomates por unas patatas, un pequeño saco, que a él le regalaba uno de sus clientes. Me llamó a los pocos días: “Oye, ¿de dónde has sacado estos tomates? Están buenísimos. Ya al partirlos parecen solomillo”.

Por eso sé que trozos del Alma de mi padre quedarán diseminados por este mundo de los seres creados. Entre las manos y las palabras de generaciones de estudiantes de esa escuela de capacitación agraria, y en una fuente de loza blanca en este mismo verano, y en el aroma del sofrito que se esparcirá por un patio de vecindad en el barrio de San Esteban. Y puede que aparezcan también unas briznas en un congreso mundial sobre cocina casera. Yo sé que eso pervivirá siempre.

En otra de las proposiciones de la Ética, se dice: “Pertenece a la naturaleza de la Razón percibir las cosas como poseyendo una especie de eternidad”. Así será. El señor Baruch Spinoza y mi compañero Horacio Martín están conmigo en esto. Y son de fiar, gente sana.

 

3 Comments

  1. Muy bien explicada la manera misteriosa de entrelazarse con la nuestra la presencia de los que nos han dejado (solos).
    «Mas sabe el amor que no la razón
    Si aquellos que se van, se quedan tanto».
    W. Shakespeare.

    Gracias, AVE. Buen verano.

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  2. Con ese destello plateado del álamo blanco me has dejado rota, yo los miro y me cuentan. Cuanto amor en ese recuerdo hacía El encerrado en esa roja pulpa co sus semillas gritando Pa. Ave. Como siempre tu hermosa prosa llega hasta el corazón y ya no sabes que hacer, solo amar

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  3. Bien conozco esos tomates que tantas veces nos han acompañado en la mesa. Bien merecen una catalogación especial. Recuerdo muy a menudo esos tiempos vividos con tu padre. Pasaba muchas tardes charlando con él y siempre le gustaba enseñarme esos pequeños tesoros naturales del campo. Una araña y su tela, un nido y sus crías y sobre todo ese respeto por toda la vida que nos envuelve. Un abrazo.

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