
Avelino Fierro —autor de entregas agrupadas bajo títulos como “Querido diario”, «Calendario», «Desde mi celda», «El cuaderno naranja» o «Días de 2021» y «Días de 2022»… continúa con su sección «Días de 2023» y con el relato iniciado dos entradas atrás, cuando se subió a un tren con destino a Barcelona…
Barcelona (3)
Por AVELINO FIERRO
Hay para mí momentos de extrañeza y azoramiento en el inicio de un viaje, que casi nunca resuelvo con fortuna. Me han parecido siempre importantes. No me refiero a las decisiones o preparativos que tienen que ver con el equipaje, con hacer las maletas. Eso es lo de menos: no me ocupa nunca más de dos minutos; y procuro siempre ser escueto, tirar por lo bajo, ir ligero de indumentaria.
No digo que no proceda así porque voy confiado con quien suele estar a mi lado, Mar, mi mujer, que se toma eso nada a la ligera; tiene listas de lo necesario para todo trayecto y momento: de fin de semana en casa rural, de fin de semana en apartamento, de puente en la mansión de unos amigos casi de la nobleza, de una semana en un refugio de montaña en invierno, de varias semanas en el extranjero, incluso para trayectos en los que podrías volver a casa si se te ha olvidado algo…
Otros son los cuidados de los que hablo. El primero, la elección de lectura. No voy aquí a insistir en ello; ya he contado otras veces que esas indecisiones me ponen enfermo; que he tenido que recurrir a ejercicios de relajación o a la toma de ansiolíticos. El segundo, detallar la luz con la que me encuentro al llegar a destino, una comarca, una ciudad, una zona de bosques. Suelo tomar algunas notas para llevarlas luego al diario, pero no es necesario pormenorizar en ese aspecto; a veces me basta con rumiar, relatar esa sensación para mis adentros.
Soy de la escuela de A. Stasiuk: “Desde hace tiempo me parece que lo único que vale la pena describir es la luz, sus variedades y su eternidad. Los actos me interesan en un grado mucho menor… la razón es experta en remiendos…”.
En eso, Josep Pla es un experto. Pero también a él puede complicársele el asunto: en algún libro –y no es en Cartas de Italia– dice que le ha llevado años dar con el color de Roma. Al final no sé a qué conclusión llega, no lo recuerdo. Pero ya digo, es todo un maestro en nombrar la luz, los colores y los vientos. Definía la vida en el pueblo en verano como monótona, de un color mediocre, de un color de ala de mosca, de un gusto insípido, insignificante.
Hoy, en nuestra primera mañana en Barcelona, sentíamos ese golpe ondulado de un aire muy distinto al de nuestras tierras de adentro.
Hacía una pizca de bochorno. No es el tiempo –finales de mayo y primeros de junio– en el que dice Pla que se produce el punto dulce de la ciudad, que provoca en la gente un enorme cambio de ropa y en el que los árboles ya han brotado y sus hojas hacen que el Eixample quede bastante bien disimulado.
Insiste Pla en el aligeramiento de indumentaria en esas fechas. Y así, por ese proceso pasan padres de familia, presidentes de la adoración nocturna, señoras gruesas y un poco fofas… Y, por supuesto, las chicas. Esto le parece importantísimo. Es el acercamiento a la realidad, al placer físico, a la vida palpitante bajo las ropas ligeras.
No sé qué le habría parecido este espectáculo de hoy, esta caterva de turistas, estas innumerables mujeres rubias ataviadas con lo mínimo. Puede que le produjese un cierto cosquilleo. Y después, al cabo de los días, indiferencia, necesidad de pasear y mirar la ciudad con serenidad, fuera de este desvarío.
Yo vuelvo ahora a aquella Barcelona de hace casi cincuenta años. Cierro los ojos. Recuerdo un puerto de novela negra, con pocas luces y muchos containers y un viaje a Sitges con la aparición de Vázquez Montalbán en la tasca, sudoroso, para pedirse una de callos. Lo admiré todavía más. Hacía mucho calor aquel verano. En una casa en el barrio en el que estaba el Mercado del Borne, hay un ventilador en el techo, girando despacio. Estamos desnudos sobre la cama. Una luz, que llega desde las rendijas de las persianas de lamas, rasga las paredes. Una luz gris, de perla falsa, porque la calima está vampirizando los rayos del sol. Por las calles deambulaban vecinos y forasteros, los justos y necesarios. ¡Qué manía esta de hoy de desplazarse con frenesí por el mundo alante! Ojalá volviéramos al medievo, cuando el viaje era denigrante, cuando sólo se desplazaban seres denostados, actores y juglares y soldados mercenarios.
En una ciudad de costa que hoy está naufragando ante la marea del turismo, es difícil encontrar refugio para paseantes dañados, soñar instantes de reposo como el morir de las olas en la arena, como un deseo estancado.
Bonita e interesante tu descripción del viaje a Barcelona y con gran sensibilidad en todos los aspectos a los que haces referencia. Me has traído a la memoria un viaje que hice a Barcelona, en solitario, hace muchos años por motivos profesionales, siendo muy joven, bendita juventud, y me hospedé en un hotelucho, parecido al que describes, en las ramblas. La experiencia fue única y el viaje inolvidable. Un abrazo
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La literatura viajera siempre me gusto y anima a emprender viajes donde siempre te abrirán nuevos caminos y horizontes. Conocer otros mundos poblados de personas como nosotros con otra forma de ver y vivir la vida. Ha tiempo leí un libro de M. Delibes, no recuerdo el título, sobre un viaje que emprendió, en coche, con una hija y su yerno, al norte de Europa. Lo recuerdo con cariño por todas las descripciones que iba haciendo de Francia, Bélgica, Holanda ….de sus paisajes y sus gentes. Este tipo de literatura siempre te transporta y te hace viajar y soñar, salvo que tú seas el viajero…..
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La luz también está en nosotros, en nuestra manera de mirar el mundo, por eso siendo la misma luz la de la Barcelona de hace50 años con la de hoy ,qué distinta luz.
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