Días de 2023 (18)

Ilustración: Avelino Fierro.

Avelino Fierro —autor de entregas agrupadas bajo títulos como “Querido diario”«Calendario»«Desde mi celda», «El cuaderno naranja»«Días de 2021» y «Días de 2022»… continúa con su sección «Días de 2023»

Por AVELINO FIERRO

Los prólogos en las novelas son innecesarios. Pero en el diccionario de María Moliner, esta es la primera acepción de la palabra: “En el teatro griego y latino, discurso que se recitaba antes de la representación de una obra explicándola, pidiendo benevolencia, etc.”.

Y mi amigo Elías González Cano es actor de teatro. Y nuestra común amiga Ruth Miguel me insistió tanto… “Elías ha escrito una novela, es muy “elías”, se le oye respirar en todos los párrafos. Tienes que hacerle un prólogo”.

Nuestro escritor me dice que pasó el confinamiento en Cabo de Gata, al cobijo de una familia que lo agasajó y que incluso le proporcionó la herramienta para escribir una novela, esto es, un ordenador.

Y lo que le fue saliendo –sigue diciéndome– fue un pueblo leonés que iba a ser anegado por un pantano, un par de hermanas ancianas y un modo de vivir típico de aquella zona, basado en la contemplación y el amor por la tierra. La novela lleva por título Como el mugido de una vaca pariendo, lo que le valió a nuestro autor algunas chanzas por parte de su padre.

Yo lo imaginé afanado en esta su primera incursión en la prosa. Traté de acomodar el cuerpo a una postura correcta para que las palabras aparecieran. Y le escribí esta parrafada a mano, sin ordenador.

El SUEÑO DE UNA NOCHE 

Aquella noche de verano, en su habitación cercana a la Glorieta de Embajadores, había decidido imaginar una trama, un lugar, y poner a vivir allí a sus propios personajes. Le costaba pensar: el calor, el cansancio, las palabras que todavía resonaban en su boca. Había tenido ensayo y la frase de aquella obra se le había quedado en las sienes retumbando: “Si de veras es amor, dime cuánto”.

Estaba seguro de poder construir algo con las pavesas, con la sombra de aquellas palabras. De aquellos días de trabajo, de tanto repetir, habían quedado entre sus dedos virutas, esquirlas que caían al escenario como sobras de comida, una ropa vieja para alimentarse durante algún tiempo, para días de descuido sin nada en la nevera. Recordó la frase de Henry James: “Percatarse de los detalles y los trucos, del extraño e irregular ritmo de las vidas, ese es el intento cuya vigorosa fuerza mantiene en pie a la ficción”.

Imaginaba y trazaba líneas que iban de un nombre a otro, de una idea a otra. Dibujaba esquicios y perfiles toscos. Apareció una casa y las cumbres contra el aire de un serrijón al fondo. Ruidos. Un rebaño de ovejas sucias. El quiconeo de las cigüeñas…

Imaginaba, pero no pensaba. Así se sucedieron unas cuantas noches. Algunas, la mayoría, arruinadas, sin apenas sentarse a la mesa para sentir las dificultades que le ponían las muy idiotas de las palabras. A él, acostumbrado a leerlas, a pronunciarlas, a acariciarlas. A él, a quien le iba desde hacía años la vida en ello. A él, que había salido de la casa de sus padres y había decidido ser otro tantas veces, vivir la incierta gloria, ingresar en el gremio de las gentes del teatro.

Pudo concentrarse en los días de menos cansancio, cuando volvía a casa más tranquilo, con todo bastante perfilado en los ensayos. Posaba la mirada sobre sus objetos, iba construyendo una maqueta de aquel paraje que cada vez aparecía con contornos más nítidos, con algunos figurantes escasos.

Hubo un momento en que los dejó caminar solos, no quería orquestar aquello en demasía. Sombras y claridades, conflictos filosóficos y berrinches insustanciales le llegaban como acordes y él ponía en la partitura sus ojos y su alma.

Para ello se escondía a veces, se anulaba, se echaba en tierra en un hondón, en una cárcava. Esa era una estrategia de la que sacaba bastante provecho en los días menos fértiles. Dejar que las cosas sucedieran sin él. Por allí bajaba un agua de aluvión con algunas piedras que brillaban. Una podía ser un rostro. Y así se le vinieron encima las dos hermanas de la historia que quería contar. Y hasta el nombre de aquella aldea de pocas casas. Se replegaba a veces, como Napoleón en Borodino, caminando todo el día de un lado para otro, y subiendo de vez en cuando a una colina para ver la batalla.

En otras ocasiones no se amilanaba y, sujetando por el cuello a alguna de aquellas presencias a medio hacer, las ponía aparte, las sacaba de la narración como un castigo, hasta que cuajaran. Que podía ser un personaje casi principal, pero también las gallinas que alborotaban en el patio, o las truchas, tencas, barbos y calandinos de aquellas aguas estancadas.

También acudía lo inexorable. Eso sucedía cuando se le venían encima los recuerdos de la niñez o frases enteras de la última novela de su padre. Y copiaba párrafos. “Ahora le hablaba del viento tramontano, del cura Quintín y de las horquetas, a él, que adora sobremanera su estructura plomiza y todo cuando le rodea: su belleza desmesurada, sobre todo en el instante de acoger en su hueco el último sol de cada día; la poza transparente, el paisaje agreste, salvaje, virginal, de su alrededor, la naturaleza en plena ebullición…”.

Ideas y frases y lugares se alternaban en las primeras cuartillas. Le gustaba escribir a mano. Porque le parecía que las emociones, sobre todo, bajaban mejor desde la cabeza hacia los dedos y estos andaban más libres sin sujetarse en el teclado.

Eso era así. Algunos relatos eran los que a veces daban más codazos para sobresalir. Como aquel que  Gómez le contó una vez de un tiempo en el que no se estilaban los viajes entre la gente humilde y campesina, cuando habían bajado a Sabina desde Molinaferrera a la ciudad, al médico. Dieron después un pequeño paseo y la vieja se había arrodillado primero y luego había hecho muchas reverencias y se había echado al suelo para adorar el retablo y las luces de las vidrieras de aquella iglesiona tan imponente que era la catedral.

Esa era una buena imagen para aprovechar, para ilustrar el miedo al éxodo a la ciudad. Podría insistir también en ese mundo de pérdidas, en las vidas y formas rituales y monótonas –mágicas a veces– de la vida del campo. De la épica que nace en la aparente vulgaridad.

Se iba cerrando con el paso de los días un círculo, y en su órbita, como insectos en la telaraña, caían ideas que necesitaban de metáforas rebuscadas para salir a flote y mantenerse dignamente sin necesidad de auxilio –aunque sabía que lo novelesco tiene en la metonimia su particularidad–, o párrafos de sintaxis desnuda y cándida, zonas muertas sin intensidad para descansar la vista. También imágenes como la de las uñas siempre sucias de Severino, como si él mismo hubiera escarbado el hueco donde reposaría, y frases como la de Petra: “Me estoy acordado del vencejo del verano pasado”, o esa que se instaló en la narración, que describe la llegada de la otra hermana al bar y que ya no hubo manera de desalojar: “Ahí viene un fuego fatuo”.

Así se sucedieron los días. Iba allá por la página sesenta y tres de aquellos folios que le mecanografiaba quien había sido Cleopatra en la obra de teatro, cuando escribió que una de sus heroínas había proseguido su camino después de soltar algunas blasfemias, “con su conciencia cristiana bulléndole a borbollones en la parte de atrás de la cabeza, que es donde dicen que se agolpa la fe”.

Descansó durante un mes y se fue de viaje al pueblo de su abuela, que ya estaba muy enferma. Desde allí se veía Peñacorada y la presa que habían construido hacía unos veinte años. Se cargaba de imágenes y de las palabras de la gente de aquel pueblo, de su imprecisa prosodia. Rodeaba las casas y miraba los huertos. Y a veces su espíritu se le subía alto y se ponía a echar ojeadas por los contornos como si fuera un milano.

Volvió a la ciudad. La vida seguía rindiendo con sus engranajes y minúsculos motores. A veces no pasaba nada. Se daba cuenta de que se resistía a abandonar la infancia. Caminaba entre lo real y lo que no lo era cuando escribía, entre lo certero, lo posible, las ilusiones; al fin y al cabo, dramatizaba. Pero no ignoraba –eso se lo había dicho Ruth,  a la que le enviaba algunas páginas– que allí estaba él, allí se expresaba con sus instintos y experiencias. Por mucho que se empeñara en ser imparcial, tomaba partido. Había leído en William Somerset Maugham aquello de que el escritor juega con los dados cargados.

Y seguía escribiendo. Y como dioses tutelares había prendido dos papelitos en el brazo de la lámpara. Uno con un parlamento del ya citado William: “Vivimos en un mundo turbulento, y el novelista tiene el deber de ocuparse de él. El futuro es incierto. Nuestra libertad está amenazada. Somos presa de ansiedades, miedos y frustraciones”. Y más arriba –porque ya estaba allí desde el comienzo– otro que tantos citaban. Aquel de Dencombe, el escritor protagonista del cuento de H. James, Los años intermedios, que cerca del final se despide así: “Vivimos en la oscuridad, hacemos lo que podemos, damos lo que tenemos. Nuestra duda es nuestra pasión y nuestra pasión nuestra tarea. El resto es la locura del arte”.

Todo había comenzado aquella noche del verano, con las palabras del amor cayendo de su boca, de vuelta del escenario a casa. Ahora el cielo estaba lleno de una luz borrosa y húmeda. Deshilachada. Un telegrama de las sombras. Y los recuerdos seguían llegando, como grumos, por el aire.

León, mañana de domingo, 12 de junio de 2022.

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