Diario 2024 (2)

© Imagen: Avelino Fierro.

Avelino Fierro —autor de entregas agrupadas bajo títulos como “Querido diario”«Calendario»«Desde mi celda», «El cuaderno naranja»«Días de 2021», «Días de 2022» y «Días de 2023»continúa, con esta entrada, su sección «Diario 2024».

Por AVELINO FIERRO

¿Cómo se hurga en la memoria para marcar un territorio, para nombrar el pasado? Una luz desenfocada alumbra escenas como fotogramas a veces, otras se muestran unos instantes, casi todas sin color. No hay sonidos o son leves como de seda rasgada: la voz de tu madre que llega hasta los huertos que están por debajo de la iglesia, o el viento en las hojas de los chopos justo antes de anochecer. Sí, sigue en mí esa sensación: ahora la siento, en este día de abril, mientras escribo y las nubes pierden su sonrojo al esconderse el sol. Siempre, ya de niño, estuve atento al mudar de la luz del día. Era como una rendición de cuentas o un cambio de guardia entre los cíclopes y ángeles del mundo y sus atmósferas. Sin duda en esos momentos hablan entre ellos de las personas que quedan algo desguarnecidas o los lugares que necesitan algún remiendo o hilván. Ahí, en esos instantes, el mundo se pone en zapatillas y muda a veces parte de su piel.

Un día dibujé un remolino de recuerdos. Lo hice cuando leía un libro de cuentos y el personaje se ha quedado dormido frente al televisor. Mientras, sopla un viento del sur y un trozo suelto de uralita golpetea contra el tejado como el ala tiesa de un gran pájaro. Están allí un pez plateado entre aguas estancadas, un ser maléfico como un demonio de los terrores infantiles, un rayo ya lejano del final del aguacero, la torre de una iglesia. Podría haber seguido dibujando ortigas, una niña de unos trece años, una abubilla, la cántara de zinc para la leche frente a la casa de Olegario… Y sus recuerdos serían como los míos. Todos los recuerdos de pueblos tristes, de muchachos tristes, se parecen.

Sólo sería más mía la silueta de la pareja de la Guardia Civil sobre el murete del estanque cuando aquel día de fiesta íbamos a pescar tencas a mano con los mayores y el cuerpo se te pintaba con sanguijuelas. Porque este hombre del que hablo y que también recuerda, Jôsezk, vive lejos de aquí. Allá en Centroeuropa. Dice que su mundo está lleno de barcas sobre el río, sarpullidos y niñeras, leñeras y pajares, un manto blanco y un bosque, y que su tiempo tiene forma esférica.

Nosotros solo teníamos el estanque en el pueblo de arriba; y aquí una laguna y un pequeño regato. Y un otero. Una zona de monte bajo. Senderos de tierra, paleras y negrillos, sementeras y espinos, manantiales ciegos, tierras en “adil”.

Y un valle largo frente a las bodegas, Valdejoza, que decían que llegaba hasta Ardón. Y otras palabras que yo oía a mis abuelos, palabras que marcaban trayectos y confines porque hasta allí se iba sin remedio a alguna tarea: regar, segar, vendimiar, trillar, recoger a los animales que pastan: Fombuena, El Ejido, El Carrizal, Valduvido, La Lamilla, Huerta Barrera, Los Linares, Los Arrotos, El Mancón…

Esas eran las palabras verdaderas –musicales o de aspereza– que marcaban la verdad de las vidas, las horas y los días de las personas. Lo imaginario estaba en las historias de la abuela Ángela y quedaba más alejado, hacia Banuncias, Ardoncino o más para allá. Historias de frío, de niños cuidando el ganado solos en la noche, y lobos; algunas de la guerra, éstas no las recuerdo ya.

Palabras, luces mortecinas, olores. Yo he reconocido tiempo después y en la ciudad algunos de aquellos aromas. Sobre todo en verano. En los huertos de las afueras cerca de la carretera de circunvalación, y en un negocio de cestería de la Plaza Mayor un día de calor en el que habían regado el suelo del comercio, todavía de tierra pisada. A Gil de Biedma los años de la infancia le dejan aroma gazmoño de las petunias en los arriates soleados, y cuando la brisa gira y viene del lado del pueblo, olor a humo de leña de pino. Y a Tomás Sánchez Santiago, olor a sudor viejo que mana de entre los pliegues endurecidos del hábito de la monja que le enseña en la escuela las primeras poesías; olor a neumáticos y gomas de almacén, y el olor indefinible, mareante y recalentado de las estaciones de metro cuando acompaña con nueve años a su padre en un viaje mercantil a Madrid.

Aunque ahora que lo pienso yo hablo en otro escrito del olor de la tierra mojada (y de una aventura en aquellos veranos que pasaba en el pueblo).

“Se oían los grillos. Y nuestra respiración jadeante. Y la sangre golpeando las sienes. Olía a tierra reseca, a rastrojos pudriéndose. Hacía un buen rato que había oscurecido, pero al fin divisábamos las luces de las primeras casas del pueblo. Sentíamos el olor dulzón de las espigas secas de los campos que empezaban a abrir sus mínimos poros con la llegada de la noche. Desfallecidos, hicimos el último esfuerzo para pasar a carrera los tapiales del cementerio. Sabíamos que allí se detenían misteriosamente todos los murmullos, como en las casas vacías o como en ese instante antes de que empiece a caer la nieve.

Aquella tarde de verano nos habíamos alejado demasiado. Ya no recuerdo quién empezó a hablar de una laguna en el bosque en la que había arenas movedizas y salamandras gigantes. Nos habíamos perdido, pobres chicos, muchachos de los páramos, de las tierras pobres, huidos hacia donde da la vuelta el aire.

Aquellos veranos traen recuerdos de suaves colinas, escapadas de casa, fogatas, y ardores adolescentes. Vuelven aquellas sensaciones que oprimían el pecho o llenabas de embarullados latidos el corazón. Y aquella luz cálida, benéfica, que nos arrullaba y sanaba como un ungüento.

Muchos cuentos de Pavese están llenos de esos viajes mínimos en el verano, de un correr alocado con el aire en los párpados, de paseos en bici por caminos de tierra, del primer amor”.

Esas sensaciones han quedado como un aleteo o murmullo que viene del pasado. Algo persistente, como lo era en aquella tierra reseca la añoranza del mar, allá lejos, no sabíamos bien dónde, por detrás de los campos, de las colinas amarillas, más allá de las nubes. Ah, y también hay otro olor, de hojas de árboles, que casi no huelen a nada, de cuando estábamos subidos en ellos y construíamos atalayas y refugios. Días enteros en las ramas.

También me ayuda en el recuerdo un libro de un autor a quien no conozco y que he encontrado en casa de mi padre –al que ya le están abandonando y se le repliegan y endurecen aquellos días en la memoria– lleno de palabras (Alimpiar: Separar el grano de la paja, bien sea a base de biendo, con la Jolpa o la Ajuria Vitoria, que así era el nombre que tenían las máquinas de aquel entonces. Pardalera: Trampa de cazar pardales. Se diferencia de la ratonera en que ésta tiene una base de madera, mientras que la pardalera es metálica y en forma de arco. Cuando más se usaban era en invierno, después de una nevada. Se ponían de cebo unos granos de trigo cocido, insertados en un hilo, tapándose el resto con nieve).

Miro también un álbum de fotos familiar: los padres de mi padre “echando las diez” a la sombra de una casa con un grupo de mozos a los que habrían contratado para alguna tarea en el campo; fotos con la bici con la que mi padre ganaba las copas de a ver quién andaba más despacio sin salirse de la línea y sin caerse; el abuelo Quico echando de la jarra un vino para que beban los burreros; una foto de Matilde con trenzas; primeras comuniones; los hábitos de la tía Virginia y las milis en África. Algún guasón ha puesto, entre tanto paisaje de hierba y tapial, una foto de Marilyn en blanco y negro, como si fuera una prima casquivana desterrada en América.

Porque aquí nunca pasó  ni hubo nada. Como no fuera que alguien se casara –como mis padres, él de Chozas de Arriba, ella de Chozas de Abajo–, cayera un pedrisco, llegara la fiesta del pueblo –ese día nací yo–, se matara el gocho o uno viera el cárabo entre las viñas.

Tampoco se encuentra nada rebuscando en los anales. Me apunta José Enrique, que le oyó decir a su abuelo que entre el XVI y el XVIII se cita un Chozas del Medio, que pagaba tributos al Ayuntamiento de León. Y Avello me ha prestado el Tomo VI del Madoz, editado en Madrid en 1847, donde se hace constar que el terreno es llano y el clima de los pueblos de ese Ayuntamiento es frío y sano, pues no se padecen más enfermedades comunes que algunas tercianas y calenturas al entrar la primavera. Que Chozas de Abajo tiene cincuenta casas, escuela de primeras letras y una iglesia parroquial de San Martín servida por un cura de primer ascenso y presentación de varias voces, y una capellanía de patronato particular, con cargo de misas. El terreno, seco y pedregoso en su mayor parte y de mediana calidad. Hay trigo, centeno, vino, legumbres y pastos; cría de ganado vacuno y lanar, y caza de liebres y perdices. Que se hila y teje lana para estameñas de todas clases y se importan los artículos que faltan para el consumo.

Me dice A. que buscará más datos y referencias en el Catastro del Marqués de la Ensenada. Le digo que no es necesario, que basta con lo que acabo de transcribir. Que ni el pasado triste y pobre ni este presente tienen remedio. Pero que yo he visto aquí hermosas y lentas puestas de sol. Y que una vez, hace muchos años, hasta escribí un poema. Que sus últimos versos así acababan: “el viejo campanario, la laguna, / las sendas umbrías, / impenetrables y mil veces holladas… // Hablábamos de ello, / y sólo eran recuerdos, / batallas perdidas con el tiempo, / amor por esta tierra agostada”.

 

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