
Avelino Fierro —autor de entregas agrupadas bajo títulos como “Querido diario”, «Calendario», «Desde mi celda», «El cuaderno naranja» o «Días de 2021», «Días de 2022» y «Días de 2023»… continúa, con esta entrada, su sección «Diario 2024».
EL DELTA. VIAJE EN TREN / 1
Por AVELINO FIERRO
9 de septiembre. Voy a cumplir con este rito, casi obligación, que para mí supone escribir mientras viajo en tren. Siempre presumí de que el viaje en tren desataba en mí la inspiración, la necesidad de escribir.
Así ha sucedido hace poco, en la Semana Santa, en que viajamos en un tren de vía estrecha a Bilbao y alumbré seis nutridas páginas sin levantar el bolígrafo.
Pero hoy no sé qué pasa. Vamos en un convoy de alta velocidad –que, sin embargo, se ha quedado parado ya dos veces en menos de dos horas de viaje: ¿rula tan frenéticamente que se le acaba el fuelle y tiene que detenerse a coger aire, a cargar las pilas, a repostar ánimos?–, un convoy que no alimenta la inspiración. No hay penumbra, todo es agresivo, afilado. Es un tren de esos de hoy día, con el interior como el de los aviones, con colorín y detalles que parece que quieren funcionar como chuches para los viajeros: una plaquita que se abate y es un colgador, una ranura para cargar el móvil, una pantalla ofreciendo un menú multimedia… Mar lleva un buen rato peleándose con ese miniordenador porque la peli que estaba viendo, de repente ha desaparecido.
Son trenes que han entrado en funcionamiento sin estar preparados, los políticos han desoído las recomendaciones de los técnicos. Esto nos lo ha contado con mucho detalle el amigo Santi, que es conductor de estos artefactos.
En este momento, pasada Segovia, la megafonía se ha activado. Pero el mensaje es ininteligible, el sonido es como el que produce un estropajo de púas sobre el fondo de una cacerola negruzca, que se ha quedado al fuego unas horas de más. Vamos rápido. Ahora el ruido es muy molesto: un penetrante y profundo silbido, como si hubiésemos doblado la velocidad por encima de la del sonido, por encima de la de un pájaro veloz, de un misil, de Superman. El pasaje se lleva las manos a la cabeza. Mar ha querido comprobar la aceleración en ese pequeño ordenador de a bordo, que digo yo que lo han ideado para que el viajero se haga la ilusión de que él también puede controlar y saber del viaje, casi pilotar. No ha funcionado bien: la respuesta no es de fiar: 28 km/h.
Quizá la idea de los responsables no sea del todo mala. Estos trenes que han empezado a rodar antes de tiempo va a resultar que son así, como adolescentes, un poco atolondrados, ingenuos, ilusionados, inexpertos ante la vida y los oficios. Y puede que a nosotros quieran tratarnos igual: desean que recuperemos la ilusión por lo desconocido, por el riesgo, el misterio y la aventura. Lo hacen por nuestro bien.
La mayoría de los pasajeros van hacia Alicante y tienen que hacer transbordo aquí, en Chamartín. Se oyen voces de sorpresa, desconcierto y mala hostia. Se ha llegado con retraso y tienen muy poco tiempo para llegar al nuevo tren. El revisor le dice a una pareja mayor que es mejor que no suban al hall, que zigzagueen por la plataforma hasta llegar a un determinado andén. Y dos chicas jóvenes, que están en esa fila de viajeros de pie, un tanto excitados, se cuentan divertidísimas peripecias. Una dice que en el último viaje no llegó a tiempo para subir a su tren con destino a su pueblo. Le pusieron un taxi, a ella y a otros tres viajeros; aquello fue un inesperado y lento trayecto por carretera. Iban dejando a cada pasajero en sus distintos destinos. Hicieron amistad. ¿No era eso lo que ocurría antes en todos los viajes un poco largos en el ferrocarril? Elogio, pues, de la aventura y la camaradería. Lamento que nos quedemos aquí, sin transbordar, tranquilos, sin incidencias. Veo bajar a todos estos amigos chorreando adrenalina.
No obstante, lo he querido confirmar en la pantalla: Pero no dice nada más que “Excepción de Red”. Y en el letrero luminoso del vagón aparece que la próxima parada (próxima sin tilde) es La Pola. Y que, al parecer, estamos detenidos en Mieres.
Qué distinto a ese tren de las Memorias de un vagón de ferrocarril, de Eduardo Zamacois (La Novela Semanal, Madrid, 1921), que he encontrado hace poco en una librería de viejo. “Todo, dentro de mí, es bello y blando, acariciador, femenino: los asientos, que fácilmente pueden convertirse en camas; los almohadones mullidos; la curvatura de los respaldos, propicia al descanso; las cortinillas, que modifican la luz solar; los tubos de la calefacción; los timbres de alarma; los espejos biselados que decoran mi tránsito; el silencio y precisión con que las puertas se cierran y ajustan a sus marcos… Todo, en fin, acusa en mí un alma ‘de hogar’.”
No debería quejarme: estoy escribiendo como en los viejos tiempos. Y puede que tenga que colocarme un poquito, echar mano del Lexatin (siempre llevo alguno conmigo). Estamos parados en un túnel. Hace unos días acaeció –según los noticieros– un incidente similar. Los viajeros se iban entrecociendo y quedando sin aire, tuvieron que romper ventanas. De momento le he pasado el siguiente aviso a María del Mar: no voy a comer ahora los dos bocadillos, si nos vamos a quedar aquí encerrados es conveniente no consumir todas las provisiones.
Mi lectura hasta ahora ha consistido en un “conversatorio”. Una palabra fea. Pero el idioma lo modifica esta gente de la intelectualidad. Que el término no me gusta creo que ya se lo hice saber a Jordi Gracia, que en este número de la revista Tinta Libre entrevista a los editores Silvia Sesé y Miguel Aguilar. Está muy bien lo que cuentan.
Y en unos determinados párrafos me he visto reflejado. Vamos a dejarnos de falsas modestias, que uno ya tiene una edad. Hablan de la característica de la narratividad, que es propia del mejor ensayo actual. Eso es lo que yo hice en mi libro La belleza del caminar.
Unos asientos más allá, cuatro viajeros charlan animadamente. Una señora –soprano en la vida civil, sin duda– lleva la voz cantante. Alto habla, no me puedo concentrar. El asunto que ahora aborda ye el bable, y a todos nos quiere explicar las diferencias entre chavalín y guaje. “Aquí, no sé cómo dirán, porque estamos en Castilla-León”. Tengo que sujetar a Mar, que quiere intervenir en la conversación para meter la “y” copulativa. Consigo aplacarla, ya vamos bien servidos de emociones.
Como la megafonía no arranca, una señora uniformada pasa por los vagones gritando: “Próxima parada: Cuenca”.
En este Tinta Libre las páginas centrales están dedicadas a los relatos que seis mujeres hacen de las peores vacaciones de su vida. Tres y tres. Conozco a las mayores, no a las jovencitas. Hasta aquí sólo he leído a mi amiga Marta Sanz. He subrayado alguna frase: “la costra de mis privilegios; el naranja fuerte del mejillón; nos arrancamos la piel a tiras, no sabría decir si es un desollamiento o una exfoliación”. Cuenta que pasa de niña en Benidorm un tiempo largo porque su padre ha ido allí a trabajar. “No sabía que tu papá era sociólogo, Marta”, le escribo por wasap. Se me ocurre que él podría venir aquí, ahora, a este tren. Que hiciera varios viajes, ida y vuelta, arriba y abajo. Sería interesante. Yo no sé nada de nada, y con sólo mirar y escuchar llevo mucho anotado. Seguro que sus conclusiones servirían para mejorar, si no este medio de transporte que va de mal en peor, la marcha del país.
Hemos llegado a Castellón. Castellón de la Plana, una pareja, un topónimo interesante. Me gustaría tener aquí el Diccionario Geográfico de Madoz, a ver qué nos cuenta.
Nos quedan aún algunas paradas. Íbamos en un principio hasta L’Aldea-Amposta, pero nuestra amiga Cecilia nos ha enviado al móvil nuevos billetes para que no tengamos que estar esperando, hasta el transbordo, casi dos horas.
Salimos de Castellón a las 20:10. Las estaciones son señeras, muy conocidas, hasta para los habitantes del mundo prerromano peninsular como somos nosotros. Oropesa, Benicasim, Benicarló (imposible no recordar el libro de Manuel Azaña). En Vinaroz nos esperan Cecilia, Cari y el Manolet. ¡Qué alegría estar de nuevo aquí! Ya es de noche. Noto la nariz torcida, entumecida, debo de parecer un boxeador. Hemos venido con la cara pegada a los cristales del tren –por culpa de los reflejos que impiden saber qué pasa en el exterior– para ver morir el día. El mar se adivinaba tras los bloques de apartamentos; la sierra se recortaba sobre el cielo anaranjado del otro lado; las siluetas de las palmeras le daban al paisaje –para nosotros, gente de los páramos– ese aire de exotismo.
Ya en Amposta, en esta casa señorial de la familia, nos sale a recibir Lolette.
Cenamos en la cocina. Hay tortilla de verduras y otras viandas que ha preparado Paula, la mujer argentina que ha empezado a trabajar en la casa y a la que no conocemos todavía. Charlamos de pintura, de política, de esos amigos del Partido Comunista en sus siglas antiguas que les quedan a Manolo y a Cari, de las enfermedades.
He traído un libro de Pla editado en 1957, editorial Juventud, Historias del Ampurdán. Está primorosamente encuadernado. En la cama leo las primeras frases de “Otoño en Calella de Palafrugell”. Creo que ya en la segunda página –“las aves nocturnas vuelan en el aire espeso, macilento, mortecino”– he empezado a dormir.
A eso de las cinco y media me desperté y fui al baño. A través de las contraventanas de lamas semiabiertas podía ver mecerse a los árboles del jardín, sus hojas bajo la luz mórbida de las farolas. Era una postal desvaída, un país lejano, el mito de unas vacaciones perennes, de salud, de juventud.
Luego soñé. Traje mi cuerpo hasta aquí, a este país, para aparecer en casa de Jose Menchero, Barcelona, calle Joaquín Costa en el barrio del Raval. Celebrábamos algo, puede que la inauguración de una exposición suya. En la fiesta había gitanos, amigos de Jose Sevillano. Tocaban las palmas y cantaban. Yo lo intentaba con esa canción de Fernanda de Utrera, “Todo el mundo nos separa”, que tanto me gusta. No recordaba bien la letra. Me desperté muy contrariado.
Una luz filtrada y efluvios de brisa marina y de frescor. Se oían los sonidos metálicos de los varales para armar los puestos del mercado. Y algunas voces, órdenes, salutaciones. La habitación comenzaba a desperezarse: los lomos de los libros se deletreaban ya, brillaban las vasijas de cristal que Lolette ha ido recogiendo por todo el mundo. Estábamos aquí, de nuevo, de vacaciones. El tiempo iba más lento, con un ronroneo untuoso. Sentíamos el cuerpo apaciguado, desfibrado, sin urgencias, sin preocupaciones. Como adolescentes. Esa sensación que a ratos nos había hecho sentir nuestro viaje en tren.
Como siempre,un placer acompañaros en vuestro viaje.Esta vez tu tren .e recuerda a nuestro barco,por aquello de que nunca estabas seguro de dónde ibas a llegar…
Un abrazo Julio y Maribel
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