
Avelino Fierro —autor de entregas agrupadas bajo títulos como “Querido diario”, «Calendario», «Desde mi celda», «El cuaderno naranja» o «Días de 2021», «Días de 2022» y «Días de 2023»… continúa, con esta entrada, su sección «Diario 2024».
EL DELTA. UN DÍA CASI FATAL /2
Por AVELINO FIERRO
Antes de salir a dar un paseo, voy a la habitación de al lado; creo que es la que utiliza Irene cuando pasa días aquí. Hay un escritorio en la esquina con dos estanterías. Todas las habitaciones tienen su biblioteca. Le hemos oído decir a veces a Lolette: “Ya desde mi abuela, nos inculcaron la importancia de la lectura. En la cultura judía eso es esencial. Hay que saberlo todo, conocerlo todo”.
En eso, un servidor está muy de acuerdo. Y voy más allá: hay que leer lápiz en mano para hacer anotaciones al margen, pensando siempre que uno puede mejorar aquello que lee. Esta es una afirmación de otro judío, George Steiner, en un libro de entrevistas titulado Una larga conversación de sábado, o algo similar.
He venido aquí para repasar algunas frases de lo escrito durante el viaje en tren. El traqueteo de algunos tramos las hizo muy picudas, ilegibles. Y como ese texto lo pasará Mar al ordenador, quiero que queden reconocibles y con mejor cara.
Aquí hay varias lámparas. Cuatro. Dos para los lados de la cama y dos sobre la mesa. Eso quiere sin duda decir que aquí se duerme, se hace el amor y, como buen judío, quien ocupe esta cama para dos, también lee.
Ayer me dormía leyendo cualquiera de estas frases de Historias del Ampurdán. Cualquiera: “Va oscureciendo. El viento silba en las esquinas, inicia un llanto de criatura, enjuga la luz amarilla de una ventana. El faro de San Vicente se enciende y los rayos de luz dan la vuelta en medio de una soledad majestuosa”.
En esta estantería todo produce sosiego –qué imagen tan sedativa la de los libros alineados– y extrañeza: los lomos llevan los títulos en francés. Salvo algunos, como este Orlando de Virginia Woolf que ahora tengo en mis manos. Está al lado de otro más grueso de la misma autora, La traversée des apparences. Ed. Flammarion, 1977. Lo abro y en letras azules aparece impresa la siguiente leyenda: “Proprieté de Radio France”, y un sello redondo con lo que sigue: Radio France. Biblio Centrale. Paris”. ¿Se lo regalaría un locutor de la casa a Lolette tras una entrevista? ¿Saldarían los fondos de esa “bibliothèque”?
Muchos autores son conocidos, otros no: Dominique Bona, Josyane Savigneau, Jeanne Bourin, Adrien Goetz, Lucien Bodard, Catherine Millet. Aunque esta última me quiere sonar… ¿no fue aquella que se desnudó en una autobiografía?
Ayer, en el mercado, era comentario general el vendaval de la semana pasada que impidió el montaje de los puestos; sólo los más arriesgados o necesitados quisieron acampar. Pla tiene páginas hermosas sobre los vientos, al igual que Cunqueiro. Quienes bien escriben son observadores de la meteorología, tienen ahí un asunto que gustan de estirar. Y si recorren la costa, todavía más. Pla dice aquí, en esta última página que voy leyendo, que tiene un bote y una vela latina. “La solución de los problemas del viento y de la vida son una cosa simple y modélica, de una sobriedad definitiva. La vela une el riesgo a la prudencia y el timón os hace sacar un ojo de perdiz”.
Prudente hubo de ser el muchacho que ayer me vendía un pantalón corto. No sabría decir si era hindú o marroquí. Hablaba bastante bien, porque ya ha ido aquí a la escuela. “La semana pasada no vine. Había temporal y para ganar 30 o 40 euros, mejor me quedé en casa”. Compré ese pantalón azul que tiene buen género, aunque los remates son un poco ásperos y me raspan y hacen que tenga que meter la camisa por dentro. Puede que sea la etiqueta. Le echaré luego un vistazo tijera en mano. Tiene cosido un dibujo en rojo de ese jinete que juega al polo, de la marca –creo– Ralph Lauren. Pero este jamelgo no es exactamente igual; su galope, como si le hubieran hundido demasiado las espuelas en los ijares, es muy desmadejado. Encabritado, diría yo.
Hoy es día de fiesta nacional. En el puente han colocado con una grúa una enorme bandera; están poniendo megafonía. Es pronto. Decidimos recorrer la margen del Ebro –qué imponente, qué hermoso– por una senda preparada para llegar bastante más allá. Hay corredores, paseantes y gente en bicicleta. No es muy ancha. A veces no da de sí y hay que apoyarse en la cerca de madera si vemos venir un grupo de ciclistas.
El único que ha hecho sonar el timbre ha sido un pequeñín que pedalea en familia con sus padres y una hermana mayor. Eso del timbre será un desdoro para los que van con cara de tomárselo en serio, con indumentaria y rictus profesional. Estábamos de vuelta y uno de estos tipos que pedaleaba a nuestras espaldas me golpeó en el costado con el manillar. Él continuó su camino, diciendo algo que puede que fueran unas disculpas y miró hacia atrás. Como no me vio caído en el suelo, siguió. Si se hubiera fijado un poco más podría haber visto que yo seguía en pie, pero girando sobre mí mismo del empellón que me propinó. Levanté la camisa y en el costado izquierdo había nacido un cardenal.
En la farmacia compramos Trombocid y apliqué una buena dosis en aquella tumefacción. El dolor se extendía por la pierna y comencé a cojear. Pero fuimos de nuevo al puente, a ver qué se cocía por allá. Había gente, asistentes endomingados. Alguien sermoneaba desde un pequeño atril. No era una arenga –por el tono, digo– llamando a la insurrección. La mañana era fresca, dulce, ligera y amable. El sol en su punto justo, igual que el aire, todo ello presidido por la mole del Montsià.
Podía apreciarse cómo aquel gentío conformaba otro ser informe, grande, superior, con vida propia, un grumo denso con su latido y respiración. Yo estaba en uno de los extremos, al lado de unas barandillas de obra, junto a la embocadura del puente. No sé por qué comencé a pensar que cualquier incidente en el interior o alrededores de aquel enorme cuajarón podría desencadenar una situación de peligro, en la que los más perjudicados seríamos los que nos hallábamos al borde del abismo. Qué momento de ansiedad, de temor idiota, qué mente la mía entrando en total descontrol.
Luego, cuando todo aquello finalizó, recordé una delicada y parecida situación que vive en el mar de Calafell Carlos Barral, que narra al final del tomo dos de sus memorias y resume en aquella frase que hace tantos años anoté en mi cuaderno: “Terminada la juventud se está a merced del miedo”.
Al poco llegó Cecilia, y al verme cojo y amurriado le contamos lo sucedido: los dos incidentes, y le mostré mis heridas.
Ceci no es psicóloga, pero lo borda. Casi todo. “Vamos a cruzar el puente, en el otro margen hay un chiringuito con música, buenos combinados y arroz. Se te pasaré el susto y no le cogerás manía a este puente tan hermoso”.
Llegamos allí dejando a un lado un enorme sembrado de verdolaga. Música chil-out, música idiota, de esa que para este momento como el mío viene bien, que ni te trae recuerdos ni te hace pensar. Como aquella muzak para ascensores o para esperar en la consulta del dentista. Vermús y paella. Después, siesta reconfortante. Conseguí dormir. Los ansiolíticos y analgésicos ayudaron.
Por la tarde, el verano tardío, los colores untuosos funcionando bien, como friegas para los temperamentos más inestables y para la reseca piel. Una intensidad nos circundaba con cierta pureza dentro del empalago, como una nurse de pechos grandes que nos meciera en su regazo. Las playas de la zona de Riumar. Lolette nadó hasta la boya bajo la preocupación de todos. Hace esas locuras a diario, con su edad.
Dimos un paseo largo. Los pies en el agua. El sol comenzó a desvariar –qué necesidad–, afinando hasta tal punto en sus rayos que todo aquello se puso a colaborar: nubes, palmeras, peces saltarines para brillar un segundo, pescadores en pose, bañistas, parejas que fingían que se volvían a enamorar. Esta playa tiene su chiringuito. Fuimos allá a esperar la noche. Pedí un Aperol y luego un gin-tonic y algo de picar.
El Dj entre toda la faramalla musical puso alguna canción, como esa de Barry White, “My first, my last, my everything”, que te mete el entusiasmo en el cuerpo. Pero todo momento de euforia tiene su vaivén, uno llega muy allá y luego hay que retroceder. Un mosquito de los que guardan bien las tradiciones de la zona, como para conmemorar y finalizar este día de exaltación y festividad, me picó en el cuello. “Directo a la yugular”, dije a las mujeres, que rieron a la vez que me miraban compasivamente.
Me daba igual, estaba feliz. La negrura del mar y su inmensidad me estaban llevando a un estado de ataraxia. Miraba las luces de la costa. Lejos, vibraban las de la central de Vandellós. No creí en ningún momento que uno de los reactores se gripase y le diera por explotar. Por fin estaba tranquilo, cansado, algo soñoliento. Sin temor ni dolor. Y las olas leves me acunaban como recuerdos de un viejo amor.
Me encantó esa frase anotada: “Terminada la juventud se está a merced del miedo”. Demasiado miedo campa a sus anchas. Creo que el telediario tiene la culpa de casi todo, seguido de cerca por los periódicos cuando no se usan para manualidades.
Me mantengo con un nivel muy bajo de temores. Tal vez aún no terminé la juventud o puede que me queden incontables reservas de inconsciencia. Realmente sospecho que es por vivir lo suficientemente alejado de las fuentes de «noticias oficiales».
Un abrazo.
Me gustaMe gusta