Diario 2024 (5) / El Delta. Los vientos y el amor / 3

© Ilustración: Avelino Fierro.

Avelino Fierro —autor de entregas agrupadas bajo títulos como “Querido diario”«Calendario»«Desde mi celda», «El cuaderno naranja»«Días de 2021», «Días de 2022» y «Días de 2023»continúa, con esta entrada, su sección «Diario 2024».

EL DELTA. LOS VIENTOS Y EL AMOR /3

Por AVELINO FIERRO

Toda la noche hemos oído aullar al viento. Y a las ramas de los ailantos y el falso pimentero golpear las ventanas de nuestra habitación. Y el batir de una contraventana. En este caserón regio, formidable y ampuloso es difícil asegurar bien todos los oscilantes para noches como esta. Ya al mediodía, cuando comíamos en la terraza del Casino, en La Rápita, el aire se encabritó. No de manera constante, pero el dueño del restaurante y una camarera cerraron una de las grandes sombrillas que teníamos cerca y le pusieron una cincha como a un caballo de carreras, no fuera a desbocarse y arruinarnos el menú: unas navajas a la plancha (que aquí llaman canyuts) –recomendación de mi editor Ramón Girbau–  y otros frutos del mar.

Unas servilletas volaron. Servilletas azulonas, azul Klein. Nos vinieron a recordar que iríamos a los arrozales, a ver las bandadas de aves. Cari dijo que haría más viento al atardecer, que era lo que anunciaba aquella nube puesta como un sombrero sobre el Montsià.

La primera visita fue a la Torre de San Juan. Llegamos por un camino estrecho, en fila india, entre dos fincas de arroz inundadas, todavía sin cosechar. No atendí mucho a las explicaciones de Cecilia. La luz era de una brillante palidez, filtraba todo aquello en un vaporoso tono azulgris.

Frente a la torre, a la que no se podía llegar porque el agua estaba crecida, había un artilugio para colocar el móvil y retratarse. Qué solemne idiotez. Pero entramos por el aro. Hice dos intentos porque no sabía utilizar el temporizador. El resultado fue el que había imaginado: allí estábamos los cinco, una foto de enciclopedia vieja, sonrientes, como ángeles de Tiepolo, sin ninguna peca ni rojez.

Partimos luego hacia las playas del Trabucador. El mar está comiéndose la tierra, las dunas. Ya no hay aporte de sedimentos al Delta desde que se hicieron los pantanos y hemos podido ver cómo en estos años la costa van desnutriéndose, entrando en la delgadez.

Hay enorme animación en la zona. El dios Eolo ha convocado aquí a varios deportistas del viento y del agua. Esquiadores con alas delta se deslizan sobre la superficie; los más expertos hacen sus cabriolas. Tienen aparcadas sus furgonetas cerca. Da la sensación de que viven una vacación perpetua.

Las nubes hermosean la escena. Oscuras en su centro y blanquecinas y brillantes en sus extremos por los rayos que ahora envía el sol, ya decadente. Son como medusas gigantes, pero benéficas, protectoras.

Uno de los deportistas abandona la escena. Fuera del mar es como un mariposón de enormes alas, anaranjado y torpe, nada ágil. Cuando lo tenemos cerca aguantamos la risa: se ha puesto un casco para proteger su cabezón, es de rostro bovino y papada abundante, tristón. No es la imagen de un joven musculado y atrevido. Parece más un payés de los de tartana, butifarra y prolongadas partidas de tresillo; nos ha llenado de ternura.

Después de una mínima discusión entre nuestros amigos, se decide la visita a otros lugares para avistar aves. Es el momento en que las bandadas se moverán para ir a sus dormitorios. El viento arrecia, y al rizarse el agua se hace difícil la visión desde el mirador. Unos flamencos pastan en la laguna. Comienzan a sobrevolarnos grupos de moritos. Hacen lo que pueden para conservar la formación. Algunos, los más jóvenes o díscolos, se dejan llevar de costado, sin esfuerzo, en algún tramo. Repetimos el avistamiento en otros dos emplazamientos.

En uno de los caminos, Manolo baja del coche a indicarle a Cari las maniobras necesarias para rebasar un tractor que ha quedado medio cruzado, con peligro de que nos caigamos al canal. Hay al lado una gran cosechadora y un Land Rover, pero ninguno de los operarios está en el lugar. Se hace de noche, paramos para fotografiar una barraca y unas esbeltísimas palmeras.

El viento sigue a su aire, sin método; hay rachas furiosas y decaimientos. Manolet cuenta bien cómo son estos aires, qué nombres tienen, cómo se comportan.

Leyendo a Pla también anoto los que aparecen en el relato Un viaje frustrado: maestral (viento noroeste), lebeche (viento sudoeste, ábrego o garbí), tramontana, viento fresco y larguero, y jaloque débil… Son vientos del mar. El escritor cuenta un viaje en laúd con el amigo Hermós, desde Palafruguell a las costas de Francia. Y he leído muy despacio esas maniobras: “Reina una calma blanca. Izamos la escota en lo alto del palo y la embarcación queda a su gobierno. La corriente nos arrastra, lentamente, a través del estrecho de la Meda, golfo de Rosas adentro, a una velocidad prácticamente imperceptible. La embarcación se mece dulcemente…”.

¿No se parecen estas tareas tan sutiles y afinadas a las maniobras que tenemos que cuidar y desplegar en el amor? Mirar cómo miran hoy los ojos de la amada, saber si podemos acariciar suavemente sus hombros o su pelo, asirla por la cintura o no.

El viento de estos días preocupa a los agricultores de la zona, tumba las matas de arroz y complica su recolección. Hoy mismo, al regresar ya de anochecida, veíamos alguna cosechadora recorrer el arrozal. Son enormes máquinas, que hacen girar en su frontal esas ruedas que van acunando el sembrado, dejándolo mondo. Llevan muchas luces, focos escrutadores; las vemos aparecer como naves interestelares.

En Amposta encontramos a Ricardo Dasault, arquitecto amigo. Estudió en Barcelona y sus primeros trabajos los tuvo en esta zona. Es un enamorado de los puentes y de los planos de las obras que para la urbanización del Delta diseñaron los familiares franceses de Cecilia –son esos planos de la Real Compañía de Canalización del Ebro, de 1850 y posteriores, la mayoría de los cuales están en la casa de la prima Ana, en cuya planta baja se asentaron las oficinas–,  y es también un apasionado de la mano de obra que no se enseña con demasiado detalle en las Escuelas.  Los tornillos y esas mínimas artesanías del hierro y de la madera son su pasión. Cuenta que ha reconocido en las obras de la zona del casino un minibulldozer que él arregló en una estancia anterior, hace mucho tiempo. La ñapa que dejó soldada allí estaba, como una cicatriz. Ha sentido mucha emoción.

Su mujer vive ahora en Ginebra. También arquitecta, colabora con un organismo internacional. Hace poco viajó a Bangla Desh, donde recorrió una zona para ver los destrozos de un viento feroz, un tifón.

Ya lo íbamos viendo: el viento, el mar, el amor, entrelazados.

Tomábamos ya en casa un brandy añejo. Desmadejados. Alguien se levantó. “Voy a ver qué ha dejado preparado Paula para mañana; ¿no huele a pollo al curry?”. También el amor es una de las causas de la buena cocina. La esperanza de que cocinar con mimo avive la respuesta amorosa de la persona. Así lo describe Pla en esa historia entremetida en Un viaje…, que tiene entre sus personajes a una cocinera de Cadaqués y a Eugenio d’Ors. Y si uno relee la lista de la comida que en su casa les ofrece a Pla y Hermós el señor Víctor Rahola (moluscos de Cabo Creus, arroz de cabeza de mero, salsilla de lubina, queso del país, café y coñac francés) uno siente una emoción similar a la lectura de una carta de la enamorada.

El viento arreció. Hasta los árboles de tronco más grueso del jardín entraron en vibración. Sonó el teléfono de Cecilia, que se apartó unos instantes saliendo al porche. Su silueta a contraluz era todo oscilación, titilación. Cuando entró, contó que su amiga B. había salido de la depresión, había encontrado un nuevo amor. Esa noticia llegó justo cuando más se encolerizaba nuestra ventisca. Uno de los focos de la piscina, que se había soltado, daba tumbos e iluminaba el jardín con ráfagas de celebración.

1 comentario

  1. Querido Avelino, leerte es como viajar en un laúd de esos (desconocía tal acepción) tranquilamente, sin sobresaltos ni vientos locos y ver, siempre ver, que es lo que nos regala el viaje… o la lectura.

    abrazos.

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