
Avelino Fierro —autor de entregas agrupadas bajo títulos como “Querido diario”, «Calendario», «Desde mi celda», «El cuaderno naranja» o «Días de 2021», «Días de 2022» y «Días de 2023»… continúa, con esta entrada, su sección «Diario 2024».
Por AVELINO FIERRO
Es posible que lo habláramos cuando visitó esta ciudad en la Semana Santa de hace un par de años. También esa recomendación aparece en un correo electrónico suyo que por esas fechas recibí: “Tendrías que escribir sobre los viejos restaurantes y bares familiares, y las historias y pequeñas tragedias de su desaparición”.
Ramón Girbau, el editor de mi libro Calendario, me hacía esa sugerencia, con la promesa de que si de ese empeño salían unas cuantas líneas razonables tendría el premio de su publicación en su editorial Días Contados, una editorial exquisita, exigente, hermosa. Casi puedo vislumbrar ahora la portada del libro: un cuenco de cerámica del que se eleva un pequeño vaho, una servilleta de tela bien doblada y una cucharilla que brilla tenuemente. Las primeras páginas se abrirían con una cita del libro de Faustino Cordón, Cocinar hizo al hombre. O con alguna de Brillat-Savarin.
Hay una estupenda literatura gastronómica. Como la hay taurina. Recuerdo aquella frase de Bergamín: “Al hablar tenía Juan Belmonte un tartamudeo leve que daba a sus frases un sentido más corto y ceñido, como si torease. Hablaba –dije alguna vez– por medias verónicas o recortes. Y hasta a veces, hablando, molineteaba”. Pero la fiesta de la pitanza nos es más necesaria que la de la lidia.
Esto que ahora escribo ojalá se convierta en el primer capítulo de ese futuro libro. Pero, por el momento, respondo únicamente a una especie de necesidad. Los motivos son varios.
Anteayer soñé que estábamos en el campo, de fiesta, alrededor de un gran asado. Éramos unos cuantos, con poca ropa, un poco salvajes. Hacía mucho calor. Eloísa Otero, cocinera principal, no había soportado tanta sudoración y se había rapado su cabellera pelirroja con unas tijeras de podar. No estaba clara la naturaleza del animal sacrificado: jabalí, venado… Ni la forma en que había arribado, ¿comprado en la carnicería del barrio, cazado a lanzadas por los que allí esperábamos a que se hiciera una buena brasa?
Hoy es sábado. Estamos descongelando el frigorífico. Llama Óscar a Mar por si quiere ir a setas. Estos días, con este tiempo templado de otoño y las lluvias, han proliferado. A mediodía tenemos comida familiar en El Bierzo, un bar al final de la Avenida de Nocedo. Botillo. En el libro La cocina española, de Luján y Perucho –mi ejemplar en dos tomos, editado en 1977, ya desportillado–, los autores escriben “butillo”, que “se come acompañado por repollo y, a veces, grelos, para restar grasas al plato”.
Y el tercer ingrediente, que me hace salivar y escribir, es la lectura de un artículo publicado en el suplemento cultural mensual, Icon, de un periódico nacional. Escribe Abraham Rivera sobre Madrid, una meca mundial de la gastronomía. “Pero el fenómeno tiene su cara B: los menús miméticos, el maltrato al cliente o el cierre de las tabernas son algunos de los gajes de esta prosperidad”.
Se lamenta el autor –con cita de otros articulistas gastrónomos– de la armonización del gusto, de las tendencias de diseño estereotipadas que asolan Instagram, de que las cartas de los restaurantes parecen cambiar al unísono (“ahora no se puede esquivar el pan abriochado con mantequilla y anchoa”), de la proliferación de sitios de sushi, de los precios de las cañas dobles en la plaza de Olavide, de la falta de camareros… El artículo tiene muchas expresiones que no entiendo: fast-food, casual-dining, branding.
Al articulista lo había visto un servidor colaborando en dos libros que he comprado no hace mucho, de igual título, Escribir gastronomía, 2022 y 2023, editorial Col&Col. Me han gustado. El primero lo compré porque uno de los artículos llamó mi atención: “La tristeza del aguacate”. Un escritor mexicano es su autor. Y Abraham escribe “En busca del último pulpo gallego”, y por allí aparecen las tierras de Malpica, Fisterra y las Islas Sisargas. El año pasado, cerca de esas islas, comimos en el restaurante Seiruga un pulpo a la plancha y un Sanmartiño, el único que habían pescado ese día, una delicia. Pedimos filloas de postre.
Cunqueiro, en un artículo que publicó en el diario vespertino La Noche, el 15 de febrero de 1962 (tengo a la vista esa recopilación), se decía preocupado, en arte de filloas, con el hisopo. “Hay que hacer un buen hisopo para untar de grasa la plancha de hierro, la pizarra o la sartén… que el borde quede seco, con lo cual se logra que por allí se tueste la pasta y se endurezca… los hisopazos han de ser rápidos, enérgicos y frecuentes…”.
Hay otro artículo gastronómico en esa antología de don Álvaro sobre “el tiempo culinario”, y los temores por la aparición de las nuevas cocinas de gas y las ollas a presión.
Ese es también mi tiempo, un tiempo en el que todo ya pasó, del que pervive un lenguaje y un ruido de cazuelas familiar, un aroma, aquel sabor. De Josep Pla dijo Vázquez Montalbán, en su prólogo a Lo que hemos comido, que sería interpretado como un nostálgico y reaccionario notario de unas normas de vida obsoletas. También anota Ignacio Peyró que la cocina le interesa para hablar de la vida y de los afectos.
Escribiendo de bares y restaurantes que ya no existen, de salsas evaporadas y cocineras muertas, de recuerdos tan personales asociados a momentos y sabores, sobremesas y aturdimientos o epifanías o efusiones provocadas por el alcohol… ¿quién iba a publicarme? ¿Adónde iba a llegar yo?
Me falta, además, actualización, resetearme. Hoy mismo he tenido esa sensación. El martes próximo despediremos a Miriam, una colega gallega, una jovencita que aprobó la oposición y ahora se va por concurso a otra plaza. Iremos a comer al restaurante de la Colegiata, un lugar del clero. Qué enormísima ligazón ha tenido siempre el monasterio y la sotana con el mundo del fogón. No hace mucho que leía yo la receta de la “liebre a la benedictina”, con su salsa sazonando los higadillos con pimienta y un punto de anís…
En fin, vamos a lo que uno iba, sin dejarme llevar por el sabor de la emoción. Me envían una foto por wasap para ir eligiendo el menú. Y no sé por dónde tirar. Trofie salteado con rejo, salsa de kimchi y pico de gallo. ¿Adónde, escribiendo de estos asuntos, pretendo llegar? ¿A qué congresos de sollastres acudiría, en qué mesa de tertulianos gastrónomos me sentaría yo?