Diario 2024 (7)

@ Ilustración: Avelino Fierro.

Avelino Fierro —autor de entregas agrupadas bajo títulos como “Querido diario”«Calendario»«Desde mi celda», «El cuaderno naranja»«Días de 2021», «Días de 2022» y «Días de 2023»continúa, con esta entrada, su sección «Diario 2024».

Por AVELINO FIERRO

15 de noviembre. 20:20 h. En el tren a Madrid. Y claro, me pongo a escribir. Si todo va bien –toco madera, porque los incidentes en estos viajes y los retrasos están siendo muy habituales– llegaremos en poco más de dos horas. Y ese tiempo no da para emborronar demasiadas hojas de este cuadernillo en el que escribo a mano. Ese proceso hace que la formación de redes neuronales sea mayor que ante un teclado. Lo dicen los neurocientíficos noruegos que acaban de publicar su trabajo en la revista Frontiers in Psychology.

Sacamos anteayer los billetes. No hubo demasiadas complicaciones: a la quinta o sexta intentona conseguimos que la aplicación digital de la gran compañía de ferrocarriles funcionase, e imprimimos la ida y vuelta.

A mediodía habíamos estado de comilona. Un botillo en el mesón El Bierzo, celebrando el cumpleaños de Cami y Héctor. Hemos tomado unos orujos y hemos dado un paseo. Dormí la siesta leyendo antes, durante diez minutos, Flor de saúco, de Andrés Martínez Oria. Flor… es un libro excelente, un libro de viajes por El Bierzo y Ancares. Me arrepiento ahora de no haberlo citado en el que escribí sobre la belleza del caminar.

Íbamos Mar y yo en vagones separados. Pero le he pedido a una chica que nos cediera su asiento para poder ir juntos. Ella viaja ahora al lado del amigo Mures, al que he saludado en el andén. Va a un bolo radiomusical a La Gomera. Le he dicho que conocemos bien la isla.

Estos nuevos vagones tienen tres asientos a un lado y dos al otro. A mi derecha va un joven americano. Lee el libro de Fernando Savater, aquel de enseñanzas para la vida dedicado a su hijo Amador. Me dice que quiere perfeccionar su español con una lectura que le incite también a pensar.

Yo escribo y noto que me estoy adormeciendo: el botillo, las patatas, el chorizo, el repollo, los orujos, los vinos de antes de la comida… me están echando un buen pulso.

El compañero Ethan se ha acercado a la máquina expendedora de agua y chuches. No funciona. Le damos una tortita de maíz y unas galletas de coco. Nos cuenta que lleva poco tiempo en España, que es escalador. Ha conseguido una plaza de profe de inglés en el instituto de La Corredoria, en Oviedo. Ha venido porque aquí tiene cerca las montañas.

Ya estamos en Segovia. Ethan es simpático. Mar le dice que la máquina de comida no ha funcionado para que él llegue con apetito a Madrid (nos ha dicho que le espera su hermana para cenar). Yo le digo que vamos en hora, puntuales. Él dice que llegaremos bien, que sin duda el conductor sabe que tiene esa cita con su hermana.

Escribo. A mi izquierda, Mar lee el libro de poemas de Sergio Fernández Salvador. Ethan sigue con su Amador, va por la página treinta y dos.

*

Retomo ahora la escritura, ya en el tren de vuelta. Hemos escogido un horario temprano, a las 13:03. Así, si no descarrilamos, estaremos en casa a una hora razonable, lo que nos permitirá aprovechar la tarde.

Anteayer, cuando llegamos a Madrid, en la estación de Chamartín, un hombre dando voces organizaba el embarque en los taxis; pensamos que era un empleado municipal. Al rato, caemos en que es un tipo trastornado que se emplea con gran energía en el asunto. A veces de forma casi violenta, gesticulando, gritando e interponiéndose en el paso de algunos que no siguen sus instrucciones. Todos –taxistas y viajeros– estamos un poco estupefactos. Eso nos dice también nuestro chófer, con un indefinido acento. Mar le pregunta: es marroquí. Hablamos de nuestro viaje por su país hace años.

En casa de Julio y Cecilia esperamos a Óscar y Marta para cenar. Vienen del concierto de los Ministriles de Marsias, en la iglesia de Santiago; a nosotros todavía nos resuena en los adentros el botillo y la juerga del cumpleaños. Ellos van a dormir a casa de Irene. Yo me voy a la cama con Sergio Fernández Salvador y Marta Sanz. Marta me cuenta en estas páginas la historia de una centolla viva que le envía desde Galicia su agente literaria. Sergio poetiza sobre la poesía.

Ya es la mañana siguiente. En la calle, una luz blanquecina de noviembre se posa en las acacias. Una luz lechosa de clara de huevo con un algo de tintura; posiblemente, el sol consiga en unos minutos filtrarse.

Cuando llegan Ó. y M. vamos a la Fundación March. Hay una exposición del dibujante Saul Steinberg. Está bien montada. Yo tenía visto del ilustrador lo justo, así que me ha gustado ver este despliegue, sobre todo sus portadas para el New Yorker. Desde esos años sesenta la ilustración ha progresado; todo esto tiene ahora un aire algo caduco, como de cuaderno escolar encontrado en el desván del familiar aquel que se lio la manta a la cabeza, cambió de país y no quiso seguir la profesión pequeñoburguesa del padre. Un dibujo normativo, como de frases hechas –su amigo, el crítico Harold Rosenberg, dijo de él que era un “escritor de imágenes”–, porque, como en todo dibujante, los trazos, las maneras… hasta las obsesiones se repiten. La maniera, decía Goethe, es un término medio entre la imitación simple y el estilo. Todo en Steinberg es estilo, todo en él aparece como reconocible, sedimentado; los conflictos, las estrategias, la mirada, las obsesiones, los comentarios de la realidad (una ciudad, una familia, todo ese nuevo mundo americano). Steinberg estudió arquitectura en Italia; me gusta cómo resuelve el entramado de las aglomeraciones urbanas.

Volvemos en el 5, ese autobús que, no me digas por qué, nos lleva siempre a todas partes. Vermús en la bodega La Ardosa, y al restaurante Tras Os Montes, porque Julio quiere invitarnos a comer allí. Este era casi el pretexto de la visita a la capital: Joao, el dueño portugués, puede que se jubile, sus hijos no quieren seguir con el negocio…

No nos queremos apartar del menú habitual: cinco platos de bacalao cocinado de formas diversas. La sorpresa está hoy en el oporto que acompaña a los postres, que es blanco. A Marta le gusta porque le parece de sabor un poquito más suave; a mí, me gusta menos. Le escribo un wasap a Andy para que nombre los vinos y el oporto de sus familiares ingleses. No me contesta. No me doy cuenta de que está en las antípodas, en Australia, que puede que esté durmiendo. Esta respuesta me llegará ya de madrugada: bodegas en Vila Nova de Gaia, las marcas principales son Graham’s y Dows.

Cecilia y yo volvemos en el metro desde Mirasierra. Le digo que ese nombre siempre me pareció sugerente, ya de niño, un término eufónico y agradable. Hemos bebido demasiado, así que en casa nos vamos derrumbando para la siesta en camas y sofases. Después vemos esa película, El Rey del Jazz, a retazos, remasterizada y coloreada.

Hay una oferta de ocio musical interesante. Para el guitarrista de jazz John Scofield –del que tengo algún LP– sólo quedaban tres entradas esquinadas y somos cuatro. Hace buena temperatura, las calles, bares y terrazas están abarrotados. San Bernardo abajo llegamos a la calle del Pez, y allí, Óscar saca por internet cuatro entradas para el palco vip del Teatro Flamenco –sólo quedaban esas–. Nos sientan en la primera fila de la parte alta. Nos ofrecen bebida ilimitada para todo el espectáculo, taquitos de jamón y chuches. El jamón lo está cortando el único gitano que parece haber en el teatro, un hombre mayor, con sombrero. Va y viene. Delgado, guapo y con una leve cojera cuando se ha puesto a caminar. Parecemos guiris. El espectáculo es discreto, correcto, tuneado, customizado. Pero en la voz ya pobre y rota de uno de los cantaores escuchamos la soleá que ha cantado de maravilla Fernanda de Utrera: “Solamente con mirarte / con mirarte solamente / conocerás que te quiero / y también comprenderás / que quiero hablarte y no puedo”. A la salida vemos un bar con una mesa libre junto a la barra: cerveza Alhambra en esa botella verde labrada, torreznos, pimientos de Padrón, gambas al ajillo. Volvemos caminando para espantar los excesos.

La información del flamenco nos la había facilitado Perico Lorenzo, un grandísimo conocedor. Recalamos en ese Teatro porque era el único para el que quedaban localidades. Pero esa noche todos los grandes estaban en la ciudad actuando, en Pozo del Tío Raimundo, en Torero, el Café Belén, Las Tablas, el Cortijo de Vallecas, en Tetuán… En casa, Cecilia, acatarrada, ya se había acostado. Julio escribía en su despacho. En el salón tuvimos ese momento de relax que está de la mano del mando de la televisión, un zapping lentoso, arriba y abajo. A las dos y media, ya en la cama, un incidente estuvo a punto de amolarlo todo: un mosquito tardío zumbando cerca del rostro de Mar. Da un grito, me sobresalta, doy la luz, me pongo en situación, me concentro, lo veo, y consigo cazarlo al rato. De alguna manera soy un héroe sin alardes, discreto, de andar por casa.

Poco que hacer en la mañana del domingo. Las chicas se agobian y no quieren andar a la carrera, así que no vamos a la sala de exposiciones de Mapfre a ver las fotografías de Weegee.

Café en la calle Santa Engracia con Roberto Bayón. Llegan corredores –acaba de celebrarse una carrera en pro de algo–, jóvenes que pidén cafés, agua y bollería. Llevan una camiseta rosicler con un mensaje escrito que no desentraño. Roberto nos cuenta sus últimas anécdotas –lo guiamos hacia esos asuntos– de australopiteco analógico, su lucha contra el encarrilamiento, las apps, los códigos QR, la banca.

Regresamos a nuestra ciudad a la hora del almuerzo. Fuimos a La Taberna y de allí entraba y salía el gentío en todo momento, sin los horarios ni la pacatería europeos. Eso me ha parecido siempre de gran ayuda para vivir.

Volvíamos a casa. La luz era flaca y sin brillo. Las ruedecitas de la maleta tenían su repertorio y un aire familiar nos tocaba en la cara, como queriendo ser rezo, sosiego. Pero no conseguía desmontar el andamiaje, el desfile de las horas, lo irremediable, una tortura que en mí comenzaba a tomar cuerpo.

 

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