
Avelino Fierro —autor de entregas agrupadas bajo títulos como “Querido diario”, «Calendario», «Desde mi celda», «El cuaderno naranja», «Días de 2021», «Días de 2022», «Días de 2023», «Diario 2024»— nos envía el capítulo 24 de un libro inédito, todavía sin título, en torno a bares del mundo. Se trata de un capítulo muy especial, dedicado a la despedida de Paco Gómez, propietario de la librería leonesa Alejandría, con motivo de su jubilación.
BARES Y TABERNAS (Capítulo24)
Por AVELINO FIERRO
Ayer, 12 de abril, sábado; hoy es domingo de Ramos. Ayer estuvimos bebiendo vino en una librería, algo inhabitual, claro está. Pero se daba el caso de que nos habíamos citado para despedir a Paco Gómez, en su librería Alejandría.
Yo había pasado por allí el martes. “Paco, ¿estarás por aquí el sábado a la una?» Ese día estaba feliz, una cría que estaba con él se iba a hacer cargo del negocio; aquello continuaba, seguiría viviendo, no tendría que desmantelarlo todo, sacar el género, desmontar las estanterías.
Avisé a algunos amigos: Toño Manilla, Sergio Fernández Salvador, Carlos González Antón, Alberto Quiroga. Dos poetas y dos abogados. A eso de las trece horas nos acordamos ¡pardiez! de Paco Solana, otro letrado muy lector. Pero estaba muy a desmano.
Llevé una botella de Áster, patatas fritas, torreznos y algo de queso; vasos, platos y servilletas. Había avisado que lo haría. Carlos llevó un godello, Sergio, cava, y Alberto un ribera excelente.
Comencé yo con una lectura en prosa, comparando las dos librerías de Alejandría, la antigua y la actual –hablo del territorio africano– diseñada por Renzo Piano al borde del mar. Dije que el escaparate de Paco podría ser mejor que el de esa madre de todas las librerías. Se me saltaban las lágrimas. Sergio se atrevió con unos ripios que había escrito a lápiz en la última página de su libro El cielo sin caminos.
“Se traspasa negocio”.
Bien claro el cartelillo lo decía. / Paco apostatará del sacerdocio / del libro. Cerrarán Alejandría. / Cansado de bregar en el sector, / harto de pinches y distribuidoras, / deja así un poco huérfano al lector / que en sus predios echara tantas horas. / Ya no veremos nuestras propias obras / posar flamantes en los anaqueles, / ni haremos subrepticias maniobras / por ponerlas delante de peleles / como Biedma, Delibes o Gracián. / Paco, por ti brindemos con champán.
Y Manilla buscó en el móvil el poema inédito que había escrito para conmemorar los cincuenta años del bibliobús.
Y nos pusimos con el piscolabis. En ese momento, Paco también se animó y leyó un poema sobre libros y clientes. Los libros, las mujeres –porque estaban Mar y Cari, y la chica de Carlos, y las niñas de Sergio, y Ana, la nueva librera, y su mamá– y el vino. Al fin y al cabo, las cosas del amor y del amar.
Al finalizar, nos hicimos fotos a la puerta de Alejandría. Sergio sugirió –¡qué buena idea!– que abriéramos los paraguas. Eso le dio a las fotografías una singularidad y elegancia muy especiales.
Si este libro acaba publicándose y se puede ilustrar, todo el que la vea convendrá en que esa foto nuestra no desmerece para nada de algunas de los miembros de la Generación del 27 que sabían posar muy bien, como esa en el homenaje al pintor Hernando Viñes, en Madrid, en mayo de 1936. Eso si hablamos de lectores y librerías. Y también estará a la par de aquel cuadro de Fantin-Latour, de 1872, en el que aparecen Verlaine, Rimbaud y otros poetas. Eso si hablamos de cafés.
Nos fuimos, cada uno por su lado. Allí quedaban los libros cuchicheando o hablando entre ellos. Eso lo sé yo antes de haber leído El amante de las librerías, de Claude Roy.
“Sucede incluso, si uno pasa por allí hacia las tres de la madrugada, que, a pesar de los cristales gruesos y los parachoques del escaparate, oye los ecos de un altercado. Es Louis-Ferdinand Céline que trata a Kafka de judío mientras Gide se interpone y trata de separarlos y de proteger a Kafka del insensato, en nombre de los valores del diálogo y del humanismo, pero a riesgo de, a su vez, hacerse colmar de insultos y moler a palos a Louis-Ferdinand, cuyo gato Bébert se aleja por la acera de la calle del l’Abbaye, desaprobando sensatamente esa agitación neurótica”.
Algunos miércoles, al volver a casa, después de haber estado en la jam del Ret Marut, pasada la medianoche, me paro en el escaparate de Alejandría –el Ret está en la calle anterior– y pego la nariz en el cristal. Algún día escribiré sobre lo que he llegado a oír y ver. Pero no es éste lugar ni momento. Este es un libro sobre la filosofía de las francachelas y el bar.
Nos fuimos. A Mar y a mí nos acompañaron Alberto y Cari hasta la calle La Rúa, hasta La Taberna, porque allí nos esperaban Navarro, Hevia, Mercedes, Luisa y nuestro hijo.
La Taberna estaba atestada. Vicente nos había reservado la mesa que nos gusta, esa que está a medio camino entre la barra y el comedor. Había mucho ruido y la música sonaba alta. Yo creo que nos daba igual, aunque nos obligaba a charlar con los más cercanos. Cuando llegaron las ensaladas templadas de puerros y la primera botella de vino todo cambió a mejor. “Qué alegría vivir / sintiéndose vivido”. La tercera de clarete fue de Viña Bricar, esa que viene envuelta en redecilla oro, ese vino que bebe el cura de Olleros; estaba fenomenal. Casaba con el ambiente, el barullo, los carteles de toros y cofrades, los amigos que estaban de café torero y nos veían desde la barra y pasaban a saludar: Arancha, Chefo y su hermano, las gemelas Díaz Zubiaur…
Yo conté a los postres que el día antes había terminado ajumado en el Black Dog, con Daniele, el heladero italiano, y con un amigo de La Bañeza, Guzmán, que estaba muy triste y no cesaba de besarme las mejillas. Habíamos acabado allí después de estar en la presentación de un libro, La belleza de viajar, de Gabriel Quindós. Eso, unido a que tenía a mi lado la novela de José Avello, Jugadores de billar, que había comprado un rato antes en Alejandría, sirvió para que ni siquiera tuviera que hacerme perdonar.
El libro es uno de los ocho emblemas corrientes chinos, símbolo del poder para alejar a los espíritus malignos. Yo acariciaba mi novela, una edición barata en libro de bolsillo. Con sólo tocarla, percibía su hechizo. El ruido de la taberna había menguado, los gritos de la calle sonaban lejanos en mis oídos. El lugar de la literatura es sólo nuestro, puede incluso que no exista. ¿Dónde, cómo y cuándo quieres situar, pinchar con un alfiler, resguardar todas esas presencias: Emma Bovary, la muerte de Bergotte, la incompleta desazón del viento en el poema de Larkin, la oda nueve de Horacio, la belleza rusa que corteja Forstmann?
El adiós a un librero, contertulio, amigo, consejero… y mucho más. Mis mejores de deseos para esta nueva andadura.
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