
Por LUIS GRAU LOBO

Sobre las razones que desacreditan los supuestos beneficios de los viajes para corregir la ignorancia individual y frenar la barbarie colectiva se ha escrito mucho. Los viajes han cambiado, el viajero solo busca y encuentra tópicos y degusta prefabricados o simulacros, se reprime una auténtica relación con otros territorios y habitantes salvo para comprobar lo trillado o presupuesto, asombrarse de sucedáneos y versiones y –oh, espanto– adquirir regateadamente suvenires inmarcesibles, etc. Esos y otros atributos convierten al viajero en esa figura odiosa y amada por igual en que nos convertimos todos, odiosos y amados, en señalado momento: el turista.
A menudo intento imaginar un lugar sin turismo. Ese sitio vulgar y corriente, mustio quizás, o sencillamente ordinario y sin encanto, de vida insípida y quieta, desprovisto de afanes e identidades, indiferente a ferias, fiestas y celebraciones y ajeno a los arrebatos de hostelerías, concejalías y consejerías de Turismo y, groseras veces, de Cultura. Un lugar sin gracia y sin ganas de aparentarla, candidato a un insigne galardón hipotético al Desinterés Turístico Internacional.
Difícil encontrarlo. Se pensará en polvorientas aldeas y apartados eriales, pero o los afrenta el turismo rural o abjuran de esa suerte y pretenden cambiarla. Otros mencionarían, tal vez, sitios como Chernóbil, enclave maldito y emponzoñado, cuando su propia singularidad y antonomasia lo convierten en atracción de excursionistas amantes de lo dañino y buscadores de la anormalidad; hasta vertederos y albañales tendrán su audiencia si está guiada por un reportaje ocasional o un vídeo casero trendintópico: el ser humano es así, rellenen esta casilla.
Un lugar sin playas, sin demasiado sol ni efectos climáticos señalados, sin montañas o llanuras notorias, sin verdes intensos u ocres sutiles, donde no se celebren conmemoraciones, ni espectáculos y la historia o la leyenda no hayan proporcionado hechos o falsedades singulares o evocables, un espacio sin gestas deportivas, sin antigüedades exhumadas o por exhumar, sin templos, teatros o ruinas, ni columnas, obeliscos, estatuas o fuentes de chorrito; sin museos, ínfulas artísticas o coloristas manualidades. Un lugar sin rotondas ornamentadas. Un lugar donde ni lo trivial sea especialmente trivial, no vaya a ser. Pero si hasta cementerios horteras, repelente estatuaria, cursi tradición o ladrillo cara vista se ponderan y alaban como emblema, memoria, vivencia y demás sumidero de épocas ilusorias, en rutas, recorridos y “experiencias”, ¿qué podría esquivar esa enumeración infinita, esa babelia del sobresalto prefabricado? En fin, que quizás no queden lugares así, aquella nobleza del planeta. O sí: sitios evitados, poblaciones indiferentes, tierra sin bautizar. Y es bueno que no los identifiquemos, pues como sucedía en la cartografía de otros tiempos, anchuras blancas descritas con monstruos marinos o cataratas de algún vikingo sonámbulo indicaban territorios cuyo nombre no se debe mencionar.
(Publicado en La Nueva Crónica de León el 1 de junio de 2025)
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