
Por AVELINO FIERRO
Ahora, el aire helado le hundía las sienes, y dentro notaba sonidos como el de las hojas del cuaderno de los días que se arrugan después de no conseguir escribir en él cómo la Vida nos envuelve en sus remolinos sin alma. Cerca, una raya de luz enrasaba la acera bajo unas trapas por las que se filtraba un sudor de esclavos que trabajan de noche, albinos, como mamíferos abisales. En los pisos altos hay pocas luces: un niño que despierta, un insomne, una mujer de ojos descarriados, un estudiante solo… Los árboles respiran lento a través de las últimas hojas de diciembre.
Se quitó las gafas para sentir un alivio de párpados cerrados, aunque en ellos también se posaron pronto los recuerdos. Todos los momentos le parecían el último y sólo esperaba ahora una gran orfandad estéril, días sin remedio. Un cigarrillo le vendría bien, traería una especie de anestesia. Trataría de que algo de calma le llegase con el aturdimiento: aguantar las bocanadas y procurar que una especie de apnea le durmiera el pensamiento. ¡Aléjate, Amor, con tus querellas!
Notó en el bolsillo el papel doblado entre la funda del paquete de tabaco. Al desplegarlo vio que era la octavilla de Juventudes que anunciaba una rifa para la Navidad. Era bonita: una silueta de Gramsci y tres palabras: “instrúyanse”, “conmuévanse”, “organícense”, con más letra pequeña que no distinguía bien.
Muchas veces había sentido esa profunda manera de desvalimiento, que la vida no era otra cosa que un permanente acto de soledad, un ejercicio de melancólico solipsismo. Aquel papel le apartaba momentáneamente de sus congojas. Estaba ahora en los tiempos de su juventud; eran años, como escribió Max Aub, en que el régimen había echado un caparazón de ignorancia sobre el español medio, plomo e incienso. Recordó la vez que había estado rebuscando una frase poco conocida, aristocrática, para la revista universitaria.
Para aquellas fechas de consignas como cuchillos eligió una demasiado larga, de Helvetius: “La infelicidad casi universal de hombres y naciones surge de las imperfecciones de sus leyes y de la distribución demasiado desigual de sus riquezas. Hay en la mayoría de los reinos sólo dos clases de ciudadanos; una de ellas carece de lo necesario mientras que la otra nada en superficialidades. Si la corrupción de la gente en el poder nunca es más manifiesta que en las épocas de mayores lujos, ello se debe a que en estos momentos las riquezas de una nación son recogidas en el menor número de manos.”
Entre aquellos días y la frase de Vattimo, el filósofo, en el periódico de hoy, “Sólo un ideal fuerte, como el comunismo, podrá salvarnos”, habían pasado muchos años. Sonaba como un aldabonazo.
Después de tantos años inmersos en las miserias morales de la abundancia, braceando complacientes y absortos en un agua densa, pesada, un líquido amniótico que sedaba las conciencias, volvían a tener sentido las arengas. Abandonadas, olvidadas en cavernas, asilos, desvanes, grietas en los muros, volvían a removerse, inquietas, las viejas palabras.