
Por AVELINO FIERRO
Querida Cecilia, hoy he tenido extrañas sensaciones a primerísima hora de la mañana. Llevo unos días maldurmiendo, en un régimen vital que me desagrada: caigo rendido a los diez minutos de empezar a leer (puede que la culpa sea del libro: estoy con Cómo leer un poema, de Terry Eagleton, de letra pequeña y bastante aburrido; figúrate que estoy casi por la página 150 y sólo he subrayado dos cositas de nada. Una al principio, donde se dice del poema de Auden “Musée des Beaux Arts”, que las rimas son “discretas y diplomáticas” hasta el punto de la semiinvisibilidad, y otra de ayer mismo, tres versos entrechocados del “The Love Song of J. Alfred Prufrock”, de Eliot), y me despierto pronto, no sé si al paso de la tos del camión de la basura o de un estornudo del lucero del alba, y con una molesta comezón de tener obligaciones, muchas y graves, pendientes de atender.
Hoy me arrastré hasta el baño, aturdido, cansado, mirando los objetos con extrañeza, como el tío Matt de los Fraggle cuando abandona sus galerías subterráneas y sale a observar las criaturas del mundo exterior, y he pasado tiempo ante el espejo. A ratos no me he reconocido, incluso con las gafas puestas; otros, sin ellas, tenía ante mí a un extraño de aspecto cambiante, autónomo, que estuvo a punto de levantar su mano borrosa y saludar. Fue una impresión de desdoblamiento, de que el ser que tenía frente a mí era un alma, una sombra que podía haber charlado conmigo. Yo le habría preguntado, claro, por el brillo de los rayos C en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser y las naves en llamas más allá de Orión (porque la intuí leída y cinematográfica) y, cuando ya estuviera relajada y distraída, cotilla y filandonesca, por el destino de Europa en general y el mío, como escritor, en particular.
El vapor empezaba a condensarse cuando el agua fría me apartó de esas y otras ensoñaciones y me devolvió a mi ramplona humanidad. La cápsula de crisálida, la luz violácea y ambarina como de pecera de los muy miopes, la imagen de un Poseidón rodeado de sirenas con transparentes pezones afilados a través de sus camisetas de algodón, había desaparecido. (Esta última figura vale poco, pero Eliot en el poema que te digo, también te hace abrir mucho los ojos o enarcar las cejas).
En quince minutos enchufé tres aparatos distintos: el calefactor, el secador y el rasurador de barba. Y me apliqué tres tipos de cremas: una hidratante de Lutsine, que se extiende muy bien y no huele a nada, para el cuerpo; otra de Vichy para la cara, y un poco de desodorante. Éste último, de bola y también de Vichy me va bien, pero puede que lo cambie, porque deja unas feas manchas en los sobacos de la ropa que no se van ni frotando antes de lavar. Y me faltó el Betadine para las cicatrices y zurcidos de la espalda. Tenía que esperar a que se levantase cualquiera de las niñas porque no me alcanzo.
Cuando pensaba en ese consumo de electricidad sólo para mi comodidad y restauración recordé el programa de Salvados sobre las eléctricas y sentí rabia. Estaba considerando seriamente introducir cambios ecológicos, de protesta, ambientales, como calentar un poco de agua para afeitarme mientras tirito y salir hacia la oficina con cuatro pelos de loco a lo Tim Burton, cuando entré en la cocina para desayunar y oí en la radio que Libération titulaba el regreso a la política de Berlusconi como “Vuelve la momia”, y me dio un ataque de risa. Mientras trataba de no atragantarme comenzaron los anuncios y, en el primero, una empresa de electricidad repartía becas para EEUU. Me acordé de Javi, que estará dos años fuera. Y aquí estoy, como casi siempre, indeciso, paralizado, sin saber qué hacer.