Ante la Ley (o la mala hostia de Montes)

El doctor Luis Montes / EP
El doctor Luis Montes / EP

 Por VÍCTOR M. DÍEZ

El glorioso y absurdo humor de Tip y Coll ya avisaba. Pero cómo va a haber Ministro de la Marina en Suiza, si allí no hay mar, se preguntaban. Del mismo modo que hay ministro de Justicia en España, sin que en España haya tal, concluían.

Un juez ha absuelto a los paladines de la ultraderecha española que, allá por 2006, acusaban al doctor Luis Montes de ser un asesino, comparándolo con Sendero Luminoso, atribuyéndole 200 muertes y otras lindezas que menoscababan su honor, su dignidad y su intachable deontología profesional. De alguno de los tres absueltos: Losantos, Vidal y la señora Schlichting, el juez ha llegado a hacer loas en la sentencia. Dice de César Vidal que  expuso “de una manera concisa y brillante” sus alegaciones en el turno de palabra. Todo libertad de expresión. Ya Miguel Ángel Rodríguez había sido conciso de carallo, al llamarle simplemente “nazi” al doctor Montes, en una tertulia televisiva.

Sí, la Justicia es concisa pero lenta, seis años en este caso. Se entiende la, también concisa, expresión del doctor: “Estoy de muy mala hostia”. Ni se plantea Montes, recurrir y estar otro lustro esperando para al final pagar las costas del juicio y ver qué nueva loa encuentra el honorable magistrado en el florido verbo de los contertulios. Máxime con las murallas económicas que el “progre” de Albertito Gallardón nos ha puesto para que no nos acerquemos por los juzgados ni a pedir la partida de nacimiento.

Es inevitable volver a pensar en el “conciso” relato de Kafka, titulado Ante la ley, para entenderlo todo de un plumazo.

‘Ante la ley’ – Franz Kafka

Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta al guardián y le pide que le deje entrar. Pero el guardián contesta que de momento no puede dejarlo pasar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde se lo permitirá.
—Es posible —contesta el guardián—. Pero ahora no.
La puerta de la ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el campesino se inclina para atisbar el interior. El guardián lo ve, se ríe y le dice:
—Si tantas ganas tienes, intenta entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes, pero ante la puerta de las sucesivas salas hay otros tantos guardianes, cada uno más poderoso que el anterior; yo mismo no puedo soportar la vista del tercer guardián.
El campesino no había imaginado tales dificultades; pero el imponente aspecto del guardián, con su pelliza, su nariz grande y aguileña, su larga bárba de tártaro, rala y negra, le convencen de que es mejor que espere. El guardián le da un banquito y le permite sentarse a un lado de la puerta. Allí espera días y años. Intenta entrar un sinfín de veces y suplica sin cesar al guardián. Con frecuencia, el guardián mantiene con él breves conversaciones, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y al final siempre le dice que todavía no puede dejarlo entrar. El campesino, que ha llevado consigo muchas cosas para el viaje, lo ofrece todo, aun lo más valioso, para sobornar al guardián. Éste acepta los obsequios, pero le dice:
—Lo acepto para que no pienses que has omitido algún esfuerzo.
Durante largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años abiertamente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo entre murmullos. Se vuelve como un niño, y como en su larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, ruega a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz o si sólo le engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que brota inextinguible de la puerta de la ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte endurece su cuerpo. El guardián tiene que agacharse mucho para hablar con él, porque la diferencia de estatura entre ambos ha aumentado con el tiempo.
—¿Qué quieres ahora? —pregunta el guardián—. Eres insaciable.
—Todos se esfuerzan por llegar a la ley —dice el hombre —; ¿cómo se explica, pues, que durante tantos años sólo yo intentara entrar?
El guardián comprende que el hombre va a morir y, para asegurarse de que oye sus palabras, le dice al oído con voz atronadora:
—Nadie podía intentarlo, porque esta puerta estaba destinada exclusivamente para ti. Ahora voy a cerrarla. 

1 comentario

  1. Si en España hubiera justicia, a Luis Montes le esperaban más de 40 años de cárcel. Aunque, hayan absuelto a estos puede irse satisfecho para casa.

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