
Nueva entrega del poeta, ensayista y crítico literario uruguayo afincado en México, y que forma parte de un libro en curso –”un libro que escribo cuando me entra una especie de velocidad de ira”–, titulado ‘Prosapiens’.
Por EDUARDO MILÁN
Epigonismo y cover, muerte de la épica y cubrimiento de la realidad, última apareada con un pecho de sombra. El trabajo tiene que ser por espacios pequeños. Microfracciones. Qué tal, entonces, una historia que se va tejiendo al lado de la que se ve, los pesares y las penas de este lado edifican ciudades de alegría, rincones de habla cantada o canto hablado –como tú quieras– del otro lado. Se parece con frecuencia –si no lo haces al mismo tiempo sino después– a la vida como postergación que nos enseñó el cristianismo, el que también te dijo: “no dejes para mañana.” Entre hacer y no hacer, la misma lógica: hacer. O sea, si concentramos el tiempo de la postergación en un presente dialogante, un péndulo de este visible a ese invisible, tendríamos la idea de algo que se va haciendo al tiempo que esto se deshace. Pasar a ese otro lado es feliz, la redondez de un domingo, la vertical de un flamingo. Este imposible/posible sostiene en pie a mucho mortal en la enredadera venosa de la globalización, antigua promesa de sangre trabada. Cuidado: puede ser una sola sangre. Nudos que enlazan enamorados, raíces de tumba a tumba, comunicados en el mundo donde nada sucede, sobrecomunicados. La política visible no espera el otro lado, la política visible tiene un solo lado, más de una cara. El deseo obtiene en su insistencia el otro lado de la cara, la cara para, no la contracara. La violencia secular que urbanizó el deseo y que revienta la ciudad de adentro tiene su hijo parapolicial, la violencia voladora de vientres. La épica muerta del epigonismo perdió a su Flores Magón: no hay héroe; perdió a su alazán a la sombra de esa ausencia; perdió su trama en la tramoya –yo extrapolo el circo de la tramoya como rescate del payaso y del circo– del concepto paralelo. Si se dejara de hacer arte tendríamos asegurado el arte para mucho –no sé si para siempre. Pero siempre rara vez pinta en el horizonte. La vez Van Gogh. Y ese otro salido de madre que pareció por momentos el único salido, ese mismo, el que rescató la cosa de las garras de un arte que parecía en guerra con las cosas, no Joaquín Pasos –para poetas nicaragüenses prefiero a Julio Cabrales, “El espectro de la rosa”, uno de los grandes que pide en la esquina, mendigo que pasó la barrera, entre poeta y mendigo hay un paso y una barrera– : Duchamp, iluminador de cosas. Rara vez pinta en el horizonte. El regodeo en la imprecisión puede llegar a ser un gusto, el gusto de una época que asoma, ¿dónde asoma? En el horizonte. La deriva en centzontle ya es un hecho, faltaba. Parece que un ojo pánico, ojo sin dioses pero como dios, hubiera alentado la creación delirante como reserva segura en tiempos de paro imaginario. El viejo sueño de la versión acompañó al arte por veredas angostas de pueblitos con cuatro casas de barro y una iglesia de piedra. Sentados contra la pared dormían. Y así el arte mostró su cover.