Envío 8 (cacareos, Machín, piídos …)

© Ilustración de Julia D. Velázquez.
© Ilustración de Julia D. Velázquez.

Por ILDEFONSO RODRÍGUEZ

Enfrente del bar donde tomo una cerveza, contemplo la extraña pantomima que hace un vagabundo con su tetrabrik de vino. Lo había posado sobre un contenedor de basura, él se alejaba unos pasos, le apuntaba con el dedo, le hablaba, se acercaba, le amenazaba, echaba un trago, le reprendía… Así media mañana, me quedé fascinado viendo la extraordinaria representación del tentador y del tentado, un Mefistófeles en plena calle.

En el rastro del domingo una mujer vendía un aparato muy simple que imitaba la voz de las gallinas, cacareos monstruosos que perforaban, arrasaban expandiendo la alarma. Su mercancía era la provocación del miedo y la angustia puramente física en medio de la multitud.

Siempre hay alguien que va detrás de los músicos, fascinado sigue el desfile de la banda, echa raíces al pie del templete. En la plaza de las tabernas bebe sus muchos vinos un hombre poseído por los boleros, el más fiel a Machín. Cuando termina con uno, arranca con otro: Y éste que dice… Los compadres de la barra soportan malamente su afición imparable. Si hay una orquesta en el templete, no puede menos que acercarse, va buscando su sitio en el bar más próximo. Pero entonces les da la espalda a los músicos y se le oye murmurar: Si me pongo yo ahí… Y vuelve a sus boleros, ensimismado y despreciativo, con rizos y tiemblos en la voz, siempre en su propio tono.
(años después)
Me han contado que el amigo de Machín, el que siempre se acercaba al templete de los músicos, ahora, caduco, enfermo, solitario, sin canciones ya, duerme en los portales y lleva la cara cubierta con una mugre de semanas, negra. Como si se hubiera cumplido su sueño: ser negro como su ídolo.
(unos meses después)
Acaban de contarme que se ha muerto el Machín del Barrio Húmedo.

En la ciudad hay figuras mudas cuya interpretación proviene de los signos que emiten, signos para los ojos del que anda por esas calles. Hay otras que son como las máscaras acústicas que oyó Canetti: hablan, dicen algo al pasar, una simple exclamación, una frase que ya no se olvida: su contorno melódico, su música fragmentada.

Una tarde medio nublada, en Londres / un gamberro que se parecía a mi amor / vino hacia mí / y la mirada que me echó / me hizo bajar los ojos de vergüenza”. (Apollinaire, La canción del mal amado)

En la estación del tren sentimos cómo se difundía el aire contagioso del país, y era una alegría oír y ver aquello. Un paisano llevaba en la mano una lata de gasolina que llenó el vestíbulo con un olor incongruente, levantó muchas protestas; él se hacía el sordo. El equipaje de su hijo, mozo con marcas de retraso mental, era una caja de cartón con agujeros por donde salían dulces piídos. Volvían para el pueblo.

… que me guardes la página del periódico con la reseña, por si alguna vez tengo que hacer eso que, de tanto en tanto, se me aparece en las peores imaginaciones. Es la imagen de los pedigüeños que, en un bar, se te acercan y te enseñan un artículo de periódico, con manoseada funda de plástico protectora, donde se les ve en la acción  (subidos a una bici, dando la vuelta al mundo) que avala sus discursos y sus caídas; quién sabe en lo que nos veremos…
(de una carta).

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