
Nueva entrega del poeta, ensayista y crítico literario uruguayo afincado en México, y que forma parte de un libro en curso –”un libro que escribo cuando me entra una especie de velocidad de ira”–, titulado ‘Prosapiens’.
Por EDUARDO MILÁN
Jorge, mi amigo de 73 años, me dijo: “bueno, es válido elegir quedarse en el Renacimiento”. Me lo dice ahora. El problema adquiere la furia de una fuga –unas bestias se arrancan los pedazos al costado, ahí, recién empezados los pinares– un fuego –una fogata– que tiende a expandirse encandilado por un brillo de sal que oficia de zanahoria, sal de la utopía –viene de la tierra como elemento sustancial, no simple como el agua, aunque elemental como ella: sustancial, vetas, venas, vinos, viñetas–. Claro que sí, Renacimiento: claro en el bosque con una propiedad que no contiene todo bosque, este se mueve. Constante del momento elegir el lugar, cualquier lugar, el que te guste para vivir allí ya que el problema real es el lugar aquí. Hay mucha gente en el Renacimiento. La ciudad es chica pero bella, Verona, si se compara con este ducado de hormigas bajo aumento –FORMIGAS, diría El Gran Leminski– que linda con el día de su periferia en ruinas inminente –si hubiera un día, uno solo, aislado, día al que falta encarcelar que escapó de la identificación por su realidad de isla caída de la rama de la semana y ella de sus meses, caballo por un reino, homenaje a Shakespeare– hermoso en su desolación completa, sábado entrando por la ruta que viene de Querétaro una tarde. Uno sale del Periférico hacia la colonia de la Terminal de Autobuses del Norte, olvido el nombre. Desolación del desierto por la calle, escasa gente, escaso cactus, escasa lagartija en su gimnasia a la vista y piedra, piedra en toda la manera en que solía estar la piedra: suelta, encajada, roca para que pare el cóndor ajeno a toda sospecha –el aire arriba es para un humano ajenjo de otra época, natural para él y sus plumas–, piedra segura en su lugar al sol de escarabajo que huye del hombre una mañana que alguien grita: “¡Gregorio!”. Y no es solo Gregorio, es también Samsa, Gregorio Samsa. Historia de un dominio que te pone en cualquier parte, el que desee, con tal de hacer creer que uno lo quiere. ¿Y quiénes son los otros ellos? Esos, nada más ni nada menos, que se empecinan en actuar como los mismos de siempre. Nada pasó, sigue todo tal cual en lo Della Francesca –“came not by Usura”. La ciudad bien emplazada, recuadrada en su cuadrícula. Allí, entre la grandeza de un Mercuccio y la tristeza de un Romeo, la valentía de una Julieta, niña en tránsito hacia mujer, un tránsito que no llegó a tráfico, niña de armas tomar que se quedó en adolescente. El amor es posible justo ahí, dice un cisne raro, ese Shakespeare, tan raro como el Papemor de Rubén Darío. El amor es raro cuando se cumple en su correspondencia interceptada por el destino. Pero la adolescencia es su tiempo, el tiempo sin traición. Después, imposible, parece decir el ave rara del último canto. Como sea, esa pureza no nos pertenece. Esos hombres y mujeres son otros, casi de otra especie. O mejor: esta especie pertenecía a esos hombres. Ahora es una especie huérfana, capaz de cualquier cosa para mantener la seguridad y un lugar al sol. El mismo sol, con su toda su vergüenza, atraviesa la capa protectora para obligar un cambio de frase: cualquier cosa por un lugar a la sombra, una sombra que no sea el fin del mundo de la cárcel.