Querido diario (34)

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© Ilustración de Avelino Fierro.

Nicolás Miñambres me ha invitado a participar en una mesa redonda sobre literatura de viajes que se celebrará en un par de meses. Me he tomado el encargo con seriedad y me he aplicado en esa tarea…

Por AVELINO FIERRO

¿Hasta dónde tenemos que alejarnos del sofá de casa para poder decir que hemos estado de viaje? ¿Podemos decirlo una de esas tardes en que hemos empezado a caminar y hemos traspasado las últimas casas de uno de los barrios de las afueras? “Las afueras” es el título de un pequeño grupo de poemas primerizos de Gil de Biedma, poemas un tanto herméticos, pero que logran transmitir esa impresión de extrañeza, azoramiento, revelaciones, rastros de frescura borrándose… que dejan los viajes. Sensaciones que nacen cuando ya estamos de vuelta en casa. Sensaciones como esa de la que habla al final de uno de los poemas: una luz usada que deja polvo de mariposa entre los dedos.

Yo no soy muy viajero. Doy algunos paseos mirando las luces de la ciudad a la manera de un flâneur fuera de época. Y hemos cogido el avión un par de veces para ir a ver a los estudiantes de la familia que han ido de Erasmus. Eso lo he puesto por escrito en estos tristones y modestísimos diarios.

Ese debe de ser el motivo por el que mi amigo Nicolás Miñambres me ha invitado a participar en una mesa redonda sobre literatura de viajes que se celebrará en un par de meses. Los amigos tienen esas cosas, bajan la guardia de la exigencia y cometen esos errores: te atribuyen méritos o condiciones que no tienes.

Me he tomado el encargo con seriedad y me he aplicado en esa tarea: salí una noche a pasear por las calles conocidas con los ojos pendientes de los grises y el corazón atento a las fuentes del silencio. Un sábado subimos a un tren de cercanías para ver los jardines rotos del otoño. Escribí la crónica de un itinerario de tres días por tierras de Portugal. Modestos recorridos para tener algo que contar. No todo van a ser viajes como los de Chatwin, o Theroux, o Patrick Leigh Fermor; tendré que defender al viajero de vuelo corto, de corral, no al viajero que, como las aves migratorias, rebasa los continentes.

Para ello tendría de mi parte a queridos escritores que emprendieron pequeñas rutas a pie. Ya han estado en estos diarios: Pla, que viaja paseando por las carreteras sin ninguna preocupación heroica o deportiva y que no devora kilómetros, ni colecciona paisajes, ni se le ocurre escalar picachos ni descender a las profundidades de la tierra. Y William Hazlitt, paseante y amante de los viajes solitarios para respirar, meditar y hacer que la Contemplación “pueda ponerse sus plumas y dejar / crecer sus alas, / que en el variado bullicio de la multitud / estaban demasiado erizadas y a veces deterioradas.”

Podría también escribir sobre un viaje alrededor de mi habitación, o fabricar un texto con la fingida indolencia del viaje sentimental de Sterne. Podría incluso llamar en mi ayuda a los tumbados, los inmovilistas, los letárgicos, como Oblómov, para los que la vida fluye a su lado, lamiendo la cretona del diván en el que reposan con sus batas deshilachadas y que incluso se niegan a novelar sus vidas para no sufrir inquietudes, cambiar de opinión, derrochar el alma o comerciar con la inteligencia.

Pero la gandulería de Oblómov o de los barteblys no me serviría. No creo que fuera bien recibida una actitud así en la mesa redonda, sería un atrevimiento no disculpable en alguien que nada ha publicado, una aspiración –como aquella que decía gustarle a Macedonio Fernández– a pasar inadvertido, a convertirse en inédito.

Sólo saldría bien librado si una (no) intervención así fuese presentada o advertida antes al público como una creación iconoclástica, filosófica, como un ritual artístico. Algo parecido a aquella pieza silenciosa “4’33”, que John Cage estrenó el 29 de agosto de 1952: sentarse al piano y no hacer nada, salvo abrir y cerrar la tapa  en cada uno de los tres movimientos de la partitura. Y tendría que tener al lado, para no dar la impresión de mofarme del respetable, el cartelito de un patrocinador, un banco, una compañía de seguros o un museo de arte contemporáneo.

Pero no es esa mi forma de proceder. Sí es cierto que mi primera reacción ante las obligaciones es evadirlas, sortearlas con un mutismo y un quietismo casi irresponsables. Pero pasan las horas y los días y algo se pone en marcha.

Esta vez no me he quedado en mi cuarto mirando las nubes y las luces del final del otoño, como en tantas otras ocasiones. He tratado de conjurar esa preocupación y he empezado a atender al encargo de manera un tanto crispada: no parar de moverme, de viajar –sé que modestamente– para tener algo que contar. Es absurdo, porque hay libros de viajes en mi biblioteca y todo podría ser más sencillo, todo podría quedar reducido a tomar unas notas para hablar diez minutos. Es absurdo viajar para escribir, cuando se puede leer para escribir, o –si uno tuviera algo de imaginación– caer en ensoñaciones viajeras y transcribirlas.

Pero conozco un poco a los asistentes a ese tipo de actos: quieren ver a un escritor de viajes sin carnes, amarillo, repatriado de milagro, recuperándose de unas fiebres engendradas en los alrededores de Chiang Mai o con tres dedos amputados por los mordiscos de uno de los últimos caníbales. Algún desafío extremo, algún naufragio en el que se pierde el equipaje, alguna víctima en la expedición…

El caso es que el pasado fin de semana fuimos a Madrid. Viajamos en tren a una hora de la tarde con una luz similar a la que veo ahora tras los cristales: la luz tenue de un rescoldo, como si el mismo sol de invierno velase, filtrase su resplandor tras una mampara de cristales ahumados. Una luz de invierno y nubes bajas de nieve dispuestas como calzadas romanas en el aire, una escalera hacia el cielo. Yo creo que en aquella zona lejana de montes que divisábamos se soltaba ya la cellisca.

Se ve con dificultad, porque los gruesos cristales del vagón te devuelven tu reflejo y la velocidad no deja reparar en los detalles. Están los trenes de hoy pensados para el hombre de negocios que sólo está interesado en la pantalla de su ordenador. Se pierde un poco el sentido del espacio y del tiempo: tu mirada no ha podido acariciar el paisaje y todo es tan apresurado, tan mecánico, tan falto de proporción con los latidos del cuerpo…

Es difícil dormitar o leer: la gente no desconecta ni amortigua los malditos móviles y las siestas son espasmódicas, llenas de sobresaltos. Eso nos sucede con una señora bastante gruesa que va en el asiento anterior al nuestro. Detrás, un jovencito a la moda: pelo negro peinado a lo Hipster, barba, gafas de pasta sin graduar, vaqueros Roll up, bolso bowling y zapatillas Converse. Lleva también foulard, aunque hace calor. A la izquierda, un desgreñado lee “El Jueves”. Detrás de él, dos mujeres conversan en bajo. Visten ropa barata. Sobre las rodillas de una de ellas dormita un libro.

Mar ha traído para leer estos días uno de John Berger, “El cuaderno de Bento”. Se lo pido un instante y compruebo que yo acabé de leerlo en un avión de Lufthansa, en el trayecto de Munich a Madrid, a las 10:31 a.m. del 25 de noviembre de 2012. En la página 58 veo que dejé dibujado un piano al lado del texto siguiente:

“En 1942, subí estas mismas escaleras para asistir a los recitales de piano que daba en el museo Myra Hess. La mayoría de los cuadros habían sido evacuados a causa de los bombardeos. Tocaba obras de Bach. Los conciertos eran a mediodía. Los escuchábamos tan silenciosos como los pocos cuadros que quedaban colgados en las paredes. Las notas y los acordes del piano nos parecían un ramo de flores sujeto por un alambre de muerte. Nos quedábamos con el vívido ramo e ignorábamos el alambre.

Fue ese mismo año, 1942, cuando los londinenses escucharon por primera vez en la radio –era verano, creo– la Séptima sinfonía de Shostakóvich, dedicada a la ciudad sitiada de Leningrado. Había empezado a componerla allí, en 1941, durante el asedio. Para algunos de nosotros la sinfonía era una profecía. Al escucharla nos decíamos que la resistencia de Leningrado, a la que entonces había seguido la de Stalingrado, terminaría conduciendo a la derrota de la Wehrmacht a manos del Ejército Rojo. Y eso es lo que sucedió.

Es extraño, pero en tiempo de guerra la música es una de las pocas cosas que parecen indestructibles.”

Yo, con esa manía de estar haciendo los deberes, llevo “Lugares que no cambian”, de Eduardo Jordà, que reúne en él artículos viajeros. La vecina sigue hablando a gritos por el móvil, así que me entretengo en dibujar un camellero que recorre los poblados de Nefta y Tozeur.

Llegados a la capital, esa misma noche dimos un paseo por lo que el periódico dice que es la nueva zona chic de la capital, Almagro y Chamberí. Luego, Julio nos lleva desde Martínez Campos en un recorrido por conventos de muros de ladrillo y viejos caserones y chalets, algunos de los cuales sirvieron de “checas” durante la guerra. Vemos montañas de cartones y envases sin recoger. Los politiquillos estarán preparando que otro de los suyos haga negocio con las nuevas contratas al “externalizar” el servicio de recogida de basuras. Pasará, me dice Cecilia, también con el Metro. Externalizar, la palabra de moda para estos negociantes neoliberales ahora que ya no fluye tanto dinero.

Ese sector privado casi nunca resulta eficaz y al hacerse cargo de servicios esenciales, el Estado, que no puede permitirse que acaben paralizándose por mala gestión o incompetencia financiera no va a dejarles solos. Ni les pedirán responsabilidades. Ellos lo saben bien: se embolsan los beneficios y el Estado cargará con las pérdidas.

Qué claro lo expone Tony Judt en “Algo va mal”:

“El resultado ha sido el peor tipo de “economía mixta”: una empresa privada apoyada indefinidamente por fondos públicos. En Gran Bretaña, los recién privatizados Grupos de Hospitales del Servicio Nacional de la Salud quiebran periódicamente; casi siempre porque se les insta a que generen todos los beneficios posibles, pero se les prohíbe cobrar lo que piensan que el mercado puede soportar. Entonces, los trusts de hospitales (como el Metro de Londres, cuyo Public-Private Partnership se hundió en 2007) acuden al gobierno para que se haga cargo de la factura. Cuando esto ocurre en serie –como pasó con los ferrocarriles privatizados–, el efecto es una paulatina renacionalización de facto, pero sin ninguna de las ventajas del control público.”

En cosas así pensaba yo –ay, amargándome un poco el paseo–, cuando nos contaba Julio anécdotas risibles o dramáticas de la alcaldesa, o nos decía, “mira, ahí vive Cascos…, ahí los Agag…” Fúnebres pensamientos que al día siguiente disiparon los encuentros con nuestros hijos o la visita a ese tiempo pasado, heroico y hermoso de los comienzos del cine, al ver la exposición de Méliès, comer en el restaurante hindú de siempre, pasear por el barrio “de las letras” y tomar cerveza en esos cafés-cantina como el Matilda, de agradables tonos pastel.

Al anochecer fuimos hasta las enormes salas del Matadero a encontrarnos con Teresa, que daba una charla en la Casa del Lector. Coincidimos con la visita guiada a la exposición de los papiros de Herculano y vivimos momentos emocionantes, porque quien hablaba a un grupo de maestros y bibliotecarios, defendió con ardor, inteligencia y nostalgia la lectura y la escritura. Sí, la emoción casi me llevó al lagrimón ante el retrato de Terencio Neo y su mujer con el rollo de papiro y las tablillas. El auditorio estaba entregado y convencido, pero sabían que saliendo al exterior, huérfanos ya de la historia, de la palabra y hasta de aquella luz amable, estarían a la intemperie. Que tendrían que gritar e insistir en lo evidente, en que una cultura viva es la que se alimenta de las grandes obras y creaciones del pasado, de la tradición.

Algo parecido, que también nos acercó a cierta forma de trascendencia, aleteó durante el concierto que la Academia Barroca, con la que colaboraba nuestro hijo, dio en la mañana del domingo en la Sala del Conde Duque. Dirigía Enrico Onofri, violín solista de Il Giardino Armonico, un nerviosillo vestido de Armani. Y en algunos momentos de la Suite Orquestal nº 3 en Re mayor, de J.S. Bach, tuve que tener a mano el pañuelo.

Puede que no se deba a que uno sea un tipo sensiblero, sino que eso responda a obviedades antropológicas y uno no pueda resistirse a la harmonia mundi. ¿No dice Lévi-Strauss que la melodía es la clave del misterio supremo del hombre? ¿No dijeron Kierkegaard y Nietzsche que la música es el modo preeminente de energía y significación? Y también admito que uno tiene mal chasis, que flaquea y no resiste los embates de la belleza.

Volví solo, mi mujer se quedaba unos días más. Hacía años que no corría tanto como aquella tarde para no perder el tren. En el andén casi desierto una pareja se despedía. Él corría conmigo –yo arrastraba mi maleta– mientras ella, colgándose sobre el vacío, le gritaba “te quiero”.

Pasó un buen rato hasta que dejaron de caer las gotas de sudor. Me arreglo un poco el pelo alborotado y busco mi asiento. Al lado está alguien que me recuerda mucho a un compañero de colegio. No, no es Valpa, porque es tres veces más gordo. A los cinco minutos de viaje empieza a roncar. Voy leyendo un artículo sobre Cernuda y aquellos bramidos de búfalo me sepultan la música de los versos. Lleva dos libros sobre la mesilla que no abrirá en todo el trayecto, porque seguirá durmiendo y roncando; solo se sobresaltará un poquito cuando la megafonía anuncie las estaciones. Los libros están dados la vuelta, son de esas colecciones de kiosko, no me atrevo a moverlos y curiosear.

Hay momentos en que otros pasajeros se levantan a mirarlo, tal es el estruendo. Alguien de acento asturiano grita “este está celebrando por todo lo alto el día de la marmota”. Las risas son constantes. O las muestras de desafecto: una jovencita que no puede leer, ni dormir, ni escuchar la película, da grandes golpes en su butaca. Sin resultado. Al llegar a destino, una mujer sudamericana me da el pésame “un altarcito hay que ponerle a usted, m’hijo”. Me limito a sonreír.

9 Comentarios

  1. Como decía Fernando Pessoa, «para viajar solo hace falta existir». Y tú reúnes esas condiciones. Yo estoy en otra fase, en la de Álvaro Cunqueiro. No es un autor muy de mí pero, a veces, valoro sus palabras y, cuando estas me estimulan, trato de hacerlas de mi propiedad. «Mientras viajes no serás un hombre viejo. Pero el día en el que decidas descansar, aunque sea mañana, lo serás». Entre los dos me han dado estos sabios consejos que me sirven para convertirme en un viajero de ida y vuelta, a empezar claro está.

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  2. No sé si eres de literatura de viajes, seguro que sí pues por los libros se viaja constantemente, pero sí sé que eres un viajero de todos los días. Pasas por los mismos sitios apreciando lo nuevo sin olvidar «el paisaje» de todos los días. Valoras todo lo que se mueve ante tus ojos y también lo inmutable. Y es ahí, por donde transitas, a través del tiempo y también por el espacio, cuando retienes esas nuevas experiencias, regalos períodicos que nos estimulan a viajar leyendo y a leer viajando o, incluso, a viajar con libros por si alguien te despierta después de prolongados ronquidos.

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