
En esta nueva entrega el autor escribe la crónica de un total de siete días «enfrascado en asuntos librescos», inmerso en convocatorias de la “sociedad literaria”. Y es que en la ciudad de León, últimamente y desde hace tiempo, raro es el día en que no coinciden varias propuestas culturales y/o literarias…
Por AVELINO FIERRO
Comienzo a escribir, después de ordenar la mesa, esta nueva entrada del diario, y caigo en la cuenta de que lo hago al dorso de un folio que en su cara vuelta tiene una fotocopia borrosa de un artículo sobre Verlaine. Tras una semana enfrascado en asuntos librescos, inmerso en convocatorias de la “sociedad literaria”, la casualidad trae hasta esta hora de la tarde –una tarde sin prestigio, de una luz tan indiferente– esta última cenefa de la escritura, este último poso de langueur.
Hace siete días iba uno al encuentro de Cristina, con un librito de los simbolistas franceses. Ella tenía algo que proponerme. Eso me ennerviosó: ella es filóloga, viaja a menudo para dar conferencias y está relacionada con algunos editores extranjeros de cierto empaque. Ya iba yo pensando, camino del café en que nos habíamos citado, en que alguien iba a traducir mi libro a la lingua franca, que en un par de meses tendríamos que presentarlo en Londres, Nueva York…
La proposición resultó más decente: se trataba de participar en un programa, que ella dirige, de la radio local. Pero fue el primer episodio de otros relacionados, de alguna manera, con la Creación. Hoy es el séptimo día. Los cielos y la tierra, animales y plantas, la luz del mundo… siguen en su sitio. Nada ha cambiado en estos días de tanto trajín. O puede que algo se haya estremecido en los pliegues de algún corazón de lector.
En el primer día, Alberto, Rafael, Tomás y Antonio hablaron del libro de Luis Miguel Rabanal, Este cuento se ha acabado (Poesía reunida 2014-1977). Recuerdo haber oído poemas en una calle de su pueblo natal, un día de homenaje, de niños acuciantes y de muchachas muy desnudas, de noches de verano con música y acacias. Era una tarde de junio. Estuve recostado cerca de un arriate; las flores exhalaban un olor dulzón. En la sala volví a ver a esa mujer mayor que ocupa con sus cosas el asiento de al lado, y finge reservarlo para alguien que nunca llegará.
En el segundo día asistí, dejando prendidos en el aire algunos cometidos profesionales, a la convocatoria de Félix Páramo. Iba uno expectante, situación en la que nos había puesto a todos el anuncio de aquel acto en el que se bailarían tangos entre los asistentes. El libro se titulaba Tango y amor. Llegué cinco minutos antes del comienzo y divisé al fondo de la estancia un pequeño remolino de gente. Inquietos estaban, sí. Las puertas de la sala acababan de cerrarse al haberse completado el aforo y fuera de ellas cundía una animada resignación.
Ella, con finas medias de cristal, zapatos de tacón alto y espuma en el pelo se acercó a mí: “No esperaba verte aquí; yo he venido porque llevo tiempo en la misma academia de baile que el autor”. Se inclinó para besarme y luego se unió a otro grupo de mujeres de vestidos ceñidos, boquitas pintadas y gestos ensayados, que iniciaban en aquel momento una colorida protesta. Hasta Luismi, el fotógrafo, se había quedado en puertas. “Hay alguna foto mía en el libro”, me dijo. Imágenes, sin duda, en blanco y negro, de los gestos ceñudos y de desdén de los tanguistas, de historias de desamor, de una milonga, del tiempo, del olvido y la memoria.
Oí que aquello comenzaba con un rasgueo de cuerdas y recordé la maldad que Valle dijo de Azorín, que escribía por la cifra, como los tocadores de guitarra.
No quise volver a casa, ya que la vocación literaria y el débito de la amistad me habían alejado de ella. Me encaminé hacia El Cuervo, y pude ver los preparativos en la plaza para la Feria del Libro. Zigzagueé un rato y llegué a las traseras de El Egido, para ver caer las sombras. Cuando llegué a la taberna, Manolo Cerebro estaba a la puerta esperando alguna palabra amiga. “No quiero entrar, está ese X., un pesado que no calla y que no paga nunca”.
Pero allí dentro, aparte del personaje con maneras de hampón y sablista, había una animada tertulia a falta de literaturas. Recalan por allí, en estos últimos meses, gentes de movimientos asamblearios, izquierdistas circunspectos, los del Ateneo escindidos del club cultural libertario, gaiteros de la cercana academia municipal… Lo más parecido que hoy, en la época de la globalización, podemos tener con las reuniones de aquellos cafés, centros de la vida nocturna del Madrid bohemio y artista, allá por los años 30.
Escribía Cansinos Assens, en La novela de un literato: “Cuando los focos voltaicos de la Puerta del Sol se extinguen con una fulguración de desmayo y los últimos tranvías salen atestados de gente, El Colonial empieza a llenarse de un público heterogéneo, pintoresco y ruidoso. […] ¡Noches del Colonial!… Noches de aturdimiento, de embriaguez egolátrica, de sueños quiméricos, en que ya se cree tener en las manos la gloria y el amor… y de donde se sale con el alba, a la luz cruda del amanecer, con el corazón nostálgico y desilusionado, como beodo al que le aplican el amoníaco…, repitiendo los versos de Manuel Machado: El alba son las manos sucias / y los ojos ribeteados; / y el acabarse las argucias / para vivir encantados…”.
Al día siguiente, tomando un segundo café a media mañana, leí en el periódico el artículo de mi amigo Manilla –finísimo poeta y columnista– sobre mi libro y mi temperamento, sensibilísimo hacia el mundo y la poesía, según él. Sensible en aquel instante estaba uno ante el ruido de las tazas y los platillos de café, las conversaciones de abogados, mujeres separadas, empresarios corruptos, funcionarios, discutidores del fútbol de ayer, y una señora, tontita y temblona la pobre, en silla de ruedas, que aparcaron a mi lado, a la que un juez habría pedido a sus familiares llevarla ante él, que repetía sin desmayo con tono de falsete: “Mari, Mari, cierra bien los grifos”.
Así comenzaba el tercer día, el de los mares, la tierra, la semilla y los frutos. A eso de las ocho de la tarde una luz cálida llegaba desde la calle El Paso hasta la entrada ferruginosa, de acero corten, del palacio de Gaviria.
Sí, tendríamos un color especial, porque Mo se paró e hizo una foto a nuestro grupo. Desde las calles comenzó a fluir la gente. Me entretuve charlando con Eloísa y, cuando entré en el salón, eran contados los asientos libres. Desde un extremo, Marisa Cuesta agitaba los brazos haciéndome ver que tenía reservado uno para mí, pero en la segunda fila no me he sentado nunca, puede que el día de la primera comunión… Desde el fondo, señales similares llegaban con la sonrisa de Adriana. Dos filas por delante de ella estaba el imposible: la mujer que siempre está acompañada de un sillón vacío.
Uno de mis trastornos más íntimos –que procuro que no dañen a ninguno de mis seres queridos– es mi enfermiza indecisión. Una nueva señal, enviada sin duda desde el Altísimo me salvó: otro rostro amigo, alguien que bien conoce mis miserias, miraba hacia mí y sonreía. En la arcada superior brillaba insistentemente su incisivo de oro; aquel destello me llegaba con nitidez; fui hacia la luz, serenamente. Cuando llegué, S. me dijo, “tranquilo, ven, siéntate aquí, a mi diestra”. Y empezó a señalarme quiénes eran algunas de las personas mayores que estaban en la sala: un exministro, un procurador en Cortes, un exdirector de un periódico local…
Yo escuchaba sus explicaciones, pero tenía alguna caída en la atención, porque él sabía todo de sus vidas, hablaba con parsimonia y se adornaba con florituras y genealogías diversas. Esto le sucede más desde hace dos años, en que se pasa las horas leyendo e investigando en el Archivo Histórico Provincial. Y yo me perdía en algunas derivaciones del árbol, cuando ya se extendía hasta las ramas de los colaterales de tercer grado. Y pensaba en el delicado momento de mi vacilación anterior, ese punto muerto en que mi voluntad zozobra.
En ocasiones así suelo recordar un suceso de la infancia. En el pueblo de mi padre, hacia las primeras casas y desde la zona más alta de las bodegas, bajaba un camino terrizo, ideal para deslizarse con la bicicleta a toda velocidad, a piñón fijo. Al final, el sendero se bifurcaba en dos, hacia unos corralones y hacia el estanque y las eras, quedando de frente los tapiales de unos huertos.
Aquel día del verano de mis nueve años, supe que una enfermedad me acompañaría siempre. Había conseguido un ritmo de pedaleo, una velocidad y una ergonomía admirables: el culo despegado del sillín, la barbilla baja casi tocando el manillar, una saeta perfecta; los ojos entrecerrados, el viento acariciando mi pelo… Sabía que estaba llegando al final, era una maniobra que había repetido cientos de veces, pero no hice nada. Ya digo, ni frené, ni giré el volante… punto muerto.
Cuando recobré el conocimiento estaba al lado de unos frutales. Mi cuerpo había entrado en el huerto, pero la bicicleta se había quedado fuera, destrozada contra la tapia. El resto del verano y todas las vacaciones del año siguiente fui un marchador, un maratoniano ejemplar.
En esos recuerdos andaba yo cuando Gabriel Quindós, el autor, empezó a hablar. Yo lo imagino caminando bajo la lluvia incesante por uno de los márgenes del Thu Bon, que empieza a desbordarse y entra en las calles “de forma perezosa, desganada, como se desparrama la sopa por los bordes de un cucharón alzado por una mano temblorosa”.
Gabriel nos ha traído esta lluvia y yo quiero ponerla al lado de la delicada e insistente lluvia de un siete de agosto en Bilbao, en la infancia de Blas de Otero; o la tibia lluvia que por el trasfondo del tiempo acompaña la vida de Miguel D’Ors, poniéndole una música gris y lenta…; la que moja al joven en el poema de Justo Navarro, mientras la vida dure, pavoneada y floja como quien fuma a gusto bajo un toldo celeste; la lluvia que cae por todo el litoral de Cataluña con verdadera crueldad, con humo y nubes bajas, ennegreciendo muros, goteando fábricas, filtrándose en los talleres mal iluminados en la noche triste de octubre de Gil de Biedma; la lluvia que golpea un mar que se inclina y suspira en Larkin; la que sucede en el pasado, la lluvia minuciosa de Borges…
No pude quedarme a la pequeña fiesta que seguía en los patios y en el bar de Yago. Al salir, vi a Beatriz con su vestido rojo.
Cerebro me dijo que iría hasta el bar del hotel a escuchar a los músicos de jazz. Llegué, pedí una cerveza y me desplomé en un sillón. De allí fuimos a Chisco’s, donde nos esperaban Tacho y Fufi. Bajo el toldo naranja, en el que está escrita una frase de Jardiel, estuvimos un par de horas charlando, bebiendo, viendo las constelaciones y la noche. Las estrellas anunciaban el cuarto día.
Juan Bonilla hablaba por la mañana en unas jornadas de la red internacional de universidades lectoras. Allá fuimos Antonio Manilla y yo; nos habían dicho que la entrada era libre. Encontramos al escritor a la puerta de la sala donde tendría lugar la conferencia. M. se dirigió a él saludándolo en nombre de amigos comunes. Hizo bien, porque mi amigo iba bastante desgreñado y vestido totalmente de negro, y parecía un tipo poco de fiar, un tratante de escritores de poco fuste. Al rato me pidió que me acercase a ellos y me presentó. Dudé entre hacer una reverencia o besarle la mano… No sé qué hice, me contuve cuanto pude: ante mí tenía al autor de Veinticinco años de éxitos, editado por La Carbonería, en Sevilla, en el año de gracia de 1993, en cuya solapa está escrito que nuestro hombre es Leo, catódico y sentimental.
Le pedí que me lo firmase. “Esto es pura arqueología”, me dijo. Lo felicité por su último cuento en la revista “eñe”, en el que desfilan prostitutas en barrios de paredes cariadas. Algunas de ellas se salvarán cuando el mundo acabe, por haber recibido a sus clientes en la vieja casa del poeta Trujillo, llena de libros.
Fui cogiendo aplomo, aunque recaía en el temblor cuando recordaba que él también había escrito aquel cuento sobre mi vida de adolescente: a mí tampoco, en aquella colección de cromos de futbolistas, me entró el de Boronat.
La sala de conferencias era un lugar común más dentro de los desmanes habituales de la forma de proceder de algunos profesionales de la arquitectura. Alargo la oración, la subordino, para no escribir epítetos gruesos, injuriosos. Hacía un calor revenido, como de freír. Eso obligaba a los asistentes a no dejarse caer en el respaldo de los sillones, que hacían las veces de parrilla de San Lorenzo, con lo que ese estar incorporado, enhiesto sobre el asiento, ofrecía la visión de un público ansioso, vigilante, atentísimo. No sucedía así, sin embargo.
La mayoría eran alumnos, jovencísimos, que no dejaron de cacharrear con sus móviles y removerse inquietos. Algunos tomaron notas los primeros cinco minutos; a una de mis vecinas –tenía a la vista el cuaderno sobre sus muslos blancos– le indiqué que había escrito mal Nabokov, Moby Dick, y a su pregunta de ¿qué rey ha dicho?, le contesté que Príamo.
En ese escenario trataba de hacerse oír nuestro autor, que narró una hermosa fábula sobre el origen de la ficción, de la creación, que hablaba de la importancia de la lectura como una forma milagrosa de extender la experiencia y la memoria, de buscar momentos que se integren en nuestro propio caudal biográfico, esos grandes libros que, en el fondo, no se leen: nos leen…
Con una salmodia emocionada acabó su parlamento con un desfile de queridísimos lugares y seres a quienes algunos tenemos en nuestras oraciones: Aquiles y Héctor, Alonso Quijano, Ana Karenina, Humbert Humbert, el Barón de Charlus, Gatsby, un pueblo tropical en el que la gente no puede dormir, Orwell, un orfanato inglés, un rincón de Buenos Aires…
Los animales, las aves y los peces llenaron la tierra al quinto día. Lo que yo vi, al dirigirme de nuevo a aquella sala propia del trópico, fueron vencejos asustados y un grupo numeroso de japoneses en la plaza de la Colegiata.
Yo iba a postrarme ante una voz verdadera, a que un narrador me desentrañase sus secretos: Pablo Andrés Escapa hablaría de las certezas de un inventor de fábulas. Era la hora de la siesta –esto sólo lo perdona uno ante lo extraordinario– y había menos jovencitos en el aula. Llegaron Manilla, José Enrique, Alberto R. Torices y un escritor del Bierzo algo enfermo. Puede que, como yo, fuera a curarse oyendo la Palabra.
Me entretuve charlando con Marta Escobar, que atendía una pequeña mesa con libros de los autores participantes en aquellas jornadas. Marta habla pausada y amablemente, y me predispuso para oír los cuentos, que sonaron como el levísimo caer de la nieve. Acabé encogido en el asiento, con el embozo de la sábana sobre el rostro, como Pablo y sus hermanos oyendo las historias de su padre aquellas mañanas de los domingos de la infancia.
En el sexto día, Julio Llamazares, en la Feria, presentaba el libro de su sobrino David. “El mejor escritor de mi familia” como le gusta decir. Sus palabras tendrían que haber sido una fábula, una alegoría, una parábola evangélica…, pero los impíos, los corruptos, los sucios de corazón han conseguido que el aire sea ya irrespirable. Allí estaban, haciéndose ver en época de elecciones, los que han estado beneficiándose del desastre o mirando para otro lado,
Las palabras del escritor les avergonzaron, y nos recordaron la expulsión del templo de los mercaderes y cambistas. Les reprochó que hicieran un uso desmañado y oportunista de las cosas de la cultura, que la tuvieran en permanente descuido.
Eso me trajo el recuerdo del Azorín de “Clásicos y modernos”, cuando en el tomo XII de sus obras completas escribe: “La feria de los libros se inaugura en Madrid en la última decena de Septiembre y dura hasta fines de Octubre. En estos días otoñales nada más agradable que ir hasta los tenderetes repletos de volúmenes a devanear un rato inquiriendo, husmeando, hojeando viejos librotes, estampas descoloridas, papeles de toda suerte, diversamente impresos. La feria está instalada allá abajo, frente al ministerio de Fomento. Desde la Puerta del Sol –si en ella nos hallamos– subamos por la calle de Carretas, luego enfilemos por la de Atocha. Desde la plazuela de Antón Martín comenzamos a descender una empinada cuesta. A un lado, sobre un muro, vemos una lápida de mármol blanco: allí estuvo la imprenta en que se estampó –en 1605– la primera parte del Quijote. Añadamos que la inscripción de la lápida está o ha estado equivocada; añadamos también, para disculpa y explicación, que se trata de una cosa oficial del Estado. ¿Habrá algo de lo que el Estado haga –y más con relación al arte, a la cultura– que no salga trastocado, torpe, negligente y desmayado?”.
Por la noche, tras la firma de libros, alargamos las horas. Antonio Santos, el ilustrador, pedía otra ración de casquerías variadas, T. negaba el calentamiento global y recitaba pecios de Ferlosio, Edu canturreaba viejas canciones de Dogo y Los Mercenarios…
Hoy es domingo. Ha subido la temperatura y es el primer día que subimos a comer a la casa del pueblo. El pruno ya sombrea un buen trozo de césped. Estoy en la tumbona. Leo a Cernuda, leo en Como quien espera el alba el poema “A un poeta futuro”, sus versos finales:
“Cuando en días venideros, libre el hombre
Del mundo primitivo a que hemos vuelto
De tiniebla y de horror, lleve el destino
Tu mano hacia el volumen donde yazcan
Olvidados mis versos y los abras,
Yo sé que sentirás mi voz llegarte,
No de la letra vieja, mas del fondo
Vivo en tu entraña, con un afán sin nombre
Que tú dominarás. Escúchame y comprende.
En sus limbos mi alma quizá recuerde algo,
Y entonces en ti mismo mis sueños y deseos
Tendrán razón al fin, y habré vivido.”
En el límpido azul sin nubes del cielo han aparecido las nítidas estelas de dos aviones. Ha pasado un buen rato y siguen sin desvanecerse. Una pandilla de arcángeles exiliados, de un lado, y de otro, músicos y escritores están jugando a tirar de las sogas, a tensarlas bien fuerte, como queriendo enderezar los renglones torcidos de la Creación, los desvaríos del mundo de hoy.
Redondo.
Abrazo fuerte
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Hay una errata descomunal: en la solapa del libro de Juan Bonilla se dice «Leo, catódico y sentimental». Corro a avisar, para que haga la corrección oportuna, a mi editora digital.
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Corregido!
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Muy bueno Ave, como siempre. Me gusta tu escritura porque es «tu mismo», sin florituras ni memeces de moda y uso cotidiano en este tiempo con exceso d cretinos.
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Protagonista: la Literatura.
Placeres terrenales que producen sueños.
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LA VIDA DIARIA DESCRITA POR ACIERTO POR UN POETA.
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Como siempre estupendo!!
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