
Por ILDEFONSO RODRÍGUEZ
Media mañana de domingo sentado en un café, al lado del ventanal que da a la calle. Iba pasando el desfile de la mezcla, lo diverso: la belleza de las mujeres, los turistas más grotescos; vi la bronca que se ganó un maridijo, y después la furia sin compasión de quien empujaba una silla de ruedas. La mañana celebrada por la mirada, por la proximidad de los otros, los inesperados.
En la noche se abren galerías. Estamos en un bar nocturno y mi amigo, el amigo de los poetas y de los libros, me habla en medio del fragor. Hace su elogio de barrocos delirantes, de los románticos furiosos. Un discurso de gran erudición y apasionado.
En la mesa de al lado se han reunido los malevos, es una mesa que tiene su peligro. Hay pintas de presidiario, caretos, hablas del bronce. A todos les ha reunido el padrino que esta noche se dejó caer por aquí, un sexagenario superviviente de cien puñaladas, bebedor de coñac, porrero, alimentador del naso, si nos ponemos con los epítetos homéricos de baja estofa. Sin dientes, enseña una sonrisa torcida mientras ejerce su magisterio entre los jóvenes, los fascina con su sola presencia (cómo hubiera disfrutado con esta escena otro de mis amigos, cómo se fijaría en todo, cada detalle, hasta decidirse, levantarse pausado de la silla, acercarse a saludar al padrino, antiguo conocido de otras noches. Cómo nos falta Andrés.).
Son galerías que no se comunican en la noche: Petrus Borrel y el Padrino, en mesas separadas.
Paso delante de una tiendecita dedicada a la venta de ovillos de lana. Los anaqueles están llenos de muchos colores, y tactos, y olores: el de la lana alentada, los jerseys del cariño, bufandas contra el invierno. La tiendecita está ocupada por mujeres, ellas mismas vestidas con prendas de lana, como si fueran del mismo club, las expertas tejedoras. Era un nido, un lugar femenino. Lana, intimidad, territorio, penas, alegrías, exclusión.
En el barrio del Crucero, ahí está la casa de la madrina de pila de Antonio Gamoneda, con su lápida conmemorativa. Justo debajo, una antigua tienda de ultramarinos, reconvertida: Locutorio Abo Ali, pone, escrito a mano, con rotulador rojo fosforito.
Definitivamente, éste es el barrio mestizo del nacimiento.
Una mujer da voces desde el balcón de su casa, amenaza, cada vez suenan más amenazantes y poderosas sus voces, crece su ira, compite en volumen con la ambulancia que se acerca…
En otro barrio muy alejado, en uno de esos bares residuales, de cuando la ciudad se rozaba con el pueblo, veo a un gran yeyé, con su refresco en la mano (¿Mirinda?), está en el umbral, charla con alguien del interior invisible. Lleva el pelo de permanente, ensortijado, teñido de un negro que siempre se conoció como de ala de cuervo; pero la vejez del pelo y el efecto del tinte han causado un efecto devastador, parece borra ese pelo, como el pelucón de un muñeco antiguo, aquel llamado Fantoche. Él, seguro, creía ir a la moda afro. La camisa de satén negro, los vaqueros y los mocasines blancos… Preparado para subir al escenario del mítico Festival de San Remo, y por la noche ir al baile de vampiros en la discoteca Los Modernos. Qué maniquí embalsamado, qué imagen de mi juventud, qué familiar (busqué un espejo y me quise mirar, dice el tango) esa momia al ritmo del twist…
Las dos imágenes, correspondidas, en la misma mañana, en dos extremos, relativos, de mi ciudad.
“En cada gran ciudad hay, como se sabe, una de esas líneas de alta intensidad, semejante a los agujeros negros del espacio, que modifica la naturaleza de los que la cruzan” (Tomás Eloy Martínez)
También en las pequeñas, también, debe añadirse.
Jóvenes que llevan la melena al viento, orgullo y señal del ahora, vamos vivos por la vida.
Qué contrario el pensamiento obstinado, que procede por cabezazos, se da contra un muro, siempre el mismo, el muro de las lamentaciones.
Una casita muy antigua muestra un cartel donde se lee: APOYO EN EL UMBRAL. Y con intriga me acerco a leer más. El apoyo es a los enfermos terminales, a los familiares en duelo…
En el autobús una mujer le pregunta a su amiga: ¿Y el pecho?, ¿ha calado mucho? Yo palidezco, me toco el pecho. Por fortuna, sucede una tercera pregunta: ¿Es mucha la gotera? Respiro aliviado. La paranoia del fumador me llevó a oír “pecho”, cuando era “techo” de lo que se hablaba. Menos mal, por una vez.
Un anuncio: SACA TU ORGULLO. Y se ve una mano enorme que saca de la cartera su tarjeta de crédito.
A la puerta de la Casa del Libro el poeta pordiosero ha plantado su oficina, vende un poema manuscrito. EL SUEÑO, se titula. Poco más allá, un bulto envuelto en una manta, una cabeza grande y negra, como asomándose. Un dios egipcio.
Son ráfagas mañaneras del que pasea por esas calles, las de ésta o cualquier otra ciudad.