Querido diario (96)

© Ilustración: Avelino Fierro.

Casi un mes después de presentar el tercer volumen de sus diarios, «La vida a medias», recién llegado a León tras pasar unos días de merecidas vacaciones en Sicilia, y un día antes de participar en una mesa redonda sobre la escritura de diarios literarios —en compañía de José Luis García Martín, José Luna Borge y Antonio Manilla (éste último entre bambalinas)— que tendrá lugar en la buhardilla de la Biblioteca Padre Isla (el martes 24 de octubre, a las 19.30 horas), el autor nos envía a toda prisa estas páginas recién escritas…

Por AVELINO FIERRO

Sábado, 21 de octubre, 9:25 a. m. Aturdido, con una especie de sobrecarga en los circuitos cerebrales. Tampoco la vista presta un servicio adecuado; enfoca y desenfoca los objetos de esta mesa repleta. Esperando un otoño que no llega. La persiana, baja; un flexo acota el ambiente, marca el punto de interés.

Desde las 8:30 he ordenado los últimos papeles, biglietti, catálogos y estampas del viaje a Sicilia. He revisado también la bibliografía: la guía de Lonely Planet, el librito de Leonardo Sciascia sobre un proceso con jurado y tribunal fascista, las poesías completas de Salvatore Quasimodo –veo que en su momento dejé en el libro una marca señalando un poema, “Donde los muertos están con los ojos abiertos”–, las Cartas luteranas de Pasolini –no sé qué uso darles, lo he elegido tras volver del viaje y recordar tanto ragazzo, basura y aquella pobreza de algunos barrios y su altiva resignación–, Gotas de Sicilia, de Camilleri, un libro de traducciones de Enrique Badosa y, finalmente, Lo barroco, de Eugenio d’Ors.

El próximo martes participo en una mesa redonda sobre literatura de diarios, y ayer noche, antes del itinerario por bares apartados, saqué de sus estanterías varios ejemplares de la literatura diarística. Estaban diseminados por la biblioteca y los he colocado formando una pila, una pequeña torre de vecindad, con sus dormitorios y escaleras, baños, luces en las cocinas, sillones de orejas. Llegan ya algunos murmullos de días y noches vividos con desvelo, amor, impotencia, ansiedad…

Aquí están, a mi lado, tenuemente, titilando, sin atreverse demasiado más allá del respirar. Así han estado unas horas. Vuelvo a verlos al venir de visitar a mi madre en el hospital. Se ponía el sol cuando regresaba a casa. Se había levantado viento. Un hombre fumaba apoyado en la única pared a la que aún llegaba algo de calor. Era alto, guapo, con sólo una camisa blanca –a pesar de que el aire frío de la tarde barría la zona– vaqueros y gafas de sol. He puesto música en el coche… Una canción de Wilco a todo volumen; no había nadie en el aparcamiento subterráneo ni en las afueras. Me pareció que “Via Chicago” era como la banda sonora de aquellas últimas horas, y de la vida. Una melodía optimista que poco a poco se llena de carraspeos y sobresaltos. Hay un instante en que el fondo sonoro se vuelve turbio y disarmónico, se aletarga y oscurece, casi un paro cardíaco. Vuelve un coro de voces tras el miedo y la resignación. Sólo entiendo las últimas estrofas, que se repiten: “Searching for a home… I’m coming home”.

Ellos, los diarios, tienen ahora entre sí –de nuevo la luz del flexo, noche ya en el aire– una animada conversación de patio de vecinos. Les pido disculpas cuando pongo algo de orden para darles voz.

Comienza Pla, con su Cuaderno gris: “Era la caída de la tarde, las barcas volvían orzando con el poniente. En las puertas de las casas había una mancha de luz grasienta. Las mujeres hurgaban en los fogones. De los huertos salía un vaho azulado y titilaba la primera estrella…”.

Fernando Pessoa, en la página 175 de la edición de PreTextos, 2014, del Libro del desasosiego: “Vago soplo de lo que no se ha atrevido a vivir, trago mudo de lo que no ha podido sentir, murmullo inútil de lo que no ha querido pensar, ve lento, ve suave, ve en torbellinos que tienes que tener y en declives que te dan, ve hacia la sombra o hacia la luz, hermano del mundo; ve hacia la gloria o hacia el abismo, hijo del Caos y la Noche, pero recordando, en cualquier rincón de ti mismo, que los Dioses han venido después y que los Dioses también pasan”.

Rainer Maria Rilke, de uno de los diarios de juventud: “El camino al verdadero valor de toda obra pasa por la soledad. Encerrarse con un libro, con un cuadro, con una canción, dos o tres días, conocer sus hábitos vitales, observar sus peculiaridades, ganar su confianza, merecer su crédito y vivir algo con ella: una canción, un sueño, una nostalgia”.

Gil de Biedma cuenta que ha pasado mucho tiempo (página 501, edición de 2015) sin atreverse a atacar de frente, en su poesía, todo lo que sus experiencias en La Nava, de niño y de adolescente, han representado en su vida y en la formación de su sentimentalidad. Y páginas más adelante esboza unos versos sobre la Guerra Civil.

Para empezar, la guerra
fue conocer los páramos con viento,
los sembrados de gleba pegajosa
y las tardes de azul, celestes y algo pálidas,
con los montes de nieve sonrosada a lo lejos
–mi amor por los inviernos mesetarios
es una consecuencia
de que hubiera en España casi un millón de muertos.

Y cuando César González-Ruano empezaba a hablar de su Diario íntimo (1951-1965) se ha producido un revuelo y la fila que ordenadamente guardaban se ha deshecho. Al son de claros clarines han llegado varios emisarios comunicando su protesta: no están allí, en esa torre –en ese faro que yo había construido para alumbrar mi escritura– muchos autores extranjeros.

Es cierto, había pasado por alto uno de los estantes en los que, no sé por mor de qué afinidades, se habían ido juntando entre ellos: Samuel Pepys y Amiel, Seferis y Jules Renard, Gide y Julien Gracq. Discuto con Chesterton porque llega a lomos de burra con su autobiografía. Yo la he leído en una edición argentina de 1939. Le digo que para esta ocasión no tienen cabida las páginas sobre lo irreal del pasado (“l’irréel du passé”) y se pone hecho un basilisco. De nada me sirve decirle a estos recién llegados que he dejado fuera a buenos amigos que habrían convertido aquella casa de vecinos en un auténtico rascacielos, porque los encontraré pronto en esas jornadas y hablaré con ellos de estos asuntos, del escribir del paso de los días y de su insignificancia: José Luis García Martín, José Luna Borge, Andrés Trapiello.

También les digo que estoy preocupado porque de mi biblioteca ha desaparecido el libro de Sánchez-Ostiz, La negra provincia de Flaubert. Estoy seguro de que dormía al lado de aquellas ediciones mallorquinas de Port-Royal, con Bonet y Llop. No parece importarles y siguen en su porfía.

A defenderme se acercan con vigor, a pesar de su edad, Jiménez Lozano –que ha oído lo de Port-Royal– y Marià Manent, que estaba sentado a su lado y al de Max Aub. Les jalean los jóvenes, José Mateos y Vidal-Folch, azuzados por Martínez Sarrión. Piglia se mantiene distante. Al igual que Curzio Malaparte, agradecido quizá porque en su Diario de un extranjero en París subrayé alguna frase: “De la calle subía un olor a pan tostado, el olor fresco del pavimento húmedo y ese olor sutil que tiene el aire de París al amanecer, cuando el polvo se despierta y se desvanece”. Tampoco se arriman Gaziel y Benjamin; esto ha pasado siempre: los que llevan gafas son los últimos en meterse en las grescas.

Pero el jaleo no cesa. Y no he querido saber más. Allí los dejé haciendo sus exhibiciones de egotismo y sembrando sus querellas. Yo, que tanto los amo y voy en busca de su compañía; corazones solitarios. Corazones que dejan piedras blancas por los caminos y auras suaves, blandas y amorosas en los verdes prados que han hollado, que nos halagan con su fresco vuelo. Que dejan palabras que muestran la amalgama de las horas y el dolor de la escritura y de la vida.

Y salí a la calle, en la que batía el viento leve. Estuve un buen rato en la fiesta ruidosa de cumpleaños de mi editor. Conversé con dos libreros que han venido a la Feria del Libro de Ocasión. Acabé en el Santo Martino, con Begoña y Giovanni, empeñado éste en regalarme la colección completa de Agente provocador. Era tarde y éramos los últimos clientes… Yo me aferraba al día que moría, no quería perder sus luces, sus músicas, sus conversaciones. Todo se escurría entre los dedos, el cansancio, las miradas. Quizá tenía que escribirlo, anotarlo para detener el tiempo, volver a vivirlo de nuevo.

5 Comments

  1. Querido Avelino, tras unos meses sin leerte por exceso de trabajo y de preocupaciones, vuelvo con gran placer a tus palabras.
    Me siento en la oscuridad, algo alejado del círculo de luz de tu flexo y te contemplo mientras escribes entre pilas de libros como el hambriento que, junto al cocinero, atiende a su trajín sabiendo que lo que con tanto esmero remueve en la olla acabará en su plato.
    Un abrazo,
    Ventura

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  2. Te vuelvo a ver como el eterno gladiador en medio de la arena, rodeado de tu/su público, contemplando las caricias de la luminancia de tu flexo. El clamor de los espectadores se regenera una vez más para seguir teniendo vida, vida que tú sabes prolongar mientras, y a la par, nos invitas a revivirla. Sabes que eres dador de la única inmortalidad; no hay otra.

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