Calendario (32)

© Ilustración: Avelino Fierro.

Después de 125 entregas (y tres libros consecutivos, publicados en Eolas Ediciones), el autor anunció que iba a dejar de escribir el “Querido diario” por algún tiempo, que necesitaba un cambio de rumbo… Y abrió nueva sección, “Calendario”, asimismo ilustrada. Esta es su trigésimo segunda entrega:

CALENDARIO

32

Por AVELINO FIERRO

Desde una cama revuelta, en una mañana fría de febrero y tras haber tenido un sueño muy amable engendrado por unos versos, un poeta le escribe a otro una carta dos mil años después. Yo no he visto fotos de la habitación de ese poeta ruso, pero he imaginado y dibujado en uno de sus libros, al margen de una página, a un joven aterido al lado de una estufa que carraspea y se agita como los alveolos de un viejo pulmón. Ahora, mientras escribe esa carta, creo que vive en otro país; también tirita, habla de su dormitorio y mira al techo: le parece ver el frío rezumando por el tejado. Le ha escrito a Horacio dándole gracias, y le pregunta por sus contemporáneos. Le agradece que no nos haya llegado hasta hoy su rostro; quizá así –dice– durará dos milenios más. Le habla de pronombres, de amplios hexámetros, de encabalgamientos e incisos, del asclepiadeo y otros metros… Del ardiente afecto por sus poemas. A veces aparecen retazos de historia antigua, otras partes del mundo más cálidas, o el amplio mar y la tempestad que azota el barco que lleva a Ovidio al exilio. Va y viene la poesía –con su nombre en latín de mujer– desde hoy hasta aquel entonces, hasta aquellos predecesores, hasta aquellos amigos imaginarios. El tiempo ha seguido pasando imperturbable. “Ay, ay, que al vuelo, Póstumo, se nos van / los años escurriendo; ni rezo habrá / que pare el paso a las arrugas, / torpe vejez, indomable muerte…” (Carmina II 14, trad. Agustín García Calvo). Aquí, hoy, también, como en ese aposento frío, llega la mañana envuelta en una luz harinosa hasta mi ventana. Hay restos de nieve sucia en los tejados, y se acercan jirones de niebla en dos bandos a parlamentar. Aprovecharé para bajar a la calle mientras están reunidos. Es domingo. Antes de ir al quiosco pongo un disco de vinilo, Música para un Funeral Masónico. Es una vieja versión con Bruno Walter dirigiendo, una grabación de la CBS. Yo también quiero conversar con los muertos, traerlos aquí. Para ayudarme a sentir menos ese frío que deja el paso del Tiempo. Tejen retales con los que nos queremos abrigar; también nos hacen un poco sus rehenes. Como esta vieja chaqueta que ahora llevo, amorosa, con hilillos desprendidos por la bocamanga. En la calle alguien sacude una alfombra desde una ventana ahora que ha dejado unos instantes de nebusquear. Vuelvo con el periódico. Releo este folio que acabo de escribir y no me gusta. Está chamuscado de pasado, de tristeza cobardica, a la búsqueda de un traje para huir del presente, de las torpezas de la actualidad. Griterío zonzo, resentimiento, cultura populachera, indignidad. No es gran cosa esta vida que nos quieren hacer vivir. Unas páginas más adelante, Brodsky asiste al entierro de un amigo, el poeta Stephen Spender; suena música de Schubert. Cuando el cuarteto empieza un crescendo, ve subir un ascensor lleno de albañiles en el edificio adyacente a través de la ventana lateral.

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