
Avelino Fierro —autor de secciones como “Querido diario”, «Calendario», «Desde mi celda», «El cuaderno naranja» o «Días de 2021»— continúa, con esta entrega, con su sección «Días de 2022»…
Por AVELINO FIERRO
“No. No creo que la felicidad sea posible, sino tan sólo la tranquilidad”, escribe Gustave Flaubert en una carta del 28 de octubre de 1872 a George Sand. Pues bien, ni siquiera de ese vivir de mínimos disfrutaba yo. Y todo por culpa de esa benemérita y eficaz institución que hasta no hace tanto era la sanidad pública.
Venía pidiendo desde hacía tiempo que alguien de bata blanca tuviera conmigo unos minutos de conversación tranquila en la que pudiera exponerle la guerra de mis entrañas. La tarea del médico tiene algo que ver con la del escritor. En algún lugar he leído que uno indaga las condiciones de un organismo; otro, sus posibilidades imaginarias.
Pero yo no escribo fábulas. Y en algunas páginas me he sentido como un cirujano cuando he aplicado el estetoscopio a los latidos de la noche, o a un barrio en las afueras, o a un cuerpo que se resiste a mostrar sus llagas. Hay que meter la nariz, escudriñar; a veces, incluso, habrá que manejar el escalpelo. Qué tontería es esa de la que hemos empezado a oír hablar, esa cosa casi grotesca de la “telemedicina”.
Mas no venía a hablar de mi libro. Usuario como he sido durante muchos años del Servicio de Digestivo, me he visto abocado a acudir a la medicina privada. El médico de cabecera me dio un volante para el neurólogo –se ocuparon rápidamente de mí; en estos escritos lo he contado ya– y otro para revisión de mis asuntos gástricos. Molestias constantes y disfunciones varias me tenían preocupado. Pero había trascurrido más de medio año y nadie me llamaba.
Acudí a una consulta “de pago”. Me atendió un doctor conocido, de los viejos tiempos, de aquellos años ochenta en los que yo subía al Hospital como paciente del gran José Luis Olcoz, hoy jubilado. Me auscultó y dijo: “Eso hay que verlo”. Entendí, y así fue, que me practicaría en unos días una colonoscopia. “Te sedaremos”. Lo interrumpí. “No quiero hacerla con sedación. Ya me han hecho otras y no me parece una prueba dolorosa”. “De acuerdo, a los viejos pacientes que ya saben de qué va esto les doy esa opción”, me contestó. Le di las gracias y le dije que ya sabía que esa droga con la que te atontan para la prueba es maravillosa.
Pero no le conté mis experiencias anteriores. Hace más de quince años tuve la primera. En aquellas fechas no se estilaba la sedación. Y yo estaba acostumbrado a esa extraña sensación que te producen los tactos rectales. Con mis úlceras sangrantes, el que te removieran por allí era algo que iba anejo al protocolo.
La segunda contó con más escenografía. Esperaba yo en el pasillo de la consulta y oí mi nombre. “Venga aquí, que vamos a cogerle una vía”, me comunicó una enfermera. Y me preguntó por mi acompañante. Le dije que había venido solo y en coche. Me informó: “Tenemos que sedarle y luego no podrá conducir”. Le pedí por favor que me hiciera la prueba “a pelo”, que no podía volver otro día ni dejar allí el coche… Al poco salió y me dijo que me la harían y que firmase antes unos papeles. Le di las gracias.
Cuando me correspondió, entré en aquella habitación en las que siempre hay un ruido como de guiso en ebullición. Digo yo que será el motor del artilugio. Me desnudé en un cuartito y salí, ya sin gafas ni reloj. “Pero póngase algo por encima, hombre de Dios”. Con las prisas y la sensación de profesionalidad que me inspiran los sanitarios, había salido con las vergüenzas al aire.
La prueba transcurrió sin incidentes. Eran un médico y dos enfermeras. En un momento dado, oí que les decía: “Presionádmelo un poco”. Y se me echaron encima, en una postura que cualquiera que entrase en aquel momento interpretaría como de acoso o muy propicia para el amor.
Yo metí baza un par de veces en su conversación. Una de las enfermeras acababa de llegar a trabajar a León; venía de Madrid. Le gustaba la montaña. Había estado haciendo rapel por una zona cuyo nombre no recordaba y habían ido a comer una caldereta de cordero. “Puede que fuera Cabornera”, dije yo. “Eso es”, asintió. Les di las gracias cuando aquello acabó. Que si eran un encanto, muy profesionales y otros piropos más. Pero luego tuve la sensación de que me habían tomado por un rarito y solitario (nadie lo acompaña), un vicioso quizá (mira qué tanto insistir en que sin sedación), un tacaño (con tal de que no le subiera mucho el parking), un exhibicionista (fíjate tú cómo se nos apareció)…
En esta tercera ocasión acudí a la prueba a los pocos días de la consulta. La preparación es un asquito. Vas desde el régimen alimentario y el hambre, al sólo líquidos del día anterior, y a deshacerte en el baño el día de la prueba, en el que tienes que tomar durante horas unos sobres y beber agua que luego expulsas cual surtidor en el excusado.
Me citaron a las seis de la tarde. Entré a las ocho. Allí, a la espera, había un sinnúmero de clientes. Me gustan mucho estos momentos. Frente a mí tenía a dos con pinta de asiduos, que me miraban e implicaban en su conversación. Uno de ellos, con el pelo teñido y ropa ajustada, era un pozo de cultura en esto de las disfunciones del tracto rectal. A su lado, un tipo con muy buen color, con Ray-Ban antiguas, pelo engominado, y con una sonrisa de cartón piedra, que dejaba ver una dentadura brillante y perfecta. Y parejas. Y personas mayores acompañadas por sus familiares.
Yo asentía a algunas de sus sentencias. Y seguía leyendo mi libro, Una vaga sensación de pérdida, de Andrzej Stasiuk. En uno de los relatos, el narrador visita un hospital (olor penetrante y aséptico, el brillo del linóleo…). En el último, lamenta que un amigo que ha fallecido haya sido incinerado. Necesita llorar –dice– por algo concreto, y no solamente por recuerdos. Poner sus pies sobre la tierra bajo la que reposa, saber que los huesos del muerto velan por la vida del que aún está vivo.
Estaba finalizando la lectura del librito cuando me llamaron. Me recibieron el médico y una enfermera. En la estancia la luz era tenue, aunque titilaban algunos brillos de cristal y níquel. Reconocí el ruidito de la máquina. Uno entra en estos ámbitos de naturaleza impersonal en los que el pensamiento se diluye, resignado, sin oposición. Al menos, en otros lugares íntimos –un confesionario–, la voluntad queda menos anulada, se puede rumiar algo, u ocultarlo.
Me desvestí en un cuartito anejo, dejé puesta la camisa y los calcetines. Una toallita en la cintura. Me eché en la camilla, boca arriba y con las piernas separadas, dobladas y abiertas. El doctor me dijo que podría observar la pantalla. “Sin gafas no veo nada –le comenté–; además, soy de letras”. Bien, aquello comenzó. Tras el legítimo gemido inicial que corresponde al acto en el que uno se siente penetrado, todo discurre sin sobresaltos. Hay instantes en que es evidente que algo te recorre las tripas, hay cierta sensibilidad. Pero indolora. Yo canturreaba cual moscardón para mis adentros, disimulando para desviar la atención, para aparentar aplomo y serenidad. Reparé en que había una musiquita de fondo. Canción española. El doctor también seguía la música con un tarareo gutural. Daba instrucciones a la enfermera: “Mete, saca, para”.
Habían transcurrido unos minutos. Pero entonces, coincidiendo con una instrucción muy precisa – “Muy bien, muy bien, un poco más, un poco más, estamos llegando al ciego” –, dejó de acompasar con su sonsonete nasal a la música ambiente y comenzó a cantar y a vocalizar. Y lo que dijo, en un tono muy audible, fue: “Hoy tengo ganas de ti”, frase que repitió.
Giré la cabeza hacia su lado; imagino que mis ojos se agrandarían todo lo posible dentro de sus órbitas, me puse rígido y los dedos de ambas manos se abrieron por espasmo, en señal de asombro, alarma, estupefacción. Él estaba mirando hacia la pantalla, pero percibió mi reacción. “¿La conoces? Es de Miguel Gallardo”. Me di cuenta de que seguía concentradísimo en su trabajo. No estaba claro que asociase su cántico a mi cuerpo, a mis muslos, a mis ojos rasgados y mi mirada miope –sugestiva como la de la Monroe–, a la situación. Le dije que sí, por supuesto, que era de la época de Lorenzo Santamaría, Danny Daniel, Pablo Abraira y otros intérpretes de entonces.
Hasta que finalizó la prueba hablamos de la música ligera de aquellos años, sobre todo de los cantantes italianos (Battisti, Giacobbe, Tozzi, Bella…). Estaba muy informado, hasta conocía a Ennio Sangiusto –más antiguo–, al que yo cité.
Todo aquello también me recordó a ese pasaje de La montaña mágica en la que Hans Castorp le declara su amor de forma indirecta – en otro idioma – a Claudia. Con mi honra bajo el brazo me arrastré confuso y aturdido hasta el cuartito para recuperar mis calzoncillos, mis pantalones y demás efectos. Salí y el doctor estaba sentado a la mesa. Escribía en el ordenador. Yo no me atreví a mirarlo. Imprimió unos papeles. “Aquí va una medicación para un mes. Tienes algunos divertículos. Esto se lo llevas a tu médico de cabecera”.
Pasé a la habitación contigua. La enfermera me dijo que pidiera cita para volver cuando transcurrieran tres meses. Entendí entonces que el doctor no se había enamorado de mí, nadie puede esperar tanto. Así que saqué la tarjeta bancaria. La enfermera me aseguró que había salido de la consulta algún día a la una y media de la madrugada cuando le comenté que había muchos clientes en la sala de espera. “¡Hostias!”, exclamé. Le pedí disculpas. Le dije que si me hubiera mencionado otra hora más temprana, el taco habría sido jopetas, córcholis, cáspita, jolines u otro más leve.
Eran más de las nueve. Llamé a Mar. Estaba en una terraza con Marta, Óscar, Elena y Fidel. Llegué muy contento. Les dije que no tenía nada grave, sólo gravilla, recordando a aquel cómico catalán. Que tendríamos que celebrarlo. Y exhibí mi tarjeta bancaria, cariacontecida, con mal color, todavía no recuperada de aquel recientísimo pescozón. A la comitiva se unieron, en La Taberna de la calle La Rúa, Julio y R. Bayón, que habían llegado ese mismo día desde Madrid. Comimos y bebimos. Ya era de madrugada cuando salimos a respirar la luz de la noche. Una luz plácida que parecía alargar las vidas, el tiempo y la distancia. Un dios menor quería dejarnos, para aquellos instantes, un engaño piadoso.