Días de 2023 (9)

© Ilustración: Avelino Fierro.

Avelino Fierro —autor de entregas agrupadas bajo títulos como “Querido diario”«Calendario»«Desde mi celda», «El cuaderno naranja»«Días de 2021» y «Días de 2022»… continúa con su sección «Días de 2023». En esta ocasión, el autor se sube a un tren que tardará ocho horas en llegar desde León a Barcelona…

Barcelona (1)

Por AVELINO FIERRO

Retraso. Mar lee ahora en un edificio amarillento: “Piensos compuestos CILNA”. Recorremos un buen tramo dejando al lado vías muertas, naves (Celada S.A.) y máquinas viejas hermosas como la Victoria de Samotracia. Barrios de las afueras y ropa tendida en fachadas y balcones.

Ayer, mientras tomábamos unas parrochas en el Begoña II, Julio citó a Trotsky, que decía que viajar en tren es la mejor forma de conocer un país. Recuerdo haber leído algo de aquel en el que vivió más de dos años y medio. Quizá estaba yo preparando algún texto sobre lugares poco habituales para la escritura y dejé anotado lo siguiente: “De este vagón partía con mis auxiliares a recorrer en automóvil la línea del frente, en excursiones que duraban varios días. En los ratos libres, me dedicaba a dictar, siempre en el vagón, el libro que estaba escribiendo contra Kautsky (Terrorismo y comunismo) y otra serie de trabajos. Durante aquellos años me acostumbré, y creo que ya para siempre, a trabajar y a pensar al ritmo de los muelles y las ruedas del pullman”.

“Legumbres Luengo”. Muchas pintadas. Los grafiteros parecen no estar bien de la cabeza. Uno no se imagina cómo pueden desplazarse hasta estos lugares tan descarrilados. Y la mayoría de sus trazos no valen nada. Yo pensaba en que el éxito de Bansky podía haber ayudado a que los bobos del rotulador o el spray afinasen algo. No ha sido así. El feísmo, el chafarrinón, lo cutre son su insignia, su marchamo, las señas de una identidad abodocada, zambona, zonza.

No sé qué santo nos alumbró para tomar la decisión de ir en este tren a Barcelona. Viene de Vigo; desde aquí tarda unas ocho horas. Quizá nos ha podido la añoranza. Hemos viajado muchas veces a esa ciudad en tren. Pero lo hacíamos de noche, en aquellas literas tan cómodas, con ducha y bolsita de aseo de regalo, y llegabas a Sants a primera hora de la mañana. Era como –sin apercibirte demasiado del desplazamiento– teletransportarte.

Fue Mar quien tomó la decisión. Habíamos consultado los horarios del avión. No se nos acomodaban para estos días o eran muy caros. “Veremos el paisaje, comeremos, dormiremos a ratos, a ti te gusta viajar así, siempre aprovechas para escribir algo…”.

Es extraño que ya venga ocupado por tantos viajeros. ¿Van a Barcelona a estudiar, a trabajar, de vacaciones…? Hay muchos jóvenes, pero también familias con niños. ¿Son todos gallegos? ¿Emigran a Francia por el verano? Al otro lado del pasillo van dos jovencitas. Pelo negro y liso, grandes pantorrillas blanquecinas, sudaderas con capucha e inscripciones en inglés. Una de ellas lee un libro gordote; no he conseguido ver el título. Ahora están comiendo. Han sacado de sus mochilas dos bocadillos que rebasan el contorno de la mesilla que se despliega frente a ellas. Unos quince minutos antes, el joven que va delante ya había sacado una fiambrera enorme y sigue metiendo en ella las manos y un cubierto de metal. A las chicas se las ve más acostumbradas a todo, a la vida, como si ya hubieran tenido un primer curso en la universidad. Él –que parece ser de su misma edad– es un chico de pueblo, vestido modestamente, que no ha podido rehusar los mimos gastronómicos de su madre para este viaje largo; puede que esté un tiempo fuera de casa.

No sé lo que le han preparado a este crío, pero huele bien. El olfato es el centinela del gusto, decía Brillat-Savarin. Y a mí ya me va dando collejas desde hace un rato mi vigilante olfativo. Me he levantado a coger la bolsa en la que van los bocadillos que ha preparado Mar.

Palencia. “Viajeros al tren”. “Salida inmediata”. Estas voces de oficios que suenan a siglos pasados sólo se dan ya en las provincias pobres del Noroeste. El mismo andén tiene un aire, una luz distintos. Yo creo que en lugares como este todavía el ritmo de la vida va al compás de los días y horas, del latir de la sangre. Se camina de otra manera; se puede pensar. Hay un artículo de Unamuno en el que se habla de la influencia de las grandes y las pequeñas ciudades en la formación del espíritu. Cita al personaje de una novela de Jorge Meredith, que huye de Londres como de un cementerio del hombre individual.

En algo así estaría pensando yo cuando elegí el libro para este trayecto, Viajes a España, de Prosper Mérimée. Lo había dejado aparcado tiempo –años– atrás en la página ciento noventa y cuatro. Hay una marca en él señalando una visita que hace al Museo del Prado en 1830. Recuerdo que lo consulté cuando redacté las páginas sobre una visita a Madrid y sus museos para mi libro Calendario.

Este de Mérimée está en una edición de Aguilar muy manejable, un libro chico. Dudé mucho –siempre me sucede– a la hora de elegir. Un señor de Barcelona, de Pla; el último de Ferrer Lerín; una novela antigua de Benítez Reyes, que me recomendó Manilla. Otro de Miguel d’Ors. Antes de continuar mi lectura donde lo dejé, remiro páginas anteriores. Me detengo en su paso por Burgos en 1840. “No conozco nada más triste que esta ciudad sin sol o nada que alegre la vista. En lugar de las limpias manolas de Madrid, no se ven sino viejas andrajosas y, aquí y allá, algunas jóvenes, curtidas cual diablas chatas y chapoteando en el lodo con medias bordadas y zapatos de seda rotos”. Es una carta dirigida a la señora de Montijo.

He salido al descansillo para hacer fotos del paisaje. La ventanilla tiene aquí un cristal normal, no como las de los vagones, con cristales dobles, que hace que no se pueda evitar el reflejo de las escenas de interior. Desde ellas no puede retratarse nada, salvo luces, espectros y rostros que parecen nacer entre los campos amarillos de trigo ya segados. Las jovencitas han acabado ya sus bocadillos, se entretienen ahora con sus teléfonos móviles.

La estación de Burgos tiene por nombre Rosa Manzano. No sé quién es esa señora. ¿Una heroína del tiempo del Cid Campeador? ¿Una especie de duquesa del XIX que recibía en los salones de su palacete a los viajeros ilustres y “mérimées”?

Esto va para largo. Ah, otro de los libros que tuve entre manos para traer fue La Biblia en España, de George Borrow. Pensé en él porque hace un recorrido lento, montado en burro, parecido a este viaje de hoy. Mérimée escribe el 3 de noviembre de 1843 a la Montijo: “No he podido encontrar billete en el coche correo de Bayona. Salgo de aquí mañana en diligencia y pienso estar en Bayona el 5 por la mañana. Si puedo encontrar un asiento en el correo de Madrid el mismo día, lo cogeré; si no, saldré de Bayona el 6…”. La lentitud de los tiempos antiguos.

Hoy hay reactores, trenes requeterápidos. Pero este viaje nuestro tiene mucho del ritmo cansino del tiempo aquel. Esto empieza a tomar ya las trazas de una gran familia. Un mayor pasea a un querubín. Otro se pone a hablar con el joven de al lado. Los de delante intercambian un trozo de longaniza. Seguro que cerca de Barcelona nos facilitaremos los números de teléfono, y quedaremos para visitarnos a lo largo del verano en una aldea de Orense, en Picos de Europa, en la Pilarica y lugares así. Podría ser que muchos de los viajeros, al finalizar el trayecto, nos hagamos socios de esa pujante organización a favor de la calma y la pachorra, el movimiento SLOW. Cuanto más nos movemos más nos alejamos de lo que nos sostiene, de las raíces de los días y de la vida.

Hemos comido. Al despertar –no sé cuánto tiempo he dormido– todo está oscuro. Ha ocurrido como en la película aquella de los ocho apellidos vascos, en la que el mundo se llena de nubes negras, rayos y centellas, cuando el autobús en el que viaja el protagonista ingresa en estas comarcas. La megafonía expele ahora: “Próxima estación Pamplona-Iruña”. Al rato se apean grupos de jovencitos ataviados muchos de ellos de blanco y con pañuelos rojos al cuello; hoy es San Fermín. Yo sigo con mi Mérimée: “Encuentro a los catalanes como franceses ruines, un poco toscos y con grandes deseos de ganar dinero…”. Más adelante habla del archivero, señor Bofarull, como el hombre más amable y más complaciente que ha encontrado en España. Nuestro escritor francés está reuniendo documentación sobre Don Pedro El Cruel de Castilla.

Son las 19:45. Zaragoza-Delicias. Me duermo a ratos. La falta de tensión, el relajamiento del viaje, la luz de acuario del vagón. Inquietud en los pasajeros ante el mensaje que emiten los altavoces: “El tren permanecerá detenido por causas climatológicas adversas”. Mar consulta en internet y ve que la prensa digital da noticia de una tormenta que ha causado una gran riada y destrozos importantes en la ciudad. Recorre los vagones el barman de la cafetería diciendo que la tromba de agua impide que se pueda abandonar la ciudad por carretera o ferrocarril.

Son las 21:00 horas. Seguimos detenidos. Hace tres horas la granizada ha roto cristales y abollado vehículos. Alguien habla de un vídeo en el que se ve cómo una mujer pide socorro desde la techumbre de un coche al que el agua arrastra y zarandea. Son las 22:37 horas. No hay ninguna información ni nuevos avisos. Una hora después seguimos detenidos. Hace unos instantes estaba uno con el último párrafo del señor Mérimée, que escribe sobre el ferrocarril Madrid-Aranjuez: “En todas las estaciones el público entabla conversación con los viajeros, y el tren no vuelve a ponerse en marcha hasta que se han agotado todos los temas de charla”. Carta a Édouard Delessert, del 30 de septiembre de 1853.

No sé cuándo llegaremos a Barcelona. En 2020 y 2021 el Ayuntamiento y la Diputación organizaron allí unos encuentros sobre los diferentes usos del tiempo, para tener una vida más igualitaria, saludable y eficiente. Espero no encontrarme, cuando lleguemos a la ciudad, con ninguno de esos pavos que gluglutean a favor del movimiento SLOW.

(continuará…)

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