
¿De qué color es la libertad? Esta es la pregunta en la que están implicados, desde hace 30 años, los participantes de un taller de pintura veraniego, al aire libre, en uno de tantos pueblos atrapados por la despoblación como es Sejas de Aliste, en la Zamora profunda. Quienes asisten a este encuentro anual saben con certeza qué supone deleitarse con la naturaleza que te rodea, disfrutar de la camaradería y de las gentes nobles del poniente castellano. Tantos años dan para desgastar los pinceles y aun así tener las paletas lustrosas, para gozar de la mesa y el mantel, para mirar mucho y aprender de todos. “Pintando en Sejas” es relacionarse con la luz, entusiasmarse y abandonarse a la creación, tal como concibió, en esta asamblea rebelde, su promotora, Gloria G. Pertejo.
Por ISAAC MACHO
Desde hace tres décadas, entusiastas de la pintura se reúnen todos los veranos, cada mes de agosto, en Sejas de Aliste (Zamora) para aprender a mirar, copiar del natural y convivir durante una semana en una experiencia particular que sale al encuentro de un ménage à trois entre el rojo, el amarillo y el azul.
Pintar al aire libre es la excusa central de la estancia. Estos inquietos y curiosos alumnos defienden, al mismo tiempo, ejercicios de dibujo, al óleo, acuarela o aguadas. Igual toman fotografías que realizan intervenciones en la arquitectura tradicional o asisten a exposiciones, gran sorpresa, en una comarca alejada de las rutas culturales, con características especiales.
Los seguidores de estas prácticas artísticas también se empapan del territorio, de las luces y de las sombras, de la amistad, de los atardeceres y de la sorprendente variedad cromática que ofrece la tierra y los arroyos en las zonas transfronterizas de Aliste y Trás-os-Montes.

En esta “comuna de pintores”, como la define Beatriz Sánchez Valdelvira, una de las asistentes al taller, “la vida transcurre en armonía, sabedores todos que estas jornadas son un privilegio, un paréntesis que quiebra las rutinas individuales. Se habla mucho, se come (también mucho) y cada cual aporta y comenta su jornada: la luz tan bonita, qué pesadas las moscas, el blanco que se me ha olvidado, el pincel que se ha perdido y las experiencias e historias propias que vengan al caso”.
Para esta licenciada en Historia del Arte y gestora cultural, este laboratorio artístico supone “un reto personal” y aunque asegura que en el grupo coexisten muchas motivaciones, en su caso, “la convivencia supera a la pintura”. En esta cosa mentale, abrigan elementos como “la sensibilidad, los valores, el compañerismo y, sobre todo, la libertad”.
Una autonomía creativa que “nos permite”, insiste Sánchez Valdelvira, “posar la mirada en un conjunto de árboles, en un pequeño puente de losas o en unas flores. Lo que prima es ver las luces y las sombras, que el conjunto plasmado en el lienzo, papel o cartón, esté compensado, que funcione, da igual el trazo, la correcta proporción o la buena perspectiva; cada cual lo plasma según sus conocimientos”. A su juicio, ahí reside el secreto del taller, en “compartir conocimientos, experiencias y técnicas”.

Pero quién es el alma mater de una convocatoria tan inusitada. Quién reúne, desde hace tantos años, a un grupo de incondicionales del mundo del arte para aprovecharse de los placeres de la creación. ¿Quién es Gloria G. Pertejo?
En la casa-taller donde Margarita Pertejo y Ricardo Segundo vivían, con cinco hijos, en la localidad zamorana de Sejas de Aliste, a un tiro de piedra de Portugal, pintar era la ocupación habitual de la familia. Lo normal. Ellos, como consagrados artistas, y sus vástagos -la menor de ellos, Gloria-, no conocían juego más provocador ni competencia tan feroz en esas tardes con vocación de aburridas. Todos compartían lápices, pinceles y disciplina casi como distintas formas de diversión.

Gloria aprendía rápido de sus hermanos y a los 9 años ya pintó su primer óleo del natural. Días antes de cumplir los 18 se fue a la ciudad, pero su relación con el lugar fue y es estrecha. “Siempre pinté allí y pese a que no vivía en el pueblo volvía en los veranos a dibujar, sola o acompañada de mis hermanas y mi madre. Más tarde, incluso, con mis hijos”.
Con el título de Bellas Artes en el bolsillo, la joven pintora mantuvo ese pegamento artístico y, desde principios de los 90, aquella rutina familiar se convirtió en un aula asamblearia nutrida de interés en torno a las bellas laderas y valles, así como a los horizontes de ensueño.
Montar el caballete en Sejas, rodeada de alisos, chopos, olmos, robles, huertas y árboles frutales, fuentes, pinos, castaños, uvas, zarzas con moras, molinos, arroyos, eras, praderas y, al fondo, las montañas de Portugal se convirtieron en un gancho demasiado poderoso para abandonarlo sin justificación. La abundancia de motivos para desarrollar la pintura al aire libre también lo recrean arquitecturas, cercas, fincones, pizarra. “Funcionan los verdes profundos, oscuros y sombras con los amarillos, ocres, tierras, la llanura. Haber mamado esos presencias del clima, el aire, la luz y el cielo limpio me hace encontrar el camino más fácil”.

Por ello, o bien porque había futuros alumnos que quería ingresar en la facultad de Bellas Artes o en la Escuela de Arquitectura, o bien porque amigas suyas estaban interesadas en pasar unos días “haciendo mano”, la cuestión fue que la experiencia empezó a extender sus raíces entre quienes estaban llamados a vivir del arte o simplemente a acariciar la brisa de su oleaje. Desde aquellos comienzos, 30 años.
“Lo más importante”, reitera su impulsora, “es tener ganas de trabajar”. Con aquellos mimbres tan esenciales en el aprendizaje, la cita pictórica echaba a rodar al principio de los años 90 con este telegráfico mensaje impreso en el cartel: “Pintando en Sejas”.

Gloria G. Pertejo, creadora de esta aula sin tarima ni puertas ni ventanas, insiste con frecuencia en que le interesa que los alumnos inscritos aprovechen la semana que dura el curso para trabajar en aquello que más les satisfaga. Al mismo tiempo pone el énfasis en que la relación del grupo sea intensa para que salgan enriquecidos con la experiencia que en muchos casos será única.
No importa el número de los inscritos, ni su nombre, tampoco los resultados. Esta escuela Summerhill, en versión alistana –sin calificaciones ni asistencia obligatoria a las clases-, prendió pronto entre los entregados discípulos.
Aquí, en estos pasillos abiertos del campo, no faltan los criterios para el aprendizaje ni queda espacio para la improvisación. Fundamental. “Las técnicas y los trabajos son opcionales por parte de los asistentes” y, por supuesto, abundan los códigos no escritos que los participantes aceptan con osadía.

Tanto es así que, por ejemplo, Maritza Castellanos Ramos, al repasar las actividades que se llevan a cabo en la semana se refiere a ellas como “imprescindibles”. Incluso, va más allá: “necesitamos el taller”. La arquitecta que imparte sus enseñanzas en el Instituto de la Construcción de Vitoria considera que las posibilidades de esta oferta pictórica suponen, cada vez más, una “mejora continua, sin límites”.
“Se trabaja de forma activa, colaborativa”, indica esta cualificada alumna, y “con la solícita guía de la profesora explicando la percepción de las formas, la luz, la sombra, el cromatismo”, señala, van consiguiendo expresarse “disfrutando del arte de la pintura con su inigualable posibilidad de brindar experiencias artísticas inolvidables”.

El decálogo íntimo de este experimento artístico y humano incluye la búsqueda de parajes naturales, acciones en grupo y la conversación como levadura. Tan importante como pintar es la organización del ocio y el descanso; “yo no estoy en el curso para ejercer de profesora, pero si me piden que dé mi opinión, acompaño, la doy encantada”, sostiene su ideóloga.
Sejas de Aliste, capital de esta aventura pictórica, al igual que los pueblos vecinos de San Mamed, Alcañices, Ceadea, Nuez o la freguesía portuguesa de Quintanilha son otros rincones de la geografía zoela que esta troupe de buscadores de emociones recorre animosamente, cada mes de agosto.
Cuando se le pregunta a Gloria G. Pertejo por la marcha del taller, ella rehúsa usar ese calificativo. “Yo no lo definiría como taller. Esta fórmula de acercarse a la pintura es algo muy libre, por eso creo que funciona”, responde segura de lo que dice.
