Adiós al gran pintor Alejandro Vargas

El escultor Amancio González, con Alejandro Vargas, en la galería Ármaga (junio 2020). Fotografía: Marga Carnero.

El pintor leonés Alejandro Vargas, uno de los pioneros de la abstracción en España, ha fallecido a los 95 años en su ciudad natal. Familiares y amigos le darán el último adiós este miércoles 9 de octubre de 2024, a las 16:00 horas, en la iglesia de los Padres Agustinos (Gran Vía de San Marcos), en León.

Nacido en León en 1929, Alejandro Vargas fue uno de los pioneros del arte abstracto en España, aunque pocos conozcan su larga, difícil e interesante peripecia artística y vital. A mediados de los 50 se fue a París, donde malvivió durante cinco años y donde fue amigo de Eusebio Sempere y compartió habitación con Fernando Arrabal. En 1961 protagonizó con el pintor Manuel Jular la primera exposición de arte abstracto en León, su ciudad, a la que regresó un año más tarde, después de pasar por Londres y Madrid. A su vuelta trabajó en la enseñanza y en los servicios culturales de la Diputación provincial, codo a codo con Antonio Gamoneda, con quien cultivó tertulia y una gran amistad hasta sus últimos días. Y en León conoció a su segunda mujer, la francesa Jeannick Le Men —investigadora, filóloga y autora de una obra monumental en seis tomos, el ‘Léxico del leonés actual’—, además de convertirse en todo un ‘maestro’ para cuantos artistas pasaron por su academia de pintura, como el escultor Amancio González Andrés.

Nunca dejó de pintar y explorar los territorios de la abstracción, aunque sus exposiciones fueron esporádicas, muy espaciadas en el tiempo, y él siempre rehuyera, de alguna manera, el protagonismo y las alharacas.

Manuel Jular y Alejandro Vargas en 1961. Primera exposición de Arte Abstracto en León.

Él propio Vargas, más dado a los silencios que a las palabras, le contó a Manuel Linares-Rivas algunos retazos de su trayectoria intensa y rebelde, durante una entrevista recogida en el libro «22 artistas leoneses» (Edición de autor, 2007).

De esa entrevista extraemos algunos fragmentos significativos de su biografía, a partir de su infancia y primera juventud en León, tras estudiar en los Maristas y en el Instituto General y Técnico:

«(…) Con una visión muy personal de la vida y de las cosas desde temprana edad, la libertad fue su primera y gran causa de rebeldía, lo que le condujo a tensiones con el entorno próximo y cotidiano, y le impulsó a devorar literatura anglosajona y rusa y a poner su pensamiento allende los Pirineos. Tras un paréntesis de cinco años en Salamanca, donde su padre trabajó para una empresa alemana, volvió a León, ganó una plaza de administrativo de la Diputación, por oposición, «y empecé a dar tumbos…», añade.

Dos cosas tenía Vargas muy claras: que sería pintor y que dejaría aquella España de Franco, en la que se asfixiaba. Y se puso a ello. En 1952, por mediación de su padre, la Diputación le concedió una beca para estudiar Bellas Artes en Barcelona, pero no la disfrutó, porque dos años más tarde enfiló hacia París, previo un intento clandestino por el que le encarcelaron, tras su detención en el tren, antes de alcanzar la frontera, en la prisión de Figueras. Su padre medió ante el gobernador civil, Arias Navarro, y a las dos semanas quedó libre: «Si no, hubieran sido seis meses. Fueron quince días muy desagradables», recuerda.

«¿En París? Viví mal, muy mal; a salto de mata. Lo pasé fatal. Pintando paredes, recogiendo papel por las casas…». Vargas llegó a París una tarde de un domingo de 1954, con cincuenta pesetas en el bolsillo por único capital. (…) Para justificar su presencia en París y conseguir los vales del comedor universitario, se matriculó en la Escuela del Louvre, «…a la cual jamás asistí; yo iba al Louvre a ver las obras, que era lo que me interesaba», puntualiza.

Pintura de de Alejandro Vargas.

La media tonelada de papel que  Vargas atropaba cada día le daba para subsistir y para tener un par de días libres a la semana, en los que se dedicaba a pintar e ir a los cafés, a contactar con representantes de la abstracción lírica de la posguerra europea y de la escuela española de París y a participar en tertulias, alguna vez con el ilustre republicano José Bergamín.  Muchas de las gentes con las que departió charla, café, dichas y estrecheces, son hoy día artistas célebres y su obra se contempla en los museos de todo el mundo.

(…) En cierta ocasión, la suerte tocó los hombres del pintor, que podía esperar cambios significativos en su vida, pero fue un espejismo. Retrató a una muchacha de la aristocracia francesa, Anicke, que sería su primera mujer. Una tía de ella, amiga de Christian Dior, le facilitó una entrevista con el diseñador. Vargas llenó su carpeta con dibujos, para mostrárselos al gran modisto, pero este falleció el día anterior a la cita. Cosas del destino.

Marxista convencido, entonces, Vargas contactó muy pronto con los círculos comunistas parisinos. (…) En el año 55 los partidos comunistas de Polonia, la Unión Soviética y China le invitaron, junto a otros cinco españoles, a una gira de tres meses por los pagos del comunismo puro y duro (…). En China recorrieron desde Manchuria hasta Shangai, excepto el Tibet, que sus anfitriones acababan de invadir. Posaron el 2 de septiembre, aniversario de la República, con las delegaciones de todo el mundo en la plaza de Tia-Nanmen. A su vera estaba el Pandit Jawaharlal Nehru, de la India. Luego, cenaron con Mao Tsé-Tung y todo el gobierno chino, también estaban el vietnamita Ho-Chi-Min… y en la mesa de al lado Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, con quienes conversaron animadamente.

(…) Vargas trabajó dos años para productoras de dibujos animados, una en Londres y otra en Madrid. Fueron años grises, para el olvido. No le gustaban ni el trabajo, ni los compañeros, ni la gente con la que convivía, así que en el año 1962 se volvió a León, (…), con la convicción de que la penuria vivida le había facilitado, sobre todo, la experiencia profunda de sí mismo, causa eficiente de su realidad y de su compromiso artístico, que le proyectaba de manera sobresaliente en el horizonte del arte abstracto español.

Ya en León, pidió el reingreso en la Diputación y al tiempo consiguió un contrato de profesor interino de Dibujo. Dio clases en la Escuela Normal de Magisterio y en el Instituto Padre Isla, y para poder continuar en la docencia se matriculó, libre, en Bellas Artes, acabando en el 72.

En la Diputación, el secretario, don Florentino Agustín Díez, padre del escritor Luis Mateo Díez, le sacó de Hacienda, donde estaba mal, y le mandó con Antonio Gamoneda. «Se me abrieron los cielos», apunta. Y empezó a hacer carátulas, como la de la Colección Provincia, y maquetaciones de libros y revistas, además de oficiar de consejero plástico de Antonio Gamoneda en las bienales de pintura. La última bienal —»cuando defenestraron a Antonio», apostilla—, el presidente, Julio César Rodrigo de Santiago, le pidió, a título personal, que siguiera con ella. «Aquel año le dimos el premio a José de León. Era un desconocido. Me gustó mucho lo que hizo. Es un tipo muy simpático…».

En realidad lo de Vargas siempre fue la pintura. De niño hacía caricaturas, pero su estrella le tenía reservado un lugar en las vanguardias. Pasó de puntillas por el expresionismo, al llegar a París, y a los pocos meses se metió de lleno en la abstracción, en los espacios del color y la geometría. En aquella época Arrabal, quien siempre dijo de Vargas que era «la cabeza de la vanguardia de la pintura española», publicó un reportaje sobre él en la revista Índice.

Desde mediados de los sesenta Vargas se adentró en la abstracción lírica, iniciando un largo viaje por el mundo del cromatismo, sin relato, con sólo unos esbozos, en un deseo de llegar al fondo de la pintura mediante un orden en movimiento, serenamente trémulo. Desarrolló paisajes llenos de equilibrio, revelados por una lírica estratificada, sin disonancias ni estrambotes cromáticos, que culmina en trefilería exquisita y minuciosa de luces y sombras, ajena a la realidad externa, superficial y descriptiva de los objetos, para centrarse en la profundidad espacial y en la tonalidad de la materia pictórica como única realidad. (…)

Desde que se jubiló, trabaja intensamente, consciente de que es la etapa que más satisfacciones le ha deparado y de que está cerca de la meta de lo que quería, gracias a lo que él llama «el orden del paisaje», con un sustrato filosófico oriental. (…)

(…) Vargas vive el arte como un orden a desentrañar, desde una visión casi mística. Su sinceridad y su convicción son los mejores avales de su obra. Él permanece. No necesita cambiar de ideas, ni de técnicas, ni de objetivos. Todo es una evolución. Llega. De ahí su fidelidad a ese modo de expresión pictórica tan suyo, reflejo inequívoco de una contemplación personal (…)»

Alejandro Vargas y Antonio Gamoneda.

:: Gamoneda sobre Vargas

De los distintos textos que el poeta Antonio Gamoneda le ha dedicado a Alejandro Vargas, con motivo de sus exposiciones de pintura, extraemos el siguiente párrafo:

« (…) en Vargas no existe el añejo pleito de figuración / abstracción. Él habla del ‘orden del paisaje’, y el paisaje y el paisajismo se dan en él plenamente interiorizados. No se ocupa ni preocupa tanto de su descripción como de su revelación, que no es lo mismo (…) ; no son los contornos paisajísticos colocados en perspectiva lo que más tira de él, sino la rítmica incorporada a la imposición de pintura en el plano, una fugacidad del trazo que se orienta a la envoltura atmosférica luminosa y a la sugestión (sospecha mía, ya lo he dicho) de… «un más allá»; una sugestión en la que (…) se con-funden visión y pensamiento. (…). Sus cuadros (…) están habitados por un hecho luminoso, por un momento en el que la luz determina la ordenación, una ordenación que, ajena a cualquier fácil espiritualismo, comporta el atisbo de una trascendencia, de un espacio metafísico (…)».

‘Llanura’. Un paisaje de Alejandro Vargas.

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