
Por LUIS GRAU LOBO

Hay un compendio pendiente de los monumentos que ya no existen o cuyos restos apenas pueden evocar lo que fueron, pero cuyo emplazamiento visitamos por puro fetichismo y pose romántica, literatura más que realidad. Cuando Alejandro partió a la conquista de Persia se detuvo en Troya para invocar un mito cuya encarnación resultaba imposible más allá de las páginas del libro que siempre llevó con él. Así se ha hecho y sigue haciendo. Durante gran parte de nuestra historia, además, el monumento era el lugar, no el edificio o la forma que este adquiría cuando se levantaba allí; esto explica la insistencia en construir un nuevo templo sobre el anterior aun a costa de este. Todavía acudimos a campos de batallas antiguas donde nada hay o a bares donde Hemingway nunca bebió.
Esos lugares definen un tiempo, caracterizan una época, son su símbolo. Varias generaciones recordaremos siempre dónde nos encontrábamos durante el atentado de las Torres Gemelas, en qué aparato vimos cómo se televisaba el fin del mundo en directo. Las nuevas quintas dejan atrás ese pasmo y esa advertencia en favor de sus propios acontecimientos personales; cada vez hay más gente que no vivió ese septiembre o no lo identifica, bienaventurados sean. Aun así, habrán visto las Torres, es casi imposible no haberlo hecho. Y puede que resulte difícil ignorar su significado. Las Torres han adquirido la categoría de monumento ausente o desaparecido, verdaderamente inmaterial en el sentido exacto, pero sobre todo porque gozaron de una imponente materialidad perdida después: murieron; un hecho contrario a la idea de monumento. Como las Maravillas de la Antigüedad, de las que solo permanece la pirámide de Keops, las Torres, como el Faro de Alejandría o el Coloso de Rodas, se han convertido en un tópico (un topos, literalmente) y un mito (mythos: un relato o narración simbólica).
Y como tal símbolo desaparecido, se hace presente a través de la huella que ha dejado en el imaginario popular y artístico. Su silueta pespuntea aún el skyline neoyorquino de manera que se ha convertido en parte de nuestro propio perfil personal, la imagen que llevamos dentro cuando reconstruimos mentalmente Nueva York, arquetipo de una gran ciudad para los habitantes de este planeta desde hace casi un siglo, de Harold Lloyd a Woody Allen o Steve Ditko. Como sucede con los artistas que fallecen jóvenes, ese carácter simbólico ha cambiado y se ha mitificado más si cabe después de su inmolación. Pocas imágenes tan poderosas como la que surge en el horizonte al final de la película “Múnich” (Spielberg, 2005) presagiando el desarrollo de la violencia que desembocará en el 11-S. Pocas porque todos sabemos qué sucederá con esos edificios mientras los personajes de esa ficción no pueden imaginar nada de eso y no son capaces de valorar las consecuencias de sus actos a largo plazo. Como nos sucede a nosotros ahora, en este mismo momento.
(Publicado en La Nueva Crónica de León el 20 de julio de 2025)
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