Querido diario (69)

© Ilustración: ELSA.
© Ilustración: ELSA.

El autor rememora en esta nueva entrega de sus diarios, escrita el día de Navidad, la presentación de su segundo libro, «Ciudad de Sombra», el pasado 16 de diciembre en el Museo de León. Y concluye: «Así ha sido la puesta de largo del nuevo crío. Me ha faltado la ilusión del primero, esa tensión o nerviosismo que creo que sirven para alimentar algo. Estoy también un poco fagocitado por el medio ambiente, la inquietud reinante, la deriva de los continentes, las elecciones generales…»

Por AVELINO FIERRO

El 16 de diciembre, miércoles, teníamos que presentar Ciudad de sombra en el Museo.

En la naturaleza no había calma, sino inestabilidad. Y se nos mostraba distante. Los días anteriores fueron de muy diverso pelaje: plomizos, furtivos, absortos, malintencionados… Yo trataba de escudriñar desde mi ventana el tiempo y no sentía la inmediatez ni la cercanía de otras ocasiones, no hallaba en él ninguna confidencia, no podía desentrañar nada, ir más allá del caparazón de esa realidad.

Los días iban y venían, giraban o se adormecían; sí, a veces quedaban como dormidos, descansando o cogiendo un poco de aire, quizá algo sorprendidos del frenesí de verse tan embarullados, porque estuvieron por aquí los de los amaneceres incendiando de rojo las nubes malheridas, hechas luego jirones de niebla; los de las heladas que dejaban cristales en las ramas ya sin frutos del otoño; los del cielo gris que aplastaba con su losa las horas de las calles vacías; los escarchados que hacían brillar las últimas telarañas; otros que incluso dejaron destiladas gotas de lluvia negra, y los que exhalaron un vaho de azúcar… Yo los vi pasar en varios amaneceres, igual que los sintieron los tejados, las palomas y los humildes gorriones. Hasta la nieve remisa llegó para posar con desgana unas gotas de silencio amoratado.

Quería estar atento a ellos, a esa variedad de luces, pero nada parecía fijarse a mi piel ni componer para mí una escena suave, el triste bodegón de un día gris, casi de invierno (como el del poema de Larbaud); algo parecido a esa señal, aroma, destello o melodía, que deja otras veces el paso del tiempo, tiznando las horas. Algo a lo que te te apegas para sentirte seguro.

Puede que estuviera atrapado por muchas rutinas y quizá no reposé la mirada ni el pensamiento, buscando en las horas compañía y calma. Quizá no desplegué antenas ni dispuse cepos a la caza de esas brumas o ecos, no me comporté a la manera de un agente secreto de la percepción, como dice Steiner de los poetas. Ahora recuerdo que una buena amiga me dijo que en esos días yo me abstraía con frecuencia, parecía girar sobre mí mismo.

A pesar de ello, la inercia me llevaba a describir una órbita determinada e ir cumpliendo con obligaciones, que era como dejar mugas en el aire: llevar a enmarcar los dibujos del libro –pues se iban a exponer en esos días–, hablar con Alberto y Avello para que me acompañasen en la presentación, escribir unas líneas para ella. Pero todo entraba en mí y se iba sin trazar nada en el mapa de la vida, como esos días que, digo, nacían y acababan con tan poca consistencia. Rodeado por el mundo sin estar en él, así vivía yo esas jornadas.

Llegó el momento de la presentación y creo que seguía emperrado en mi voluntad de ausencia. Pensé varias veces que estaba bastante menos ilusionado que con el primer libro y aquella podía ser la causa. Cierto que a veces me comporto como un niño chico, y pasado el alborozo de lo nuevo, de la sorpresa, todo se apaga un poco, cede o se amortigua su fulgor. Si uno se tuviera por escritor puede que la actitud fuera otra. Pues así estaba yo, en ese estado de “esto no va demasiado conmigo, pero habrá que pasar el trago. Ah, qué pereza…”. Un estado o sensación que era de desidia sazonada con unas gotas de calma. Como dice Renzi en los diarios que esos días comencé a leer, una calma con ausencia de pensamiento (dice: no pensar para poder escribir o, mejor, escribir para lograr pensamientos no del todo pensados que definen siempre el estilo de un escritor).

Había redactado de corrido, y refiriendo cosas antiguas, cuatro folios para el momento. Tomé antes un par de cervezas. Y juro que estaba tranquilo.

La sala del Museo era espaciosa y todas las sillas estaban ocupadas. Algunos había en pie. Detrás de nosotros estaba proyectada una filmina con la portada del libro, que de vez en cuando se apagaba. No teníamos micrófono, pero la acústica dejaba oír incluso a Alberto, que fue el primero en hablar, y tiene una dicción como si hubiera aprendido esas maneras en el seminario. La gente asistía al oficio en silencio.

De lo que dijo –como que en las novelas estaba todo y le importaban bien poco los diarios– copio aquí este fragmento, en el que los asistentes y yo aparecemos como figurantes y salimos bien parados.

Avelino Fierro podría ubicar sus historias en la Patagonia o en Tombuctú; podría escribirlas en tercera persona y disfrazado de pirata, de donjuán, de ermitaño. Pero elige ubicarlas en un entorno cotidiano y en primera persona, sirviéndose de un narrador que se parece mucho a él mismo, un narrador que se llama exactamente igual que él y tiene su misma mujer, sus mismos amigos, sus mismos (o muy parecidos) gustos, disgustos y manías. El narrador de esta historia, de esta ‘novela’ que se titula Ciudad de sombra, Diarios 2013-2014, echa mano de los materiales que tiene más a mano (o de materiales de primera mano) que son los que constituyen (una parte de) la vida de Avelino Fierro, y con ellos construye su ficción. Y recordemos ahora la diáfana sentencia de Martin Amis, cuando señala que ‘todo escritor sabe que la verdad está en la ficción’.

Esta novela, que es de la manera más ostensible y radical una novela del yo, es también de manera ostensible y radical una novela coral: una novela de todos, una novela populosa, concurridísima, en la que seguramente muchos de vosotros figuráis como personajes secundarios con o sin guion, como figurantes o extras, como… sombras.

De manera que, en mi opinión, estos ‘diarios’ quizá tengan más que ver con la noble tradición en la que se inscriben obras como La colmena o Manhattan Transfer, antes que con esa otra donde figuran El cuaderno gris o La tentación del fracaso (¡qué elocuentes títulos!). Cuánto me alegro de que así sea. La novela es un género poderoso, formidable y voraz, capaz de engullirlo todo, dispuesto a nutrirse y crecer vampirizando incluso de aquello que la niega, o que la ningunea. A lo largo de la historia de la Literatura, hemos llamado ‘novelas’ e incluso ‘grandes novelas’ a cosas que se parecían bastante menos a una novela que los diarios de Avelino. Pero no sigamos por ahí…”.

Luego habló José Luis –del que yo diría después que estaba allí a mi pesar, pues tenía una obligación más importante, el haber acompañado a su mujer en un lugar lejano–, y dijo que había leído mis diarios como profesor de Arte que es, y que había rastreado al pintor de paisajes urbanos, al pintor de la luz, al de los amaneceres y atardeceres, al que valora los grises. Ah, cómo me gustó aquello de que Bonnard y yo somos capaces de pintar creaciones diferentes sin salirnos de una minúscula habitación, sin cambiar de motivo.

Estaba describiendo, quizá sin saberlo, mi vieja pasión de adolescente: el dibujo y la pintura; mi mirada –que todavía no ha cesado– sobre las grandes obras de la historia. Un fervor que ahora se viene aplacando con esos dibujitos –algunos muy torpes– que ilustran el libro. Son, la mayoría, dibujos apresurados. Muchos están llenos de tachones de un corrector blanco para amortiguar los errores. Pero esa improvisación y falsa “frescura” están buscadas a propósito: con ello me otorgo el perdón, me absuelvo de mis torpezas, reconozco mis limitaciones e incapacidad, la falta de una mirada clara y de un pensamiento analítico que lleguen a perforar la materia de las cosas, la pulpa de la vida, y la trasladen luego al papel. Que en ese resultado, en esa presencia, fluya también la ausencia y se oiga el paso del tiempo. Sé que no voy a conseguirlo, así que adopto una pose de dibujar como obligado. “Tengo que hacer la ilustración para esta nueva entrega del diario” –me digo–, y adopto cierta displicencia, lo hago al desgaire. Con ello, con esa manera cobarde, evito sentir sobre mí el peso de tanta belleza, el agobio de las palabras y obras mayores, de la trascendencia. ¿Dónde voy yo después de la ventana de Vermeer, de un aria de Bach, de esos versos de Verlaine? En todo el arte o las letras siempre está presente aquella frase de Borges: “la certidumbre de que todo está escrito nos anula y nos afantasma”.

También me gustó que hablase de ese otro paisaje (el paisaje social, dijo) que aparece en mis diarios de manera modesta, delgada, escasa y breve. Habló algo de mis críticas contra aquellos que mancillan la democracia, de mis lamentos contra la mediocridad de las instituciones y a favor de los abatidos. Hasta llegó a decir –en modo casi bolivariano, en un desajustado o desmedido tributo a la amistad– que en el libro había frases que se debieran grabar en la memoria para cohesionar nuestras incoherencias ideológicas.

Yo, ya digo, estaba tranquilo y no iba a entrar al trapo. Ni a soltar el trapo, que hace nada he venido a enterarme, por el diccionario de María Moliner, que, según las circunstancias, significa “echarse a reír” o “echarse a llorar”. Y leí lo que llevaba preparado. Hablé de por qué habíamos desechado un índice de nombres. De la maqueta y de las correcciones. De mi ausencia en esa tarea de revisión (para justificar esa vaguería y cierta incapacidad encontré hace tiempo la frase de Manuel Puig “yo no puedo volver a leer ninguno de mis libros, porque me entran ganas de volver a escribirlos”. Además, ese trabajo de limpiar y fijar yo no lo sabría hacer. Escribo olvidando la propedéutica. No sé si esta u otra construcción preposicional son elegantes. Se me cuelan –algo pertinaz, que viene de lo jurídico– los gerundios. Otras veces se aflojan las tuercas que mantienen ajustado el pensamiento al verbo y aquello no se entiende. ¿Ese ceñirse de lo escrito a la idea es el estilo? No sé. Azorín decía que el estilo es una entelequia).

Y ya, embromando la intervención, hablé de mis lugares y manías para escribir. Transcribo esa parte final.

“Escribir es un drama la mayoría de las veces, es complicado enfrentarse a las hojas en blanco, pero también tiene su truco. Yo lo he conseguido. A ello se refiere García Martín, un tanto descreído, en el prólogo: ‘Dice Avelino que deja la pluma y ésta escribe sola’. Sí, me suelo aplicar a la tarea de escribir algunos viernes por la tarde, un par de horas. Podéis intentarlo, aunque no a todo el mundo le da resultado. Vamos a recrear el ambiente. Imaginad la luz del flexo en una habitación grande con muchos, demasiados libros. Un boli y folios viejos. Un ventanal desde el que se ven las lomas, los tejados del barrio, las nubes, los pájaros tardíos, la luz que se apaga (y, a veces, un poco de música). Y llega un momento en el que sucede algo extraño y la pluma comienza a deslizarse sola, suavemente, guiada por una mano invisible. Eso es lo que yo llamo el ‘segundo o el doble carburador’.

La metáfora del carburador la empleo cuando voy a la montaña, en esos primeros repechos en que uno empieza a sentir la asfixia y a ponerse colorado. Quien coincida a mi lado suele preguntarme ¿qué te pasa, estás bien? Le digo que sí, que no se preocupe, que funciono como lo hacía el coche de mi amigo Fernando Gil, hace muchísimos años, un viejo Cadillac, que carraspeaba y se ahogaba como una pota, pero él siempre decía: ´No te preocupes, espera un poco, vamos a coger velocidad y ya verás cuando entre el segundo carburador, todo irá de miedo, como una seda”.

Y para ello finalicé con una absurda modernez. Caí en la tentación de la escenografía, en tratar de trasladar mi habitación, mi mesa, mis libros, mis tejados y horizonte, mi música y mis ventanas a aquel auditorio que me escuchaba en el gran salón. En aquel lugar que, de pronto, quedó sumergido en la sombra. Quería leer unos correos electrónicos y proyectar unos dibujos que un mes antes le había ido enviando al dibujante Javier Cardo, que iba a diseñar la portada del libro, y con los que pretendía trasladarle el aroma del mismo, resumir su contenido, sus trescientas y pico páginas.

Aquello no funcionó bien. Y se dieron algunas incidencias que –ahora lo pienso, pasados unos días–, tienen que ver con la diversidad de criaturas que pueblan el universo. Y no digo más. Eso no debe quedar en la escritura sino para las minucias del cotilleo, y la resignación (“ay, señor, señor…”).

Y así ha sido la puesta de largo del nuevo crío. Me ha faltado la ilusión del primero, esa tensión o nerviosismo que creo que sirven para alimentar algo. Estoy también un poco fagocitado por el medio ambiente, la inquietud reinante, la deriva de los continentes, las elecciones generales…

Harto de estos tipos que gobiernan, que ignoran la justicia social y desprecian la cultura y las humanidades; de estos otros que vienen y quieren restaurar no se sabe qué, auténticos resentidos e ignorantes. Hoy es Navidad. Ayer oía, mientras salía a fumar en un bar del barrio viejo, la conversación de los de al lado: “Sí, allí están empeñados, quieren poner reinas y un rey negro en la cabalgata por eso de la paridad”. “El año que viene pondrán a la niña Jesusa en el portal”, decía otro. Uno recuerda los versos de Brodsky en uno de sus poemas de Navidad, “Discurso sobre la leche derramada”: “A mí, poeta, esto me resulta ajeno. / Más aún: sé que “a cada uno según…” / Escribo y me estremezco: menudo disparate, / ¿acaso estoy en contra del poder legítimo? / El tiempo nos salvará, si ellos no tienen razón. / A mí me basta con mi fama escandalosa. / Pero la mala política estropea la moral. / ¡Eso sí que nos concierne!”.

Y este enrarecimiento llega hasta estos días, hasta este tiempo también desconcertado que nada cura o desempaña. En las jardineras de la terraza los geranios, cual si estuviéramos en primavera, enseñan sus primeros brotes malvas.

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3 Comments

  1. Enhorabuena por esa «Ciudad de sombra» que acaba de ver la luz, presentado un 16 de Diciembre, día fácil de recordad pues es mi cumpleaños. Ahora me toca adquirirlo y disfrutar como siempre a medida que pasan sus páginas.
    Aprovecho para desearte un feliz año también.

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  2. No esperaba encontrarme en tu entrega número 69. No es un número apropiado para estas nuestras relaciones, habrá que asumirlo.
    Me ha gustado este Avelino que quedó sin analizar, no por ganas sino por falta de tiempo: el que nos enseña a vivir; el que nos marca el camino; el que nos confiesa cómo disfrutar de una paisaje cambiante pero adormecido; aquel que nos anima a compartir sus lecturas; incluso sus escritos paridos en viejos folios; disfrutando de la música en su habitación de soledad… Y, sobre todo, respetando el silencio de su vida profesional y del disfrute familiar…
    Así es, que en hebreo no es amén.

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