
Por ELOÍSA OTERO
Avelino Fierro, escritor y fiscal leonés, acaba de publicar su segundo libro, «Ciudad de sombra. (Diarios 2013-2014)», en el que vuelca una selección de sus textos y dibujos publicados durante esos dos años en TAM-TAM PRESS, en su sección «Querido diario». Son casi 400 páginas, con un prólogo de José Luis García Martín y, como epílogo, una entrevista publicada en esta misma plataforma cultural con motivo de la publicación de su primer libro, «Una habitación en Europa», en la que Avelino Fierro se retrata como escritor y, sobre todo, como lector.
Su nuevo libro se presenta el miércoles 16 de diciembre, a las 20 horas, en el Museo de León (Edificio Pallarés), y el autor estará acompado por su editor, Héctor Escobar (Eolas Ediciones), y por dos de sus grandes amigos, el escritor Alberto R. Torices y el historiador José Luis Avello.
Desde el 14 al 26 de diciembre se puede contemplar, además, una exposición con dibujos originales del libro en el Bar Santo Martino (detrás de San Isidoro, en León). Los beneficios de esta muestra serán destinados a un centro de acogida de menores.
—¿Por qué ese título, «Ciudad de sombra»?
—Sabes bien que a eso de elegir un título le dediqué en el anterior libro, Una habitación en Europa, todo el prólogo, unas cuantas páginas. Así que me da que esta pregunta es un poco puñetera, que empiezas la entrevista con ganas de enredar. “Ciudad de sombra” lleva asociada de inmediato, creo yo, determinada imagen: la de cierta penumbra, unas calles con luz mortecina, un paseante solitario entre la niebla o la bruma.
En el otro libro ya aparecían, rondaban, ideas similares. Hablaba de aquel verso de Claudio Rodríguez, “que yo me iré donde la noche quiera”, que se convertía en un título casi definitivo “Donde la noche me lleve”. Y llegué a dibujar una calle oscura con una farola de luz tísica y con sombras alargadas para una posible portada del libro.
También citaba a Ferlosio: “Retráete atrás a la noche, / tu patria y tu cuna, / aunque el alba de antaño / no vuelva nunca”.
“Ciudad en blanco y negro” y “Ciudad sin sombra”, revolotearon por entonces durante unos días, estuvieron entre los concursantes. El segundo me insistía en lo adecuado que era para alguien que, como yo, escribe estos diarios cuando cae el crepúsculo o después de sus paseos noctívagos. Tú sabes bien que soy un tanto obsesivo con amarrar ese tránsito hacia la oscuridad. Como dice Stasiuk, lo único que vale la pena describir es la luz, su variedad y su eternidad.
Hay instantes del día que para mí no merecen mucho la pena, son de una esterilidad absoluta. Recuerdo ahora el libro de instrucciones de una de mis primeras cámaras fotográficas, cuando hablaba de esos momentos poco propicios: “A las doce del mediodía, con el sol en lo alto, no pierda el tiempo, deje la cámara y vaya a tomarse unas gambas”.
Pero con este título quiero referirme no solo al lugar, a la escenografía, sino también al acto o momento de la creación. Ir más allá, o más al fondo, aunque ese simbolismo metafórico no sea muy evidente o pueda parecer tiznado de presunción.
Valéry, en sus Cuadernos, en una entrada que titula muy expresivamente “Nocturno”, habla del estado inicial, del no-ser de espera, al comienzo del poema, al referirse a algunos sonetos de Mallarmé, a su efecto de oscuridad o más bien, dice, de comprensión diferida.
Steiner ha escrito también sobre Hölderlin y la articulación del momento creativo, el contexto temporal en el que el poeta, el Dichter, estará preparado para recibir su “materia”. Y cuando habla de René Char y cita sus versos, “El eco es mi vecino. / La bruma es mi compañera”, en esa inestabilidad, en esas sombras, es donde está agazapada la poesía. Y por esas calles transitan los verdaderos escritores, los poetas verdaderos. Steiner les llama los agentes secretos de la percepción.
Yo sé que no lo acabo de conseguir, pero me esfuerzo en ello, como un aprendiz aplicado. Fatigo en la noche las calles de mi ciudad, pero quizá me falta algo de atrezzo, una gabardina con los cuellos bien subidos, a lo Bogart, y una libreta para anotar algunas intuiciones que suelen ir a morir en la barra del bar, entre el griterío y las discusiones con los amigos.
Y, finalmente, cabe otra interpretación. Como ves, este título es muy polisémico. La mayoría pensará —y tendrá razón— en lo que es más evidente: en esta ciudad, la nuestra, sombría, de plazas enjalbegadas por la nieve, vientos esteparios y un letargo levítico bajo el sol macilento, como en los versos de Juaristi. En esta ciudad, donde puede ser signo de gran modernidad el poner de sintasol el suelo de la Plaza del Grano, y cosas por el estilo.
Aunque esto pasará en toda la geografía. Ayer mismo me decía un amigo: ¿Viste el debate de los políticos en televisión? Ni uno solo mencionó en ningún momento la Cultura. Al final, la única salida, como dice Azúa, va a ser un individualismo radical ante tantas tribulaciones.
—¿Por qué crees que a los políticos les importa tan poco la Cultura? ¿Qué propuestas culturales, a tu juicio, deberían incluir los programas de los partidos?
—Casi es mejor que siga sin importarles. En estos casos, me acuerdo siempre de aquel artículo de Ferlosio, publicado ya hace treinta años en El País, titulado “La cultura, ese invento del Gobierno”. Escribía allí, aprovechando una carta ·oficial” en la que le pedían colaborar en el catálogo de una exposición de pintura sobre abanicos gigantes traídos de China y Japón, de la homologación de la cultura como fiesta, del despilfarro y del imperativo de “popularidad” de la cultura. También —y citaba a Azúa hablando de la política cultural catalana de esas fechas— de fomentar un populismo de la peor especie idealista, de eliminar el elitismo, de promover el arte popular.
Aquí hemos padecido algo similar con concejales de partidos autóctonos.
Yo recomendaría en estos asuntos la lectura de varios autores: Marc Fumaroli, Nuccio Ordine, Steiner, Brodsky o Martha C. Nussbaum, sobre todo su libro Sin fines de lucro, que tiene un subtítulo significativo, “Por qué la democracia necesita de las humanidades”, donde habla de ese papanatismo economicista que impregna todas las instituciones y también las educativas, y señala que con las artes sucede lo mismo que con el pensamiento crítico, que resultan esenciales para el crecimiento económico y la conservación de una cultura empresarial sana.
Los partidos siguen su campaña prometiendo lo que después no cumplen. Siguen hablando después de muchos años de una ley de mecenazgo, de defender la propiedad intelectual, de bajar el IVA cultural… Ahora, Hacienda la ha tomado con los escritores jubilados, obligándoles a elegir entre cobrar su pensión o por otros ingresos profesionales.
—¿León es una “ciudad cultural” a pesar de los políticos y de las “politicas” culturales que se vienen sucediendo en la ciudad desde hace años?
—León muestra desde hace años una inusitada actividad cultural. Hay acontecimientos periódicos que debemos al entusiasmo de algunas personas: el Festival de Órgano, el Magistral de Ajedrez, el Leteo, el Purple…, y hay conciertos, lecturas de poesía, o exposiciones de forma habitual. El Musac desarrolla una buena labor y —tú lo sabes bien, porque has colaborado con ellos— también se ha animado últimamente a fomentar actividades literarias. El Ayuntamiento creo que organizó lo del Pasquín poético…
Pero lo que depende de las instituciones suele rezumar desconocimiento, dejadez o incapacidad de concebir un producto cultural si no es bajo la forma de mercancía, con lo que la esencia de lo cultural —el amor al conocimiento— desaparece.
Algo que funcionó durante tiempo correctamente fueron las Obras Culturales de las Cajas de Ahorros, aunque un amigo decía que eso obedecía a la mala conciencia del poder financiero regional y a una filantropía trasnochada. Pero llegaron políticos y sindicalistas de todos los colores a esquilmarlas.
De todos modos, en la sociedad actual, las cosas han cambiado. Para mal, claro. Frente al pensamiento, o la lectura, o la cultura humanista, ya vemos lo que está pasando. La última generación ha sido educada, como dice Tony Judt, “economísticamente”, en la búsqueda del éxito y la riqueza. Lo cuenta estupendamente en su libro Algo va mal.
Cuando yo estudiaba en la facultad, me hubiera gustado tener un programador cultural como Pepe Tabernero, que lleva años, casi diría que agobiándonos, con un sinfín de actividades. En aquellas fechas íbamos a todo; ahora es difícil ver en el Albéitar a un universitario de veinte años. Estarán todos entretenidos con la última tontería de Internet o dándole al botellón.
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