
Por AVELINO FIERRO
Un jueves cualquiera he vuelto a los altos en los que se encuentra el hospital. Me llevó hasta allí una cita incierta, casi a ciegas: había tenido hacía pocas semanas la revisión anual –la itv, como me gusta decir cuando salgo eufórico si sé que todo ha ido bien– y llegué confiando en que se trataría de un error administrativo.
Volví a perderme en el trasiego por pasillos, plantas, ascensores y laberintos que conforman ese edificio al que no quiero acostumbrarme, y porque los actos que tienen que ver con la enfermedad no siguen nunca los mismos caminos ni rutinas.
Le pregunté a una limpiadora y me indicó claramente cómo llegar. A pesar de ello, debí de enredarme sobre mis pasos, porque el hombre de la camilla aparcada cerca del ventanal que daba a una inmensa chimenea de ladrillo, seguía allí. Pasó un matrimonio de viejitos a mi lado y por su conversación supe que teníamos la misma doctora; los seguí.
Pasamos por las consultas de endocrino, nonatos, espirometrías y disléxicos; la de estrabismo –¿la gente no quiere ver este asco de mundo?– estaba a rebosar. Al fondo reconocí a Carmen, la enfermera. Fin de trayecto.
Siempre hay aquí muchos pacientes. Alguien muy mayor, y posiblemente sordo, habla levantando mucho la voz y pregunta a su acompañante si ha echado de comer a las gallinas. Una mujer rubia, de mediana edad, sigue preocupada, en estos trances, de ahuecarse el pelo, contonearse, poner morritos. Una pareja de elegantes se comportan como idiotas, como si esta sanidad pública no fuera lo suficientemente privada para ellos. El aire no está viciado, es tibio y acompaña bien la escena. No se oyen las tripas de nadie comido por los nervios. Todos estamos rumiando. Aún sin conocerlos, todos recordamos los versos de Bocángel, “lo que se ignora es sólo lo seguro; / este mundo, república de viento / que tiene por Monarca un accidente.” Todos tememos a Dios.
Cuando una paciente, algo gruesa, que estaba situada frente a mí, fue llamada al instante supremo en que había de enfrentarse a su destino… Bueno, quizá cargo un poco las tintas, porque así es como lo he sentido tantas veces. Cuando la señora, decía, se levantó, pude verla: era una cosa pequeñita, con raquitismo, de cabeza rapada, apepinada y enrojecida, como su carita. Era una niña, porque dos bolitas de oro brillaban en sus orejas. Llevaba gafas de colores y tecleaba jugando en el móvil. Cuando habló, tenía una voz bonita, de nenita inmune al desaliento. Le hablaba a su abuela, a su lado, con un flequillo azul, que la miraba con tanta ternura. A mí se me saltaron las lágrimas. Soy un blando en estas suertes y siempre doy en pensar que el Buen Dios luce a veces, ganado a pulso, el nobiliario título de Cruel Hacedor. No hay resignación cristiana que valga.
A mí me despacharon rápido y me dijeron que tenía nueva consulta para octubre, que lo confirmara en el mostrador de citaciones. La doctora dijo: “Es un negus displásico de atipia leve”; eso anoté yo, y hasta que Cristina, una compañera de trabajo de fina estampa y piel japonesa me dijo que había entendido mal, sonreí pensando que la mancha oscura de mi espalda llevaba el nombre del Rey de Reyes, aquel emperador de Etiopía.
Algunas de mis lecturas de los últimos meses han tenido que ver con vidas que se deshacen. En los Cuentos de Galitzia, Kosciejny aparece muerto tres días después de que salga de la tasca del pueblo a la noche, el sonido de sus pasos mezclado con el tintineo de las estrellas congeladas. Cuando lo encontraron parecía dormir hecho un ovillo. Si le dabas con los nudillos emitía un sonido duro, como de madera. A lo lejos, el Cargowa intentaba sostener el cielo, pero de todos modos, la oscuridad iba cayendo sobre el mundo. Luego se le ha visto, desprovisto de su cuerpo, caminando por la carretera; los perros dan tirones de sus cadenas.
Tony Judt muere en agosto de 2010 de una variante de esclerosis lateral amiotrófica, que le diagnostican en 2008 y le condena a la inmovilidad. He leído dos libros que publica en 2010. Uno, de recuerdos, El refugio de la memoria, con hermosas descripciones de la Inglaterra de posguerra y de unos tiempos que eran como los políticos reformadores eduardianos de clase media, moralmente serios y ligeramente austeros. En Algo va mal, nos recuerda de dónde venimos, cómo lo hemos olvidado, y dónde estamos. La ignorancia de nuestro reciente pasado y el declive y olvido de los principios del socialismo democrático nos hunden en la retórica inútil, en la miseria moral, en el fin de la solidaridad y de los propósitos colectivos. Los párrafos finales son una invitación a transformarnos. Algo debió de calar en mí, porque en esa última página hice un dibujo en el que al final de una avenida sombría comienza a fulgir el sol, la resurrección.
En Mortalidad, publicado en 2012, Christopher Hitchens narra su deportación del país de los sanos al otro lado de la dura frontera que rodea la tierra de la enfermedad. Tengo subrayadas a lápiz algunas frases: el país tiene un idioma propio –una lingua franca que consigue ser insulsa y difícil y contiene nombres como ondansetrón, un medicamento contra las náuseas–, así como algunos gestos perturbadores a los que hay que acostumbrarse; el conocido modelo de las etapas de Elisabeth Kübler-Ross, según el cual uno progresa de la negación a la ira y luego pasa de la negociación y la depresión hasta la bendición final de la “aceptación”, no se ha aplicado mucho en mi caso por el momento [¿recordáis al cómico de All that jazz?]; a la pregunta estúpida de “¿Por qué yo?” el cosmos apenas se molesta en responder “¿Por qué no?”; te sientes inundado de pasividad e incapacidad, te disuelves en la impotencia como un terrón de azúcar en el agua; si Penélope Cruz fuera una de mis enfermeras, ni siquiera me daría cuenta; burocracia, la maldición de Villa Tumor.
En el capítulo sexto coloca como exergo unos versos de su admirado Kinsley Amis: “Tengo algo que decir a favor de la muerte: / No te obliga a dejar la cama, y es una suerte. / A cualquier parte, estés de pie o de largo / llega hasta ti sin cobrar recargo.”
En cama, en el Clínico madrileño, estaba hace años mi amigo E. Soy buen paciente, pero mal visitante. Él tuvo que consolarme y tranquilizarme. Cuando se fue sereno, de la mano de su azul prusia y su lapislázuli, cuando se difuminó para siempre entre las sombras, quise buscar unos versos que me acompañasen como una brisa leve, como él hizo conmigo, pasando su brazo por mi hombro, y los encontré en Cervantes, en el prólogo al Persiles, que dicta de un tirón el 20 de abril: “Mi vida se va acabando y al paso de las efemérides de mis pulsos, que, a más tardar, acabarán su carrera este domingo, acabaré yo la de mi vida […] Adiós gracias; adiós donaires; adiós, regocijaos amigos: que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida.”
Tiempo después, vi cómo lo recreaba Cernuda: “Adiós, adiós, manojos de gracias y donaires, / Que yo pronto he de irme, confiado, / Adonde, anudado el roto hilo, diga y haga / Lo que aquí falta, lo que a tiempo decir y hacer aquí no supe. / Adiós, adiós, compañeros imposibles. / Que ya tan sólo aprendo / A morir, deseando / Veros de nuevo, hermosos igualmente / En alguna otra vida.”
Andrzej Stasiuk (así se llama el autor de Cuentos de Galitzia), Judt, Hitchens, Cervantes, Cernuda y yo mismo escribiendo sobre el último adiós. Yo lo hago obligado por los índices de audiencia y la cuenta de resultados. Eloísa, mi editora digital, me ha dicho ayer mismo que el “querido diario” que más visitas ha tenido es aquel en el que escribí sobre mis hipocondrias y mis cuidados. Imagino que los lectores volverán a abandonarme hasta el 30 de abril, fecha en la que relataré la consulta que tengo concertada con el Dr. Goñi, mi médico de digestivo. Si es que antes no me rompo algo.