Nueva entrega del poeta, ensayista y crítico literario uruguayo afincado en México, y que forma parte de un libro en curso –”un libro que escribo cuando me entra una especie de velocidad de ira”–, titulado ‘Prosapiens’.
Interior
Por EDUARDO MILÁN
Es la que todo lector que viene de vuelta, no necesariamente después de haber ido. Un lector en busca de consuelo, algo que, íntimamente verdadero, aunque también “objetivamente válido”. Es la que, entonces: sirve para vivir. La que “me toca de cerca” –¿con su mano visible o con su mano invisible?– así se forjan los actos consumados, los pactos del que va con herrajes de otra época, ya que “tenemos que vivir”. Claro que tenemos que vivir. Es lo único que tenemos. Pero hay maneras. Los poemas exteriores avanzan señalando las posibilidades de vivir. Me cae el silencio bruto. Sí, yo también vi esa escena de la caída del caballo en Rublev. Pero antes de la escena del caballo cayendo con su épica sobre el suelo yo vi al caballo cayendo en realidad en el patio de mi infancia, caballo en el campo, horizonte que se adelanta, demolido, cabeza de mármol suspendida –verano de 1958, otoño de 1959–. Estado fallido en camilla de enfermera, el pathos de el patio, un modo de decir. ¿Cuál es el poema que más amenaza en su exterioridad? Como si avanzara sobre un campo por el que vas a pasar, te lo encuentras. Ese poema se parece a un caballo que se cruza. Se parece peligrosamente a un caballo que va a caer. Nacerá –o no– así una de las siete películas más endiosadas de la historia del cine. El poema interior no constituye ninguna amenaza. En tiempos de amenaza latente –policía en todas partes, antimotines, pasamontañas fuera de montañas ni, abajo, murmullo de río que corre con un plátano sobre la cresta, la cáscara de un plátano una desmembrada canoa, pálido reflejo circulando de los miembros celestiales de un Túpac– un libro en el bolsillo, antes, mucho antes de esas ediciones para todos que en la mayoría de los casos son cautivos de lectura –desde las novelas rusas del XIX hasta las superestrellas del boom latinoamericano pasando por Faulkner–, un libro de la clase poética, no a muchas cuadras de la clase política, y, adentro, un poema puede, por un momento, oficiar de salvador ante la inminencia a la vista, ser detenido en el momento de vivir, justo al doblar la esquina. Puede ser un haikú: no sólo tiene la propiedad de hablar de algo que vive en esa nube –en la tierra pero en la nube, en la nube de la tierra, un toque de cristal conseguido en movimiento– de fachada impávida fuera del tiempo, a salvo de la vejez –vejez: ministro japonés de 72 años que mandó morir a sus compañeros tocados de vejez– de la historia, un capitalismo en fase depredadora de los países emergentes, hombrecitos en pequeñito, enfetados, hechos bola de huesos para caber en un plato de arroz –24 horas de vida por un plato de arroz– la Europa cómplice, los Estados Unidos decaídos en su economía y su armamento peligrosamente intacto, el dolor y la muerte. Es mejor para la mente un poema constituido por onomatopeyas que no te saque de allí sino que te ahonde más allí en un juego no tan conceptual, tan real como tu vida en manos del troglodita.
todo muy bién
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magnífico, qué bárbaro!
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