Lecciones en el exilio, con perdón

Escultura en la playa de La Haya. Foto: Marta de Celis.
Escultura en la playa de La Haya. Foto: Marta de Celis.

Por MARTA DE CELIS

“No tienes por qué sentirte avergonzada”, me soltó en la cara en respuesta a mi pregunta Míster Dankers, mi profesor de Administración Intercultural, al verme tan confundida. “Eres española, y la teoría de las culturas de alto y bajo contexto dice que eres de alto contexto, solo eso”. “No me avergüenzo”, le espeté con la mala leche con la que los españoles contestamos cuando creemos que alguien nos cree inferiores, “quizá el que debería avergonzarse es usted por pensar eso cuando lo que ocurre es que no entiendo esta teoría”. Míster Dankers dejó escapar una risita de su boca de viejo holandés bonachón. Estaba convencida de que de si su lengua hubiera sido la de Cervantes hubiera exclamado: “¡menudo carácter tiene esta chica!”. Al igual que lo hubieran dicho mis quince compañeros chinos que simplemente hicieron un ruidito por mi osadía de contestarle a un profesor.

Deventer es una pequeña localidad en el centro-este de Holanda. Yo, como la mayoría de los nueve españoles que vivimos y estudiamos aquí, considero que es un pueblo, pero mi amiga Margo, que es belga y sabe más de cómo se las gastan los holandeses, lo llama ciudad y yo le creo. Después me explicó que para ella un viaje de media hora para llegar a donde hace sus prácticas de psicología es mucho tiempo, horrible, una eternidad. Ella viene de un país que se recorre de norte a sur en tren en menos de tres horas. Fue entonces cuando decidí volver a llamar a Deventer pueblo. Pues bien, a este pueblo vine hace nueve meses a estudiar Marketing. Debo añadir que en mi clase se compone de un montón de chinos, un indio, dos griegos, dos polacos y servidora.

Nunca me imaginé viviendo en Holanda. Siempre había oído a la gente decir que cuando sales de tu “línea de confort” es cuando más aprendes a conocerte a ti mismo. El otro día hablaba sobre esto con otra amiga española que está en Reino Unido. Ella más o menos tiene su línea de confort al lado. Como yo, siempre había imaginado que si se iba de España acabaría en Reino Unido. Muy común era, y sigue siendo, lo de ir a Londres a mejorar un poquito el inglés. Yo tampoco intuía que mi comodidad se convertiría en un lejano puntito que apenas puedo ver viniendo a Holanda. “La Holanda algo más rural no es Ámsterdam”, me avisó uno de mis amigos. Qué razón tenía. Salté desde mi línea de confort y no calculé la caída, me pegué un planchazo mayúsculo que me tuvo varios meses confundida. Ahora, más o menos, empiezo a nadar… como un cachorrillo pero a nadar.

Orgullo escondido

Es curioso, pero la mayoría de los españoles medios que viven en España, desde mi punto de vista, estamos acomplejados, o no orgullosos del país al que pertenecemos. Aclaro que excluyo de esta generalización a la exaltación provocada por cualquier triunfo deportivo, que tenemos la suerte de tener muchos. Sin embargo, salimos de España, y parece que nos crecemos. En primer lugar, a menos que sea un objetivo el eludir cualquier contacto con paisanos, sabes que español que te encuentres, es un español con el que acabarás entablando relación de amistad, cordialidad o similar. En segundo lugar, no podemos parar de hablar de las bondades de nuestra tierra; la comida, las playas, el paisaje, el clima, el idioma… He vivido muchos intentos cómicos de enseñar español en medio de una fiesta o encuentros con compañeros chinos que intentaban saludarme en castellano. Y en último lugar, y más con la querida crisis como losa sobre nuestras cabezas, surge la necesidad de defender a capa y espada el honor herido del país. En mi caso, intento demostrar que los españoles no somos vagos, el prejuicio más generalizado que tienen por aquí.

Ahora, mirando atrás, me parece molesto no haber valorado todo lo que tenía en su justa medida cuando estaba en España. El caso es que, nosotros, los que estamos fuera, e incluso mucha de la gente extranjera que conoce algo de España, lo sabemos. Estamos convencidos. Tenemos algo que ofrecer, algo bueno y valioso. Algo de lo que sentirnos orgullosos. Y ese algo, en su mayor parte, proviene de nosotros mismos. Nuestra gente es el mejor valor de nuestro país. Los mejores embajadores, los mejores modelos y sobre todo, los que podemos decidir donde podemos poner nuestro límite. Colectivamente, nos falta mucho para darnos cuenta de esto. Pero hay razones y caldo de cultivo para esperar que la situación cambie. De ser posible, a mejor.

Mientras tanto, los que nos fuimos, y los que se van, esperamos volver. Os ayudaremos desde aquí. No nos echéis de menos, porque volveremos mejores de cómo nos fuimos. Aprenderemos, nos empaparemos de otras culturas y escucharemos a gente con otros puntos de vista. Desde una cafetería londinense o en una clase de Marketing. “Hay culturas que son más individualistas que otras…”, dijo Míster Dankers mirándome a los ojos, sabiendo que seguía molesta con él “…también hay culturas que viven para trabajar, u otras que trabajan para vivir, como en el sur de Europa… ¿qué opinas de esto, Marta?”. Le respondí que sí, que me parecía que en el sur de Europa tratábamos de disfrutar más de la vida, y elegir trabajos que se ajustaran más a nuestra vocación o a nuestros objetivos vitales. “Y es por eso que a los holandeses nos gusta tanto España”, dijo casi riendo mi profesor, “vuestra alegría de vivir es contagiosa… vuestra creatividad… creo que yo también trabajo para vivir, al fin de al cabo, que sepamos, sólo vivimos una vez”. Y en ese momento, tuve que perdonar a Míster Dankers.

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